«Hitchcock y sus enigmas», por don Marco Antonio Rodríguez

Era incapaz de filmar historias simples, aquellas que ocurren a diario en cualquier lugar del mundo. Su compleja urdimbre humana le forzaba a recrear peripecias que sondean los intersticios del ser y esos meandros oscuros por donde deambula nuestra mente...

Hitchcock y sus enigmas

Primera parte

Era incapaz de filmar historias simples, aquellas que ocurren a diario en cualquier lugar del mundo. Su compleja urdimbre humana le forzaba a recrear peripecias que sondean los intersticios del ser y esos meandros oscuros por donde deambula nuestra mente. Obeso, doble mentón —lo levantaba siempre para disimularlo—; sibarita —llevaba a su cocinero adonde iba—; misógino, despreciativo y sarcástico, en nuestro tiempo, sus conceptos sobre ciertos asuntos serían devastados, Alfred Hitchcock (Reino Unido, 1899-Estados Unidos, 1980), genio insuperado del suspenso, ese género del cine que eriza nuestros laberintos interiores y alienta el miedo.

Cinismo y soberbia, otros componentes de la personalidad del cineasta. ¿Es cierto que su repulsión por las mujeres rubias devino del platónico amor que sintió por Marilyn Monroe, como afirma una antigua reseña de la revista Ecran? Al mirarse en el espejo, de ser verificable esta aserción, “pequeño en comparación con los colosos de Hollywood con quienes evitó ser fotografiado”, regordete, calvo, manos de niño, pequeñas y abultadas…sintiéndose incapaz de declarar su callado amor, odió a las mujeres y a Marilyn, acaso con sevicia. “No me interesa la Monroe —dijo—, lleva la palabra sexo colgada del cuello como si fuera un camafeo” (Francois Truffaut).

Hitchcock, “niño malo”

¿O fue por el trauma grabado por un comisario cuando su padre lo mandó con una carta —frisaba los cinco años— y, al leerla, lo encerró en una celda porque así se debía proceder con los “niños malos”? ¿La ausencia de su madre que nunca apareció cuando estuvo encerrado a pesar de sus imploraciones? ¿O por la puritana y rígida formación recibida en su hogar y en las instituciones religiosas donde estudió? Lo cierto es que su desprecio hacia las actrices careció de límites. De quienes trabajaron con él, ninguna escapó de sus tratos ásperos o sus cáusticas opiniones.

Tippi Hedren (Estados Unidos, 1930) actuó en Los pájaros, 1963, y fue absorbida por el cineasta hasta convertirla en una blanda arcilla a la cual manipulaba a su arbitrio; la actriz estalló, y con sus últimos arrestos, abandonó el plató gritándole: “Puto, cerdo, gordo”. Impasible, “reprimido y ambiguo”, ¿ocultando tendencias que nunca sacó a la luz?, siguió sometiéndolas a presiones inacabables y execrándolas. “Muñecas rusas (de madera). Bolsos abrochados. Fachadas de pinturas…”, fueron expresiones que aplicaba a las mujeres. Misoginia. Terror a la mujer como símbolo del mal que tanto lo amedrentó, así como a la locura y a la muerte.

Se ha escrito en abundancia sobre su arte magistral, también sobre su vida —insípida, lineal, velada, salvo los fuegos fatuos del cine de su entorno—, sin embargo, pululan opacidades sobre su itinerario personal.

Psicosis, 1960, la “escisión del yo”. Juego macabro del ser muerto redivivo y muerto otra vez, para volver a ser, círculo siniestro que embosca y cautiva al espectador. Las imágenes estremecedoras —desvarío, pavor, angustia, muerte— hostigando y flagelando la mente de un joven cuya vida ha sido una sucesión de episodios trágicos.

Una secretaria roba cuarenta mil dólares para facilitar su matrimonio. Huye con el dinero. Cae la noche tormentosa; forzada por las circunstancias, se aloja en el motel Bates. Norman Bates, su turbado dueño, la atiende con esmero y le cuenta que vive con su anciana madre que sufre de celotipia —su imagen recurrente asoma por la ventana de la derruida casa que ocupan, contigua al hotel—. Lo preludiado por Norman ocurre: la madre, en un estallido de celos, mata a la secretaria. Luego de sucesos tensionantes, se descubre que la madre solo es un escombro humano momificado.

Exaltación del negro y el blanco, los colores primarios del arte visual. Hitchcock trabajó con un escaso presupuesto, pero logró una de las muestras más completas del suspenso. ¿Ofrenda a Edipo Rey, a su propia madre…? ¿Oda al incesto consumado con el progenitor del otro sexo, pero también parricidio (exterminio del padre)? Alarde fetichista. Internalización en la mente esquizofrénica. Apoteosis del duelo. Precuelas, secuelas, remakes, series… por decenas, suscitó el filme de Hitchcock. Nadie ni nada ha podido igualarla.

“Hombre normal que por un momento/ cruzas tu vida con la del esperpento/ has de saber que no fue por matar al pelíca­no/ sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros/ y que a nada sino al azar y ninguna volun­tad sagrada/ de demonio o de dios debo mi ruina” (Leopoldo María Panero).

