
El sábado 8 de marzo don Benjamín Ortiz Brennan se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. Compartimos con ustedes el discurso de orden que leyó en la ceremonia.
Eduardo Arízaga Cuesta, obra científica, artística y literaria
Eduardo Arízaga Cuesta fue un médico neurólogo, en términos de profesión u oficio; así probablemente constaba en su cédula de identidad. Quizá solo constaba: Médico. Ese documento registra a la persona desde la estrechez inevitable a la que obliga la burocracia, también le asignó un número de identidad, como a todos nosotros, número que debemos mostrar para atravesar una puerta, realizar una compra, y seguramente será lo último que la burocracia averigüe acerca de nosotros cuando llegue la hora final. Sin embargo, Eduardo fue mucho más que un médico neurólogo, su saber es digno de compararse con el de los sabios del Renacimiento, es decir, seres para los cuales todo lo conocible resulta seductor y ninguna rama del saber es ajena. En el caso de Eduardo Arízaga su vasta producción intelectual giró en torno a dos temas: el cerebro humano y el arte, en especial el arte de escribir, vistos, además, desde el proceso evolutivo de los seres vivos y el desarrollo de la capacidad de pensar y crear de los humanos.
Murió en forma intempestiva, de madrugada, cuando estalló un aneurisma, detectado y conocido pero imposible de operar con posibilidades de supervivencia. Su vida llena de creatividad y bondad y su muerte repentina, fueron como el desenlace de una tragedia griega, en que la fatalidad estuvo siempre cerca, pero no advertía ni daba señales de cuándo llegaría. Fuimos amigos cercanos por un lapso breve, gracias a que nos convertimos en vecinos. Fueron apenas los últimos dos años de su existencia en los que me confió la lectura de sus escritos y relató episodios de su vida, desde su niñez y atribulada adolescencia habitada en casas solariegas, repletas de libros, cuya lectura incesante se convirtió en la pasión imprescindible de su vida.
Este sacerdote laico, tomó los hábitos de la ciencia médica debido a la enfermedad de un hermano suyo que sufría de epilepsia, tanto que se convirtió en autoridad internacional en la materia. Estudió medicina en la Universidad Central, después obtuvo el postgrado de Neurología en México. Más tarde, durante dos años, realizó prácticas en el tratamiento de epilepsias en el Centro Saint-Paul de Marsella, Francia. De regreso al país, los templos en los que ejerció su sacerdocio fueron la cátedra universitaria y la consulta. No obstante, a Eduardo Arízaga le preocupaba la situación de los más jóvenes, todavía ignaros, los alumnos de colegios, a quienes se acercaba para hablarles de temas como “el cerebro del adolescente” a fin de que abrieran los ojos a la ciencia y a la vida, mirándose a sí mismos.
La vasta obra científica y de divulgación de Eduardo Arízaga está dispersa en sus libros y ensayos publicados; está en redes sociales como YouTube, en sus conferencias, videos, y diapositivas con imágenes y esquemas que expresan su pensamiento científico con fuerza y nitidez. Varias obras quedaron a la espera de su turno para salir al público, detenidas por el espíritu perfeccionista del autor, que para colmo escribía varios textos a la vez, amén del tiempo que demandaban sus cátedras universitarias y las exigencias de la consulta médica en neurología, un campo en el que el médico queda envuelto en las angustias de sus pacientes que sufren desde perturbaciones menores del sistema nervioso hasta enfermedades complejas como son el Alzhéimer, demencias, Parkinson, migrañas, meningitis, epilepsia y tantas más. Eduardo, a la hora que fuera, nunca dejaba a un paciente sin atención. Para él todos los casos eran perentorios.
Su primera obra científica fue publicada en 1991 y está dedicada al estudio de la epilepsia. Al abrir la tapa aparece a nuestros ojos, en grandes caracteres, un pensamiento del neurólogo estadounidense William Gordon Lennox, que dice: “La epilepsia es la única enfermedad en la cual el padecimiento es agravado más por el comportamiento de la sociedad que por la enfermedad misma”. Y claro, Eduardo Arízaga, conectado fraternalmente con este mal, lo estudio, investigó y escribió sobre la epilepsia.
