La Academia Ecuatoriana de la Lengua presentó el Diccionario académico de ecuatorianismos en el Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, ASALE, realizado en Quito entre el 11 y 13 de noviembre de 2024.
Quinientos ochenta millones de personas hablamos la misma lengua: el español; modulamos un habla compartida, articulamos sentimientos, ideas, reflexiones y recuerdos con esa herramienta formidable que es el idioma, al que América enriqueció con acentos regionales y marcó con palabras que provienen de la chispeante cultura caribe, de los giros mejicanos y de las modulaciones andinas
Abro el diccionario, y se me ocurre que allí está el mundo, la cultura, la historia. Que, en sus infinitas palabras, en sus modos verbales, en los giros y expresiones que contiene, están el dolor y la alegría, la conquista y el mestizaje, las religiones y el laicismo; están la libertad y la esclavitud; está lo viejo y lo nuevo, y que estamos todos de alguna forma retratados.
Una incursión por el diccionario es una sencilla pero fecunda aventura intelectual. Es una exploración tras el sentido de las palabras y su remoto origen. Es el descubrimiento de que en ese libro gordo, y a veces desvencijado por el uso, está la historia, la grande y la cotidiana, la noble y la otra, está la evidencia de cómo el viejo castellano se dejó influir y transformar por el quichua y el taíno, el araucano, el náhuatl y el guaraní. Y de cómo el idioma es testimonio del nacimiento de un mundo nuevo. Después, el inglés y la tecnología invadieron lo que algún día fue coto cerrado a la modernidad. Y hoy está allí casi todo, incluso la “pos verdad”, es decir, el eufemismo inventado para designar a la mentira.
Si el lector del diccionario lee con atención, podrá encontrar, entre las largas ringleras de palabras, las huellas de las culturas regionales, las que murieron y las que sobreviven, están los saberes rurales y los modismos aldeanos. Y, encontrará, por cierto, la palabra de las élites y el riguroso idioma de la ciencia, el significado de los términos que provienen de la jerga de los barrios bajos y, a la par, lo que nació en los despachos académicos, en las polémicas intelectuales y en la casa de cada cual.
El idioma cambia y endereza por rutas insólitas, porque nada está escrito en piedra y porque la palabra sigue a la vida. La palabra camina, la palabra es como el río: necesita fluir, comunicar, dejar recuerdos o rememorar olvidos.
La palabra, paradójicamente, nace del silencio que le antecede, del silencio que permite pensar, armar la frase, articular los sentimientos, porque, primero fue el silencio y después el verbo. En esa circunstancia nació la palabra y resonó el grito, surgió el murmullo y prosperó esa invención admirable que es el alfabeto y, por cierto, el diccionario.
El diccionario nos recuerda que las palabras son fruto de la libertad y la imaginación, que son testimonio de la creatividad de seres anónimos con talento para nombrar las cosas de la vida y de la muerte, para bautizar lugares, montañas y ríos, para traducir sentimientos, frustraciones, indignaciones y esperanzas. Para cantar y también para llorar.
A veces, mirando la geografía, con la misma curiosidad con que leo el diccionario, me pregunto, ¿quién puso los nombres a las montañas y a los sitios?, ¿cómo surgieron tantos términos, y tan diversos, para aludir a la lluvia, según los matices del agua que cae, como garúa, aguacero o chubasco?, ¿cómo y quiénes inventaron palabras tan cálidas como “querencia”, “callejuela”, “alero”, “zaguán”, “poyo” y “hogar”?
Cuando consulto un diccionario, constato que las palabras son testimonio evidente de humanidad. El hombre puede definirse como el ser que habla. Fernando Savater escribió: “Lo más seguro que sé respecto de mí es que soy un ser parlante, un ser que habla (consigo mismo para empezar), alguien que posee un lenguaje y que por tanto debe tener semejantes… El lenguaje es el certificado de pertenencia de mi especie, el verdadero código genético de la humanidad”[1].
Los diccionarios y los vocabularios son el registro ordenado de esos códigos humanos. Como dice Savater, el lenguaje es lo que nos distingue y nos señala, es la evidencia tangible de la cultura. Y lo que nos permite escribir la historia, rememorar y construir sobre ella el argumento de la convivencia, las razones que explican esto de vivir juntos, de vincularnos y reconocernos, porque como dice Santiago Muñoz Machado, “hablamos la misma lengua”. La identidad no es un concepto abstracto; es la posibilidad de reconocernos como cercanos a través de la palabra.
