“Como si fueran sombras de sombras que se alejan las palabras,/ humaredas errantes exhaladas por la boca del viento,/ así se me dispersan, se me pierden de vista contra las puertas del silencio”.
Fue nuestro profesor de álgebra. Apenas se refería a esa materia en sus clases en las que hablaba del imperio persa y de Al Juarismi, el padre del álgebra, su cabellera y sus barbas largas y rizadas. Le dábamos poca o ninguna atención, imberbes bárbaros como fuimos. Un día Horacio —así se llamaba— llegó y habló en francés. No sabría decir cómo supimos que se trataba de ese idioma.
Después de su perorata, volvimos a nuestros ajetreos: travesear, bromear, jugar, “matar el tiempo”, según presumíamos, sin intuir ni de lejos que el tiempo éramos nosotros mismos. Luego de varias semanas, Horacio —calvo, lampiño, negligente— cambió su voz pastosa, la afinó como a un instrumento y empezó a recitar versos que tardamos en saber que pertenecían a Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, Valéry, Lautréamont…
El maestro que me enseñó a leer
Electrizados por la musicalidad del francés con raptos roncos de tabaquista irredento, nos acercamos a Horacio como una bandada de pájaros sedientos. Bohemio, solitario, ateo, sacrílego, desbocado, amoral, ególatra; se mofaba del mundo, de la vida y de la muerte; le importaba una migaja el mundo. Se asía a un sueño: recibir su jubilación e ir a morir en algún sitio —“el más barato”, decía— de Montmartre, donde transcurrió la vida de los poetas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, artistas, alcohólatras… “Me importan los poetas, decía, los pintores no, solo son copistas de lo que ven, o pintan garabatos”.
Durante las vacaciones, fui a visitarle varias veces en su casa en las afueras de la ciudad. Horacio leía y escribía en otros idiomas y sabía de memoria párrafos de Shakespeare, Byron, Wilde, Goethe, Schiller, Heine… ¡Con qué unción leía los versos de Baudelaire: “Cuando mis ojos, hacia ese gato que amo/ atraídos como por un imán,/ se vuelven dócilmente/ y miro entonces en mí mismo,/ veo con sorpresa/ el fuego de sus pupilas pálidas,/ claros fanales, vivientes ópalos,/ que me contemplan fijamente”. En mi memoria el rictus de mi amigo Pablo al contarme hace poco que su viejo amigo gato había muerto.
En una de nuestras reuniones, Horacio me obsequió un fajo de hojas amarillas escritas a mano que, según dijo, eran notas que había escrito a lo largo de los años: “Le doy mi tesoro, Bitácora de un hombre inservible”. Me pareció un acertijo el título y le pregunté por qué ese nombre. Me contestó con una sonora carcajada.
Ese aciago viernes me quema de vez en cuando. No había podido visitarlo durante semanas. Cuando llegué a su casa, quedé sorprendido al comprobar que no había nadie. Fue su perro azabachado que nunca ladraba, famélico y medio ciego, el que me dio el aviso, moviendo lerdamente su cola. La ausencia de Horacio fue confirmada luego por el testimonio de sus vecinos. Había salido con una pesada valija en su mano, después de regalar los pocos enseres que tenía. ¡Viejo maestro sabio y cascarrabias que me enseñaste a leer!
“Aquí están tus recuerdos:/ este leve polvo de las flores rotas/ cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;/ y los olvidados seres que un tiempo fueron y ya no son más”.
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.