La manifestación clínica de un ataque epiléptico produjo a lo largo de la historia del hombre diversas reacciones e interpretaciones, dice. La idea de que el enfermo estuviera poseído por el demonio o que por el contrario presentara un honor privativo de los seres escogidos por Dios para manifestar sus divinos designios, ha cautivado la atención del ser humano. Entre estos dos extremos se ha debatido el concepto de epilepsia aún hasta nuestros días, pues si bien Hipócrates de manera genial y visionaria señaló el cerebro como el asiento de la enfermedad epiléptica, actualmente existen importantes grupos humanos dominados por la ignorancia y la superstición que explican el fenómeno ictal a través de interpretaciones mágicas.
Su libro sobre las epilepsias ha sido reconocido y elogiado por médicos y estudiantes de medicina, a lo largo de muchos años. Sin embargo, resulta sorprendente que sea interesante, comprensible y hasta seductor para lectores no especializados, por el lenguaje claro y atrayente con que el autor nos conduce por los vericuetos del cerebro humano. Me atrevería a decir que Eduardo Arízaga pertenece al género de los escritores divulgadores de ciencia, como fuera el doctor Gregorio Marañón, en la lejana generación española del 98; o en tiempo contemporáneo, el astrofísico, cosmólogo y divulgador científico británico, Stephen Hawking. Escribir con calidad y claridad sobre ciencia es una forma de comunicación que no ha sido extraña a los ecuatorianos, desde la época de nuestro primer gran científico, el doctor Eugenio Espejo.
Cuando Eduardo Arízaga Cuesta estuvo en Marsella, realizando prácticas médicas de su especialidad en uno de los centros más reputados de Europa, aprovechó la oportunidad para recorrer con su familia el viejo continente. Visitó campos y ciudades, museos y restaurantes; se introdujo en laboratorios científicos ultramodernos y callejuelas en donde se detuvo la Edad Media. El resultado del recorrido quedó consignado en una obra titulada “Historia de la Vida”. No historia de mi vida, la de Eduardo Arízaga, sino, según me parece, historia de la experiencia de vivir, conocer, sentir, amar, sufrir, es decir la experiencia de quienes tenemos o de quienes tuvieron el privilegio de vivir.
Esta obra es un texto en el que el arte, la ciencia, la geografía, la historia, la cocina se vuelven cotidianos y próximos porque son parte de un recorrido prosaico, como es el viaje de un padre curioso con su mujer e hijos. La luz que ilumina el camino y el texto consiste en que el narrador es un sabio, aunque entonces, ni nunca, presumió de sapiencia. Para Eduardo saber era algo así como respirar. Libro único, como lo presentara en el lanzamiento, Francisco Febres Cordero —el Pajarito— a quien cito a continuación: “Un libro en que el Gordo inaugura un género que, francamente, no sé cuál sea. Porque no es una crónica. No es solo una crítica de arte o literatura. No es una elucubración filosófica o científica. No es un mapa gastronómico o geográfico. No es un diario. No es una memoria. Y es todo eso. Junto. Mezclado. Intercalado. Perfectamente imbricado”. Y quisiera citar unas palabras adicionales de Francisco, con las que coincido y destaco: “Hay toda una sabiduría que estremece. Un conocimiento que apabulla. Una erudición que sobrecoge. Pero, y ahí está la maestría, una total ausencia de petulancia.”
Al concluir la lectura de “Historia de la Vida”, una obra que cuenta su viaje por Europa, mi fervor patriótico me hizo averiguar si tenía algo parecido sobre el Ecuador. Llegó entonces a mis manos, digamos a la computadora, un texto de 230 páginas, cuyo título es: CON EL CORAZÓN EN LA MANO. VIAJES POR EL ECUADOR. Por Eduardo Arízaga Cuesta.