Los idiomas son fruto de la vida social. Los diccionarios son también el resultado del trabajo intelectual que depura y racionaliza, del esfuerzo del lexicógrafo que investiga y precisa, del historiador que explora, del científico que descubre e imagina teorías y artefactos a los que hay que poner nombres. Pero el académico no puede inventar el idioma: está condenado a desentrañar, en cada acepción, el complejo resultado de la adaptación cultural y la innovación. El académico es, de algún modo, el juez que depura, califica y preserva lo sustancial de la palabra y quien incorpora lo que la vida social produce. Pero, más fértil es el ser común y corriente, el que crea palabras, el que las inventa y las modula, que el sabio que explora su significado. Y esto porque la autoría de las palabras corresponde siempre al común.
Les hago una confesión: del diccionario y sus parientes —los vocabularios— me fascinan las expresiones idiomáticas, esa suerte de dibujos magistrales que evocan el comportamiento humano y los modos de ser de cada sociedad. Cualquiera de ellas dice más que un discurso. Su capacidad de síntesis, y su gracia, son evidencias de que el idioma es el recurso que nos salva del silencio y la soledad, el que de algún modo nos acompaña; es el resultado de la espontaneidad, de la vida y de la historia; es fruto de la convivencia y del apetito de comunicarse, de la vocación de hablar y de escribir. Es el escenario donde la imaginación y el talento hacen de las suyas, porque es el reducto que siempre le queda a la libertad.
El idioma y los diccionarios son resultado de ese proceso humano de formación cultural que explica cómo al viejo lenguaje que llegó hace quinientos años, le penetraron los aportes del quichua, sus sesgos, declinaciones y modismos, proceso que sigue agregando lo que viene del mundo y la tecnología, lo que traen los migrantes, lo que aportan las invenciones, lo que imaginan los jóvenes. Es el “habla viva”. Es lo que decimos cada día. El idioma sirve para comunicarse y vivir; con él se piensa, se siente y se recuerda. Los diccionarios son sus registros, sus testigos.
El idioma es herramienta esencial del arte de conversar, de esa magia de entablar diálogos, escuchar y entender al otro. Los diccionarios, físicos o virtuales, son certeza innegable de que, desde siempre, los individuos y las sociedades se hacen hablando, escuchando, imaginando términos y adecuando palabras según la vida lo exija. Semejante vocación parlante, y la necesidad de preservar cada término, son la explicación de los diccionarios.
Los diccionarios son bitácora de costumbres y de historias viejas y recientes. La crónica de trayectorias vitales está escondida entre los secretos del origen de las palabras, está lo que fueron los bisabuelos y los abuelos y la cosecha reciente de los migrantes; están la vocación viajera y los modismos de la modernidad; están la antigüedad que ya olvidamos y la globalización que en estos tiempos nos marca. En el idioma estamos nosotros, porque todos hacemos cada día las palabras, las dotamos de sentido, las cargamos de pasión, ahondamos lo que expresan o negamos lo que contienen.
La palabra es la invención más inteligente y, a la vez, el estilete más agudo, el cincel que permite labrar testimonios de los sueños, novelas de la realidad, idear Quijotes o Sanchos que hagan de su vida una aventura caballaresca y un interminable refrán. La palabra es archivo que guarda en la memoria, o en el libro, lo que escribió Camus sobre la rebeldía humana, o lo que intuyó Ortega acerca de la rebelión de las masas. Es también archivo de la desmemoria, de lo que no queremos recordar, y es por eso, mala conciencia que perturba y descubrimiento de lo que olvidamos o silenciamos.
El diccionario es un “testimonio político” de cómo las sociedades se inventan a sí mismas, de cómo no es preciso un decreto para que la cultura viva, y es una evidencia de cómo la gente, empleando la libertad, hace lo suyo, incorpora las costumbres, asume las religiones, desecha las imposiciones, filtra lo inútil y construye siempre.
Importante labor aquella de sumergirse en el habla regional, porque así se llega a los fondos del país. A veces, gracias a la mínima expresión cotidiana, se descubren cosas que de otro modo no se saben. Con frecuencia, claro está, nos quedamos con la interrogante, pero leyendo textos como los de Carlos Joaquín Córdova, El habla del Ecuador, o el Diccionario de americanismos, o El lenguaje rural, de Julio Tobar Donoso, o las Consultas al diccionario de la lengua, de Carlos R. Tobar, podemos entender con claridad la índole y las fuentes de la lengua.
Para concluir, debo referirme a un libro excepcional. Hablamos la misma lengua, de Santiago Muñoz Machado, Director de la Real Academia Española, publicado en 2017, que es la historia política del español en América. En mi opinión, es la primera vez que se intenta, y con éxito, escribir la evolución de España en América desde la perspectiva del idioma. Es un libro que analiza las circunstancias políticas y sociales que determinaron la implantación del castellano como lengua principal de América y la incorporación a sus textos de las lenguas nativas.
El idioma es la nota de la humanidad, y por ello, herramienta de la paz y también de la guerra.
Este artículo se publicó en el portal de la revista Forbes Ecuador.
[1] Fernando Savater. Las preguntas de la vida, pág. 93. Ariel. Barcelona, 1999.