Mis amistades saben que, cuando conduzco, soy adepta a las prédicas religiosas. No cultivo alguna devoción o fortalezco la fe. Mi ejercicio consiste en apreciar el uso del idioma en esas apasionadas reverberaciones de pastores que, en la mayoría de los casos, arman discursos sobre citas bíblicas. Ya esta es una observación de estructura, que no de fondo. Es inevitable que me ponga a responderle mentalmente al emisor por aquello de que las formas siempre arrastran consigo ideas (la semana pasada, un sacerdote católico culpó de equivocados a todos sus colegas que autorizaban a los feligreses a comulgar sin previa confesión y cerró: “Los pecados mortales solo se limpian en el confesionario”; y yo volé a los evangelios; fin del ejemplo).
Decía que reviso la elección de las palabras, la sintaxis —sea de la oralidad o de la escritura (que eso se nota en la escucha)—, el encadenamiento de las ideas, el regusto tan de los predicadores de hacer preguntas que ellos mismos contestan. Hay todo un muestreo individual y social en esos textos. Cuando el expositor quiere parecer joven o se dirige a audiencia juvenil, salpica su llamado de jerga y hasta llama man a la persona de la que está hablando.
Muchas veces, al calor de estas escuchas, recuerdo mis viejas clases de lengua española, algunas de cuyas ideas mantengo. Yo introducía en mis explicaciones la noción de “profesionales de la lengua” para identificar a todas las prácticas laborales que dependían en gran medida de los usos idiomáticos. Dejaba afuera, naturalmente, a los ingenieros y arquitectos, y hacía una lista de quienes utilizaban la lengua como herramientas de trabajo. A la cabeza, los periodistas, maestros y abogados, claro está. Ahora veo que no se debe hacer esa lista, porque el ingeniero puede llegar a ser ministro y el arquitecto presidente de la República, y ligarse así, al discurso frecuente, que no podría justificarse en su especialidad para desbarrar y atentar con el idioma nativo.
Creo que hemos ido cerrando los oídos al atentado lingüístico, a costa del imperio del error y los ojos al horror de la escritura en las redes sociales. Ni siquiera debo mencionar el caso de muchos asambleístas porque allí ya no hay cómo extraer savia de esos árboles caídos. ¿Seré yo representante de la última generación que tuvo una buena profesora de secundaria y un exigentísimo profesor de Gramática en la universidad? Con esto, me paso por alto a mí misma, que enseñé lengua española a futuros abogados (aunque brillantes excepciones de asimilación y aprendizaje, me timbran en la memoria) durante 23 años. Porque he sido testigo del paulatino declinar de la dedicación a esta habilidad —no, a esta exigencia— de parte de profesionales y personajes públicos.
En este ámbito, también me surge la pregunta: ¿por qué la prensa y los libros ecuatorianos no lucen impecables a la hora de juzgar su escritura?, ¿es problema de los escritores o de los editores (si los hubiera)? ¿Por qué todavía corrijo los gerundios de determinado autor y el uso del verbo iniciar en muchos periodistas? Así están las cosas. Mientras tanto, nuestro precioso idioma crece, cambia o se ilumina con discusiones en su torno (¿lenguaje inclusivo?) y tiene que defenderse de la invasión de los barbarismos. No importa. Siempre habrá fanáticos, como yo.
Este artículo se publicó en el diario El Universo.