Leo su párrafo inicial:
Yo creo —dice su autor— que el arte es consustancial a lo humano. Si bien las arañas, serpientes y mariposas podrían esgrimir varios argumentos acerca de que el arte son ellas, es indudable que la manifestación artística es propia de nuestra especie. Es aquella burda piedra que tallada con tanto sacrificio se convirtió en la bella imagen de una venus de la prehistoria, que si bien no tenía cara y sus carnes eran rechonchas y fofas, tienen una característica conmovedora. El arte es aquello que nos hace gritar, llorar, gemir y disfrutar de emoción. Es oír el final del tercer movimiento de la quinta sinfonía de Beethoven, es sentir la cadencia a veces insoportable, por repetitiva, del bolero de Ravel, el arte es el dolor intenso de ver a la Piedad de Miguel Ángel. Es llorar a gritos cuando ves a la madre virgen con su hijo sobre su regazo. Es asombrarse ante la dulzura y la lozanía de María cargando los despojos de su hijo sacrificado. El arte es belleza sensorial, es color mezclado con fruición en la paleta febril y esquizoide de Van Gogh, es el grito de horror, de extremo miedo de Munch. El arte es la repetición sombría del poeta Silva evocando la sombra larga de su hermana muerta. El arte es sentir en carne propia la estética que habrá invadido a Arturito Borja cuando decía con voz desgarrada: La pena, la melancolía, la tarde siniestra y sombría, la lluvia implacable y sin fin, la negra miseria escondida royéndonos sin compasión y la pobre juventud perdida que ha perdido hasta el corazón.
Arte es Julio Jaramillo. Qué emociones habrán sentido las mujeres sentadas en primera fila en las salas de radio, cuando los ojos seductores de Julio se clavaban en sus pupilas y empezaban a escuchar:
“No puedo verte triste porque me mata
tu carita de pena mi dulce amor,
me duele tanto el llanto que tú derramas
que se llena de angustia mi corazón …”
Arte es sufrir, vivir con cada uno de los personajes que adornan nuestras lecturas. Arte es dolor, dolor cercano al instante previo a morir, arte es la dicha enorme de vivir para poder llegar con fuerzas al instante del horror de morir.
Aquí termino la cita de la página inicial de Viajes por el Ecuador.
La obra es un recorrido por el país, acompañado siempre de su familia o de alguno de sus hijos. Va explorando las plantas y las rocas, recupera los pasos de los primeros pobladores, más tarde se introduce en vidas destacadas de tiempos próximos a los nuestros. Es un recorrido —como él dice— realizado con el corazón en la mano. Un texto de amor sin ninguna cursilería patriotera. Su lectura me hizo revivir el país que teníamos, al cual ha diezmado la pandemia, el crimen organizado y el populismo barato. Pero el país sigue ahí —pensándolo bien— sigue aquí, con su paisaje y su gente buena.
Comienza el recorrido con la descripción de su caminata diaria. “Salgo a caminar —dice— cada amanecer por la vereda vecinal que pasa frente a mi casa en Puembo, acompañado de la melodía cósmica de Mercedes Sosa que acaricia mis recuerdos lejanos con su voz estentórea.” La atenta mirada del autor recorre las plantas, arbustos y árboles a los que observa con la devoción de un jardinero, describe con la sensibilidad de poeta que, en cualquier momento, cede el espacio al neurólogo. “Grandes racimos de flores, escribe, que muestran una proliferación de colores lilas, fucsias, rojos, morados, rosados y violetas excitan con fruición las delicadas terminaciones nerviosas de la retina, que convertirá estas imágenes en una sensación concreta que se dirigirá al lóbulo occipital para verlas y luego a las profundidades del lóbulo temporal para almacenarlas en la memoria, siempre asociadas a una sensación de bienestar, de tal manera que cada vez que mire un conjunto floral similar, de inmediato la memoria placentera se disparará y un poco de dopamina —el neurotransmisor del placer— secretarán las neuronas mesencefálicas y una irrefrenable sensación voluptuosa recorrerá todo el ser”.
