Este mes se cumplen 10 años de la muerte de uno de los más insignes diplomáticos que ha tenido el Ecuador. Me refiero a Diego Cordovez. Provisto de un singular talento en el arte y ciencia de la diplomacia, su aporte a las relaciones internacionales trascendió las fronteras.
Fue conocido y respetado en todo el mundo. Colaboró con Raul Prebisch en la creación de la UNCTAD y dirigió el ECOSOC; fue asistente cercano de U Thant y secretario general adjunto para Asuntos Políticos de la ONU.
Condujo misiones especiales en República Dominicana, Pakistán, Bangladesh, Libia, Malta, Cuba, Venezuela y Guyana; fue mediador en Chipre, en la crisis de rehenes en Teherán y en las negociaciones que culminaron con el repliegue de las tropas soviéticas de Afganistán.
Fue nominado para el Premio Nobel de la Paz, y junto con el presidente Mijail Gorbachov, recibió el Premio Martin Luther King. Fue canciller del Ecuador durante el gobierno del presidente Rodrigo Borja, periodo en el que se hicieron avances significativos dentro del proceso de paz con el Perú. Hizo una reforma profunda de la Cancillería, en fondo y forma: cero retórica, concisión, comunicación y eficacia.
Comprendió que la globalización era una oportunidad de la diplomacia internacional para profundizar el diálogo entre naciones, la cooperación y la búsqueda de una respuesta comprehensiva a tono con el fenómeno en marcha.
Como diplomático ilustrado, nos recordó que la globalización existió siempre y que la diplomacia misma fue una de sus manifestaciones más antiguas en cuanto rebasó fronteras, acercó el mundo, abrió nuevos cauces al comercio y a la cultura y fomentó el entendimiento en la diversidad.
Su vida y su obra me llevan a algunas reflexiones sobre el papel de la diplomacia, actividad humana tan necesaria ahora como lo fue siempre. La Carta de las Naciones Unidas se firmó en 1945 con el fin de «preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles».
Pese a ello, vivimos todavía en un mundo asediado por las conflagraciones, la amenaza nuclear, el calentamiento de la tierra, el deterioro de la democracia y de los derechos humanos, el auge del nacionalismo —esa enfermedad endémica de los pueblos—, el crecimiento de la pobreza, la inmigración desmedida y el desbordamiento del narcoterrorismo, entre otros peligros para la paz y la seguridad.
Frente a este sombrío panorama, sería fácil caer en un irredento pesimismo. Sin embargo, es innegable que el mundo sería mucho peor sin los significativos logros alcanzados hasta ahora por la ONU a través de la diplomacia multilateral.
Basta decir que los más importantes tratados del derecho internacional moderno han sido negociados en el marco de las Naciones Unidas y que en la actualidad no hay un solo campo de la actividad humana que no esté cubierto por ellos, incluyendo el espacio ultraterrestre, donde el tratado de 1967 regula las relaciones interestatales dentro del sistema solar.
Pero volvamos a la tierra. Si bien la ONU y la diplomacia están más activas que nunca, se imponen ciertos cambios en las reglas de juego para ampliar su capacidad de respuesta, en pie de igualdad, frente a los nuevos desafíos.
El poder de veto en el Consejo de Seguridad es una degradación del principio de igualdad jurídica de los Estados. Al respecto, de Diego Cordovez dijo: «Las Naciones Unidas adolecen de muchas deficiencias, y aquí reclamo una reforma urgente, integral y desafiante de la Organización».
Mientras esa y otras reformas se concreten, debemos seguir adelante sin desviarnos de los grandes propósitos ni ignorar la dinámica de la sociedad humana en constante evolución.
La mundialización no es más que un síntoma de la humanidad en movimiento. El peligro no reside, pues, en abrirnos hacia una mayor conciencia de lo plural y de la naturaleza humana común, sino en el exacerbamiento del nacionalismo, la parcelación de los pueblos y la polarización, ya sea por motivos políticos o religiosos.
De ese mundo no necesitamos más, sino menos a fin de erradicar, en todas sus formas, «la guerra, hecha por la humanidad contra la humanidad a pesar de la humanidad» (Víctor Hugo).
Diego Cordovez propugnó fortalecer la solidaridad a través de la diplomacia para hacer frente a esos desafíos globales. «La realidad contemporánea —escribió— ha demostrado que todos los Estados son interdependientes, que las autosuficiencias llegaron a su fin.
