Lo dijo hace decenios Lauren Bacall: “La industria es una mierda, lo que es grande es el cine”. El séptimo arte es medio visual y sus primeras “transgresiones” fueron estampas de ingenuo recato. El beso, 1896, exasperó a críticos y públicos. Douglas Keesey y Paul Duncan, en su libro Cine erótico, muestran un fotograma de la escena “escandalosa”: un hombre maduro, dueño de una poderosa mano izquierda aplasta la mejilla de una joven actriz y la besa dando la sensación de que ella se resiste. Los bigotazos del actor y la tenue aura de inocencia de ella quedan como testimonio visual del atrevido director que rompió el sistema.
La mirada prohibida y el desnudo fueron los signos de esta arremetida en contra de las convenciones sociales de la época. En 1897 se estrenó Aprés le Bal (Después del baile). Una señora, sin mirar a la cámara, se desnuda, dejando al espectador el furtivo gozo del voyerismo. La humanidad asistía al milagro del cine silente, enmudecido porque este arte aún no concebía el sonido para fundirlo en él. La escena desquició a la sociedad prejuiciada hasta el extremo.
“El más allá erótico”
Jean Moreau, intelectual y célebre actriz, símbolo del feminismo, proclamó: “La mayoría de personas no tiene la energía suficiente para la pasión verdadera, de modo que la olvidan y van al cine”. Su pensamiento expone una verdad irrebatible. La mayoría de estas películas edificaron un universo de fantasía en el que se hilvanaron relatos sexuales “prohibidos”, y es sabido que todo lo proscrito convoca y embelesa.
Jung tendió en la mesa su palabra: “El cine permite experimentar sin peligro la pasión y los deseos que en el transcurso de una vida humanitaria deben ser reprimidos”. Las filas inacabables de asiduos visitadores de películas “prohibidas” centuplicaron las ganancias de empresas que movieron miles de millones de dólares en todo el mundo.
Las estrellas del cine erótico (porno no es una deriva, es vulgarización per se) se consideraban dioses sexuales que coparon las pantallas en los primeros decenios. Desde la pantalla emanaban destellos celestiales, exuberancia física, carnalidad y ensueños húmedos.
Es imposible concebir la historia del cine sin el fulgurante beso en la playa de Burt Lancaster y Deborah Kerr. Una bellísima ola, como labrada por el mismo Eros, cae sobre los dos cuerpos y solo centellea el beso: De aquí a la eternidad, 1953. O el beso de Grace Kelly y James Stewart en La ventana indiscreta…
¿Qué mujer podía rivalizar con el voluptuoso ideal de las diosas del cine, sino ellas mismas con sus propias imágenes en un juego de espejos inacabable? La escena en la que el aire alza la falda del vestido blanco de Marilyn Monroe o el estriptís de Rita Hayworth en Gilda. Fuego vivo, irredimible, imágenes fijas en la retina del tiempo. (Cuando inquirían a Rita Hayworth sobre su memorable escena, confesaba su resentimiento señalando que los hombres “se acuestan con Gilda, pero se levantan conmigo”). Naïm Kattan advierte: “La fotografía de una estrella de cine conduce no a la felicidad sensual de una mujer de carne y hueso, sino a otra fotografía de otra estrella, más atrevida y picante que la anterior”.
La tenue línea que separa amor, erotismo y sexualidad solo ha sido vislumbrada por quienes han tratado asunto tan complejo. Paz advierte que “el más allá erótico” va más allá de la vida, más allá de la muerte. De ser así, la película que mejor expone esta imponente hipótesis acaso sea El imperio de los sentidos, 1976, de Nagisa Oshima. Después de agotar un repertorio oscilante entre amor, erotismo y las más insólitas aberraciones, ella escribe con la sangre de él en su pecho: “Sada y Kichi para siempre”.
“Mi sed, mi ansia sin límite, mi camino indeciso/ Oscuros cauces donde la sed eterna sigue,/ y la fatiga sigue y el dolor infinito” (Pablo Neruda).
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.