El relato abarca desde que nuestra especie inició su aventura hace 200.000 años, en algún rincón del continente africano; en donde habitó la que él llama la “Eva mitocondrial”. Describe entonces las migraciones del Homo Sapiens a lo largo de milenios, hasta que hace 14.000 años, cuando se inició el holoceno, es decir el período en que la especie humana ha sido dominante en el planeta, y después va tras los pasos de los primeros pobladores del actual Ecuador.
Al parecer encontraron en las inmediaciones del Ilaló el lugar apropiado para instalar sus campamentos. La presencia de la quebrada del Chiche garantizaba el abrigo entre sus rocas deleznables, pues ahí excavaron primitivos refugios en sus entrañas arenosas. Cuando camino ahora por el Ilaló, dice, el cambio es sorprendente y dramático, pero si se quiere tener una idea de cómo fue el ambiente hace 10.000 años aún se encuentran en las altas quebradas cercanas a la cima, rastros del bosque primitivo…En la profundidad del bosque los rayos solares casi no atraviesan el denso follaje, los pies se hunden al caminar en una capa de humus que se adivina milenaria, el canto de los pájaros acompaña al intruso que con recelo prueba pequeños frutos silvestres que alimentaron a estos audaces habitantes.
Desde la zona de El Inga, estudiada por Carlos Manuel Larrea y científicos de otros países, cuyo trabajo describe, se dirige a la provincia de Bolívar. Quería “llegar a la quebrada de Chalán y sentir de cerca la emoción por la presencia de la fauna pleistocénica fosilizada” dice … En todos esos lugares comprueba que los hallazgos de los arqueólogos se han perdido por decidía e inconstancia, pero, a pesar de todo, entusiasmado propone que “la acción mancomunada de geólogos arqueólogos, paleontólogos, paleo antropólogos, historiadores pueden intentar aquí un plan piloto de rescate del pasado y el resultado de sus investigaciones cristalizarlo en un funcional y moderno museo que ilustre a los viajeros y redima a la deprimida llanura”.
En Azuay visita nuevos sitios arqueológicos como la Cueva Negra, localizada en Chobshi, un punto situado a pocos kilómetros de la población de Sigsig. Evoca la destrucción de la cultura Chimú por los Incas. Condena “ su política de arrasar los pueblos sojuzgados y a los supervivientes diseminarlos como esclavos para las mitas y los obrajes, por diversos puntos del Tahuantinsuyo, aquella odiosa y criminal práctica de mitimaes que se combinó fatalmente con la incuria de los conquistadores españoles, todo lo cual tendió un velo de misterio sobre una nación que desarrolló desde miles de años atrás, una depurada técnica en el manejo de los metales y concibió con claridad la existencia de una vida más allá de la muerte”.
En Cuenca, este médico que vibraba con cada episodio de la vida, le dedica un buen párrafo a la cena organizada con ocasión del lanzamiento de su libro “Historia de la vida”. “Nos esperaban, se lee en sus apuntes, ensaladas de mariscos con marcada influencia mediterránea, pastas que habían extraído la esencia conceptual de tierras florentinas y carnes adobadas con el más puro gusto gastronómico francés, maravillas culinarias que estuvieron acompañadas con deliciosas tortillas de harina de maíz, tostadas en centenarios tiestos de barro”.
En esta obra aparecen variados personajes, pero hay dos, cuyas vidas, obra y tragedia, merecen especial atención y afecto por su pluma. Ellos son la quiteña Dolores Veintimilla de Galindo y el guayaquileño Medardo Ángel Silva. Ambos suicidas.
A Dolores la presenta así: “La joven mujer —recién cumplidos los 24 años— había llegado con su hijo y su esposo a Cuenca en el año 1854, luego que éste había buscado infructuosamente fortuna en las ciudades de Quito y Guayaquil. El doctor Galindo no venía precedido de prestigio alguno, mientras la bella Dolores arribaba con la aureola picante y peligrosa de ser una mujer diferente. Se había distinguido en Guayaquil por su refinada cultura que le gustaba exponer en los salones de su residencia, donde se reunían semana a semana un grupo de intelectuales del puerto”.