Segunda parte

El cine de Hitchcock fascinó a críticos y públicos. Dominó todas las técnicas para crispar al espectador en una escala memorable de turbaciones físicas y psicológicas. Vértigo (1958) es su película más aclamada. Eugenio Trías, notable filósofo hispano, no solo le dedicó su libro Vértigo y pasión, 1979, sino que la convirtió en un ritornelo que sobrevuela por la tríada de su filosofía: “lo bello, lo siniestro y lo sublime”. El pensador presumía que vio Vértigo más de cien veces.

Vértigo fue excluida de carteleras durante treinta años, puesto que su estreno fue demolido por la crítica. Desde 1983 pasó a convertirse en la “más genial muestra de cine de suspenso de todos los tiempos” (John Russell Taylor). La trama: un investigador policial se retira consciente de que sufre acrofobia (terror a las alturas). Pero su descanso es interrumpido por el pedido de un excompañero universitario que le pide seguir a su cónyuge, posesa de una mujer muerta hace años. Cumpliendo su misión se alucina por la mujer, pero ella está estigmatizada por misterios insondables.

Vértigo sigue suscitando ensayos y críticas en diversos idiomas. Lo cierto es que en películas como esta no hay otra opción que someterse a su sortilegio. Es un canto de sirenas que se filtra por nuestros ojos para apoderarse de nuestro subconsciente. Cine clásico (transgresor de tiempo y espacio). Prodigio de las formas que fundan la realidad y donde depravaciones y supersticiones se juntan y la necrofilia se alía con el imaginario romántico consumando una obra poética de sutiles y múltiples urdimbres.

Vértigo encabeza la vasta filmografía del género policial —tan caro para Borges—. Se aleja mediante refinadas argucias del “género negro” (rastreo en el subsuelo de una sociedad donde imperaba la depresión económica y secuelas de la posguerra). La película de Hitchcock es fiel a los cánones de su género, pero en varios episodios los renueva o rehúsa. La revelación de la trama ocurre cuando faltan aún “eternidades” —como las llama Trías—. Y cae de manera atroz y despiadada, como para ultimar al espectador.

La formación del cine mudo de Hitchcock contribuyó a su espléndida filmografía sonora. Cine de suspenso de hondas resonancias humanas el suyo. Situaba las escenas más decisivas en espacios abiertos y luminosos. (No existen horarios específicos para los desastres que sufren los seres humanos, tampoco lugares fijos). Otra de sus obsesiones fue la de despojar a sus personajes de todo lo que pudiera ser o parecer estereotipo: ni el antihéroe es descubierto desde el principio ni el protagonista tiene que ser un héroe invulnerable.

En una visión fresca, Beatriz Hortal (Alfred Hitchcock, cineasta y arquitecto), emparienta el cine de Hitchcock con el arte de Edward Hopper. Zozobra y obstinación por las ventanas de los dos artistas. ¿Voyerismo, fisgoneo, anhelo de ver a los otros detrás de sus ventanas? Los dos aguzan su mirada para cruzar el cristal y averiguar qué se oculta tras la fachada del fabuloso aunque ilusorio mundo americano. Soledades, desamparos, vacíos… Y, quizás algo más, desde esas ventanas, dejan la interrogante de adónde va la vida cuando se detiene.

Los pájaros, 1963, completa la trinidad más comentada de Hitchcock. “El tema de Los pájaros —declaró el cineasta— es el exceso de autosatisfacción que se observa en el mundo; la gente devora todo y no tiene límites, y es inconsciente de las catástrofes que nos amenazan.” ¿Testimonio y denuncia de lo que ocurre en nuestro mundo? Matizado por breves destellos de ironía, este filme asombra y sobrecoge. Maestro del cine psicológico, Hitchcock revuelve la mente del espectador con una invasión de pájaros que provocan el pánico de una comarca, agrediendo todo lo que hallan en su vuelo ciego y exterminador.

Francois Truffaut, al referirse a Los pájaros, lo hace evocando aquello tan antiguo y nuevo del Leviatán de Thomas Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”, aludiendo el estado natural de los seres humanos que los conmina a su sempiterna lucha contra los demás, en el filme de Hitchcock, simbolizada por las aves.

Hitchcock apareció 40 ocasiones en sus películas. Orondo y circunspecto asoma en las escenas culminantes de sus películas o en sus inicios para no distraer a sus cinéfilos. Como costumbre recurrente en la mayoría de sus cameos (apariciones súbitas), llevaba instrumentos musicales. En Extraños en un tren (1951) lucha por subir un contrabajo a una locomotora, pero el instrumento es más grande que él y fracasa en su intento.

Se me ocurre que estará en algún lugar de los cielos y los infiernos, cenando sus habituales filetes, sus tres porciones de helado y brindando su medio litro de whisky escocés por sus innumerables detractores que odiaron y condenaron sus películas y a quienes nunca les dio importancia.

Este artículo se publicó en dos partes en el diario El Comercio.
Parte I | Parte II.

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