Los procesos económicos, políticos, culturales se llevan a cabo en el contexto de la “globalización”(…). Como una consecuencia ética de la constatación de nuestra general interdependencia, surge la obligación ineludible de actuar solidariamente». Con los países vecinos, ni se diga.
Postuló, asimismo, una diplomacia abierta, pragmática y ajustada a la ética y al derecho internacional: «La experiencia ha demostrado que la diplomacia no debe encerrarse en cenáculos restringidos, sino ser objeto de análisis amplio y transparente (…). En el diseño de los lineamientos básicos de la política internacional se sugiere, con buenas razones, que hay que ser pragmáticos, es decir, que, sin descuidar la observancia de la realidad geopolítica y del entorno de cada Estado, en tal diseño hay que dar prevalencia al interés nacional», con «observancia de la ética y del derecho internacional».
La realidad de un planeta en constante fricción (al igual que sus capas tectónicas) es inevitable, y por ello la diplomacia es cada vez más necesaria. No es más mundo lo que necesitamos, sino más diplomacia en el mundo. Se requieren más diplomáticos como Diego Cordovez, mentes abiertas, lúcidas y propositivas, talentosas e imaginativas.
La diplomacia es una forma pacífica de acción, una tremenda fuerza de persuasión y una manera privilegiada de comprender la diversidad del mundo.
La diplomacia es mesura, serenidad y capacidad de discernimiento en medio de situaciones a veces críticas. La injerencia en asuntos internos de otros Estados afecta gravemente las relaciones entre ellos, más aún cuando obedecen a consignas políticas.
Actualmente, este es un peligro cierto para la diplomacia: «(L)as relaciones diplomáticas están cada vez más contaminadas por las inclinaciones ideológicas de los gobiernos (…). Es una tendencia que se ha profundizado mucho en América Latina. Muchos presidentes ya no miran al mundo, ni siquiera a los vecinos, como jefes de Estado sino como jefes de facción» (El País, Carlos Pagni, 22 abril 2024).
Los grandes diplomáticos se han caracterizado por su reciedumbre intelectual y el dominio de su oficio en la labor que realizan en representación de los Estados. Diego Cordovez fue uno de ellos.
Nos legó una obra memorable: ‘El mundo que he vivido’ (Libri Mundi, 2013); visión profunda, humanista y ética de la diplomacia y de las relaciones internacionales. Nos recuerda que, si bien los tratados internacionales los firman los Estados, su negociación la destilan, palabra por palabra, los diplomáticos.
Escrita con un estilo claro y ameno —«no es más que una continuación de conversaciones con amigos»—, la citada obra nos conduce a través de los vastos senderos que recorrió este diplomático incansable por, literalmente, todos los puntos cardinales del planeta, ya como emisario de las Naciones Unidas, ya como mediador y canciller, y que dialogó con los más renombrados líderes mundiales en busca de construir, por medio de la diplomacia, un mundo de paz y más próspero.
Tuve la fortuna de acompañarle en varias misiones, entre ellas al Estado Vaticano en 1992, en relación con la histórica propuesta de arbitraje papal del presidente Rodrigo Borja.
Gran conversador, recuerdo las tertulias en su casa y sus sesudos análisis de un mundo multifacético cuya realidad —«como voluntad y representación», en expresión de Schopenhauer— conocía a fondo. Hubiera sido un excelente secretario general de la ONU, si es que las circunstancias de alternancia geográfica hubieran sido propicias para su candidatura.
Situado sobre la atalaya de un edificio, su departamento quiteño en la calle Afganistán, lleno de libros, arte y símbolos del itinerario vital que lo llevó hacia las más remotas naciones del orbe, se proyectaba en mi mente como la torre donde Montaigne se recluyó en su tiempo y lugar para meditar sobre el mundo y escribir sus ensayos.
En un evento académico coorganizado por Grace Jaramillo, la Universidad Andina Simón Bolívar y el Centro Andino de Estudios Internacionales le rendirán este mes un merecido homenaje.
Unas palabras finales. Como diplomático y novelista no quisiera pensar que la diplomacia se parece a la ficción, pero, en realidad, ambas tienen cosas en común: aventuras extraordinarias que contar, voluntad de propósito, exploran la condición humana y tejen una trama envolvente con personajes en acción. Ambas, diplomacia y ficción, mejoran el mundo para no tener que padecer el que tenemos.
Este artículo apareció en Primicias.