El doctor Galindo no encuentra cómo hacerse de una clientela en Cuenca y abandona a su mujer e hijo, alojados en una casa de la calle Bolívar, cuya casera, según describe Eduardo Arízaga, “era una beata agria y desagradable”. Dolores abre las puertas de la casa para convertirla en un “centro de aprendizaje literario”. Van por supuesto, escritores y poetas, pero también, otra vez cito a nuestro autor: “atrajo la atención de un ejército de beatas y curas, perversos algunos, mediocres otros y lascivos los de más allá. Pertrechados de las mortíferas y venenosas armas de la calumnia, la maledicencia y las insinuaciones maliciosas iniciaron una efectiva labor de zapadores consistente en minar la honra de la «quiteña y sabionda». Cuenta también el episodio de un cura al que rechazó Dolores, cuando pretendió propasarse con ella.
Eduardo indignado relata la arremetida contra Dolores: “Las beatas viejas y feas hicieron causa común con los expatriados de las veladas y con los cuervos disfrazados detrás de las sotanas y en repulsiva unción extremaron su habilidad en el arte del desprestigio social. Inventaron mil historias sobre excesos que se llevaban a cabo en los salones de la refinada y culta mujer, calumnias que se agigantaban además por las constantes ausencias de Galindo que con diversos pretextos ponía mucha distancia con su esposa, dejándola sola e inerme frente a un tropel de enemigos, encabezados por la hierática figura del fraile Vicente Solano, virulento hombre dotado por la naturaleza de una vitriólica pluma que pulverizaba honras ajenas para gozo de las mentes enfermas de una ciudad pequeña y sin entretenimientos y a quién el cura rechazado cobardemente había pedido auxilio para que dirija el acoso a Dolores”.
El desenlace es conocido, Dolores Veintimilla de Galindo se suicida. Sus dos últimos escritos son “Necrología”, contra la pena muerte, por el que es acusada por Solano de librepensadora, y otro titulado “Al público”, en defensa de su honor, que nadie se atreve a imprimir. Cuando se mata “Una amenazadora turba, describe Arízaga, guiada por las beatas y los frailes seguidores de Solano, azuzan a la chusma para que se impida el traslado de sus restos con un mínimo de decoro y que se evite su entierro en un cementerio sagrado.” Su cadáver fue arrojado a la quebrada de Huaico.
El epílogo de la tragedia, según cuenta Arízaga, es la reaparición tardía del Dr. Galíndo quien emprende en la defensa del honor de su mujer muerta. El Tribunal Eclesiástico acepta reabrir el caso y obtiene la colaboración del jurisconsulto José Rafael Arízaga, experto en derecho civil y canónico, tatarabuelo del autor, quien prueba que cuando la víctima sufre un estado de profunda depresión puede transitoriamente perder la razón y cometer suicidio, sin convertirse en pecadora; los médicos legistas confirman que no estaba en cinta cuando murió, y es nombrado fiscal el canónigo Vicente Cuesta, tío tatarabuelo del autor y confesor de Dolores, quien confirma la vida decente de la mujer.
De allí en adelante, uno a uno van apareciendo en el viaje los sitios arqueológicos de nuestras culturas primigenias. Al dejar Chobshi, cerca de Sisig, dice “me invadió una honda depresión. El pasado prehistórico está pulverizado. Muchas piezas están en el extranjero para su estudio y la repatriación cada día que pasa es más quimérica”.
Explora otros lugares en donde se asentaron las culturas primarias de nuestro país. Va a Cubilán, cerca de Oña, camino a Loja, en donde se halla un asiento paleoindio de hace 10.500 años, que es el más antiguo asentamiento encontrado en nuestro país. Sigue el trayecto de Paul Rivet. Describe Paltacalo, al sur del Ecuador; ingresa a la Costa hasta Las Vegas, sitio arqueológico ubicado en la Península de Santa Elena, en donde concluye su recorrido y estudio del período paleoindio.
Vienen después los capítulos dedicados al Período Formativo. “La persistente visita a la península de Santa Elena y sus alrededores, y luego a playas manabitas y esmeraldeñas fue el vehículo para adentrarnos en las distintas manifestaciones culturales de estos pueblos. Así emergieron —al inicio lentas y luego a raudales— mil historias de su rico ancestro arqueológico, gastronómico, artístico, poético…”
A continuación, el texto abandona la arqueología y se adentra en lo que él llama “El Guayaquil de Julio Jaramillo”, en donde “Las largas noches –—abrasadoras, sensuales, cercanas a la lascivia— incitan, invitan a la bohemia. Acariciado por la pegajosa y cálida brisa es imperativo adentrarse en la ciudad profunda. Los aromas de distinto origen impregnan el ambiente y dejan su huella imborrable en la piel de los paseantes. La tierra húmeda parece levantarse y engullir al audaz que se aventura por la ciudad antigua. De las sombras surgen melodías dulces y quejumbrosas que combinan historias de amores idealizados que hablan de almas iluminadas, con otras de traiciones y bajos instintos donde se vende el cuerpo y se ofende al amor. La guitarra luce sus requintos y su caja de resonancia agiganta el rasgar cristalino de las cuerdas”.
Las páginas dedicadas a Julio Jaramillo son placenteras, pero no quiero caer en la tentación de alargar las citas sobre el ruiseñor de América, su bohemia, romances y temprana muerte. Más bien, de la mano de Eduardo Arízaga, le seguiré “A buscar otro fantasma que camino al cementerio me espera impaciente”, según dice. Se trata de Medardo Ángel Silva, poeta que me puso en mi adolescencia —junto al guayaquileño Ernesto Noboa y Caamaño y al quiteño Arturito Borja— a las puertas mismas de la muerte”.
Del joven Silva dice: “Pulsó las más íntimas y profundas cuerdas del sentimiento, arrancó a la vida versos de un dramatismo de excepción, sumergió al lector en la dulzura excelsa del amor y cuando su ciudad entera se aprestaba a colocarlo en el altar del Romanticismo, para así cerrar con broche de oro la tardía incursión de poetas ecuatorianos por ese dulce derrotero, estrelló de bruces contra la conciencia pública su “Aniversario”, partida de nacimiento definitiva del Modernismo en Guayaquil”.
Arízaga sigue a Medardo Ángel Silva en su temprana orfandad, en sus amores de niño y adolescente, en la creación de poemas que sedujeron a la bailarina Ana Pavlova, cuando visitó Guayaquil y se volvieron canción con Julio Jaramillo, hasta la noche fatal, cuando el poeta visita a Rosa Amada, su novia adolescente de 15 años y, en su presencia, se desarraja un tiro y muere a los 21 años.
Años más tarde, la misma Rosa Amada, la novia tocada por la tragedia, entabló amistad con Lauro Dávila, joven poeta orense, con quien se unió en matrimonio. Las vueltas de la vida no terminan ahí, el poeta Dávila es el autor de los versos de “Guayaquil de mis amores” a los que puso música Nicasio Safadi, melodía que desde entonces es la más representativa del alma guayaquileña.
Me alejo ahora de la obra “Con el corazón en la mano, Viajes por el Ecuador”, no sin antes decir que sus recorridos y observaciones que restan por contar quedan estampadas en páginas de notable calidad literaria, que ojalá algún día lleguen a un público amplio.
Eduardo Arízaga, en la presentación de mi novela “EL Bicho que se bajó del tren” en el parque de Puembo, nuestro parque, le invité a que dijera unas palabras. Él con la generosidad habitual pintó el marco histórico de mi obra. Después ocurrió algo interesante. Me contó que también había escrito una novela titulada “La Hermana del Notario”, que llegó a mi compu, vía “on line” o por “streaming”, como decimos ahora.
La acción novelesca transcurre en dos escenarios: El primero es la Alemania Nazi, en donde estremece el fanatismo, la crueldad, las relaciones humanas envueltas en la locura y destrucción presentados con admirable tensión narrativa. El segundo escenario es la provincia de El Oro, en Ecuador, Zaruma, donde una pareja modesta se enriquece calladamente con la explotación secreta de una veta oro, descubierta por azar. En la siguiente generación, la abundancia se convierte en desgracia. Quedan enfrentados los hijos, entre ellos, un notario y la Hermana del Notario que da el título a su obra. Los relatos de Alemania Nazi y Ecuador se juntan cuando un criminal nazi termina ocultándose en nuestra selva sur oriental y su hijo, convertido en prominente militar ecuatoriano, une las dos peripecias. Me conmovió la vitalidad narrativa, la autenticidad de los personajes y el conocimiento de lugares y episodios históricos. Sin embargo, sería injusto que pretenda transmitir el valor de esta novela con un apurado resumen de la trama. Aquí debo recordar lo que dijera José Ortega y Gasset, en su ensayo “Ideas sobre la novela”, hace un siglo, en 1925, y que sigue siendo válido, “la esencia de la novela no radica en la trama, sino en la manera en que se narra”.
Cada persona vive momentos, especialmente en su juventud, que despiertan una vocación y, a veces, llegan a marcar el destino. Eduardo Arízaga, cuenta en su ensayo “El proceso de encefalización de los homínidos”, cómo ocurrió su despertar al estudio antropológico:
Un nuevo rector llegaba al colegio salesiano en que yo estudiaba en la ciudad de Quito, dice, y traía desde Alemania múltiples novedades en Literatura, Filosofía y Antropología. Este último era aún un campo inexplorado a mis 15 años de edad. De su valija llena de libros salieron obras medulares para la época —los libros del filósofo alemán Martín Heidegger o el Hombre Unidimensional de Herbert Marcuse de la Escuela de Frankfurt—, y entre ellas unos ejemplares en que un sacerdote Jesuita llamado Teilhard de Chardin expresaba lo que sus estudios de la evolución le habían enseñado: “l´homme a apparu sans bruit” es decir, el hombre había aparecido sobre esta tierra sin hacer ruido, sin las fanfarrias, trompetas y fiestas que debían acompañar a la creación de los humanos por parte de los dioses. Había surgido, según el rebelde jesuita, lentamente de las profundidades de un mundo muy lejano, a través de un moroso proceso evolutivo.
Conocer a Teilhard en mi adolescencia fue una experiencia que cambió mi vida, sigue diciendo. Creó en mí una pasión por la Antropología para el resto de mi existencia y me abrió el camino del ateísmo, que por cierto no fue muy largo ni muy tortuoso. Había iniciado a temprana edad las lecturas de poetas muy sufridos que enrostraban a dios sus duras experiencias vitales. César Vallejo exclamaba “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios” o aquel desgarrador grito de espergesia: “Yo nací un día que dios estuvo enfermo, grave”.
Se entregó desde entonces a explorar el pasado remoto del universo, estudiar cómo brotó la vida en el planeta, qué ocurrió en la evolución de las especies. Destaca que Teilhard de Chardin abrió las puertas de Occidente para incentivar el estudio de los procesos evolutivos de los homínidos, incentivando a los paleoantropólogos para que sigan los duros caminos abiertos por Darwin a mediados del siglo XIX y por Haeckel pocas décadas más tarde. “Hay que buscar los antepasados de los humanos —advierte— en los sitios donde actualmente vivan los grandes antropoides, únicos parientes que tenemos en la actualidad: bonobos, chimpancés y gorilas. Es decir, en el África”. Relata también el ocaso de su inspirador, que “trató de hermanar su profunda fe religiosa con las evidencias que la geología, la paleontología y luego la incipiente paleoantropología ofrecían ante sus ojos: que el proceso evolutivo era imposible negar”.
Teilhard fue criticado por la autoridad eclesiástica, nos cuenta. El Papa Juan XXIII, a pesar de ser muy liberal con sus ideas, ordenó que se retiren sus libros de los institutos de educación religiosa. Eduardo sostiene que las obras de Theilard de Chardin fueron puestos en el Índice de Libros Prohibidos, pero aquí me atrevo a disentir, dado que esa inclusión no llegó a darse.
Otra obra suya estaba y está por publicarse: “Los humanos, una historia de luces y sombras, el homo sapiens del presente”. Comienza en tono épico —me atrevería a decir— describiendo el cerebro humano así: “Nuestro cerebro constituye la estructura más elaborada del Universo, al disponer de 100.000 mil millones de células nerviosas o neuronas que establecen cada una de ellas conexiones con varios miles de neuronas, algunas cercanas y otras más lejanas y a su vez ellas reciben otras tantas conexiones, estableciéndose así una red de miles de trillones de sinapsis o uniones neuronales.”
Página tras página continúa maravillándonos con las funciones del cerebro, gracias a los grandes descubrimientos de la Neurociencia. Dice que el cerebro es “el mimado del proceso evolutivo”. Describe cómo funciona esa estructura tan compleja para formar la memoria y los sentimientos. Señala su fragilidad: “Con 10 a 20 minutos de ausencia de sangre se produce la destrucción de todas las neuronas y sobreviene la muerte cerebral”, advierte. Luego explica por qué “cada ser humano es una singularidad, un ente único que se diferencia de sus congéneres”. El cerebro, cada cerebro, define al individuo. Estudia cómo se da la capacidad de razonar, la creatividad y vuelve otra vez a los principios y desarrollo de la vida y la evolución hasta culminar en la formación del cerebro humano. Describe los procesos de racionalidad, irracionalidad, humor y en el capítulo dedicado a la inteligencia toma como referente a Jorge Luis Borges, su pensamiento y obra.
No quisiera terminar de dar algunos referentes sobre esta obra sin mencionar su reflexión sobre el lenguaje, que tanto nos concierne en la Academia de la Lengua. “El lenguaje —dice— evoluciona y se perfecciona a lo largo de toda la vida, a través del aprendizaje y la memoria. La lectura se convierte así, a través de la literatura, en la gran constructora del cerebro. El ser humano se apodera, gracias a la magia del lenguaje, de una herramienta inédita en la naturaleza que le ha permitido, con una imaginación cada vez más elaborada, crear mundos simbólicos que le han colocado en la cúspide del proceso evolutivo”.
En su vasta obra científica y didáctica van de la mano la ciencia y el arte. Recuerdo una conferencia suya que probablemente quedó grabada en video, en la que aborda el tema del dolor y los paliativos existentes. En esa ocasión no se quedó en los tratamientos funcionales y curativos del dolor, dichos en forma abstracta, sino que les dio vida tomando como referente a Frida Kahlo, su accidente y severos padecimientos, también la turbulenta relación con Diego Rivera, su obra como pintora y política. Era una conferencia para médicos y mientras le escuchaba, entendía milagrosamente el tema. Un elemento importante en la contribución de Eduardo Arízaga a la sociedad es la de comunicador científico, difusor de la ciencia.
Aún quedaría mucho por decir de Eduardo Arízaga Cuesta, que fue médico neurólogo, escritor, antropólogo, historiador de la ciencia y de la cultura, comunicador, maestro universitario y a ratos conferencista en los colegios. Queda para sus sucesores —familia, colegas, discípulos— publicar buena parte de la obra que está inédita. Para quienes lo conocimos en alguna de sus facetas, sea como vecino, amigo, catedrático, investigador, tantas cosas que fue, nos quedara para siempre, en la mente y en el corazón, la imagen de un hombre bueno y sabio, que nunca fue tocado por la vanidad.
Muchas gracias.
Benjamín Ortiz Brennan
Quito, 13 de marzo de 2025.