«La vorágine y El corazón de las tinieblas: dos incursiones en lo salvaje», por don Vladimiro Rivas Iturralde

Con frecuencia las palabras finales de una narración resumen de manera rotunda su contenido y obligan a los lectores a echar una mirada retrospectiva sobre la historia contada. Tales son los casos de esas dos obras maestras, de la literatura hispanoamericana, la una; de las letras inglesas, la otra: «La vorágine»...

A José Hernández Prado, con gratitud y amistad

Con frecuencia las palabras finales de una narración resumen de manera rotunda su contenido y obligan a los lectores a echar una mirada retrospectiva sobre la historia contada. Tales son los casos de esas dos obras maestras, de la literatura hispanoamericana, la una; de las letras inglesas, la otra: La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio Rivera (1888‑1928) y El corazón de las tinieblas (Heart of Darkness, 1899) del polaco-británico Joseph Conrad (1857‑1924), dos escritores prácticamente contemporáneos. La vorágine se cierra con estas palabras, elocuentes como una lápida: “¡Los devoró la selva!”. El corazón de las tinieblas, aunque literalmente se clausura con esta dantesca sentencia: “Parecía conducir directamente al corazón de las inmensas tinieblas”, deja resonar en la memoria del lector una exclamación anteriormente repetida y no menos intimidante: “¡El horror! ¡El horror!”, últimas palabras de Kurtz, personaje central de la novela. Explorar sus semejanzas y diferencias en tanto que indagaciones en el mundo del mal es el fin de este ensayo.

Aunque el asunto de ambas novelas es, en fin de cuentas, su escenario, la jungla, me he rehusado a intitular mi ensayo “dos incursiones en la selva”, y he optado por “dos incursiones en lo salvaje”, porque no se trata solamente de dos inmersiones en un espacio toponímico determinado, sino en un espacio moral, más abstracto y totalizador, que compromete a la idea moderna del progreso y a las zonas más oscuras del corazón humano. La selva es un lugar geográfico, lo salvaje es un concepto. Lo salvaje consiste en la destrucción o profundo deterioro de la vida civilizada. En estas dos novelas, el hombre y la selva se encuentran para revelarse con toda la crueldad de que son capaces. Lo salvaje es una presencia evidente en la selva, con todo su misterio, su violencia, su crasa inhumanidad, pero es también, sobre todo, una proyección de los impulsos inconscientes más agresivos e inconfesablemente perversos del ser humano, una imagen de los valores y los impulsos inconscientes que lo rigen y, por ello, el encuentro, el contacto entre el hombre y la naturaleza, a pesar de sus abismales diferencias, resulta en ambas novelas curiosamente simbiótico.

Ambas novelas sumergen al lector en un mundo geográfico, toponímico, específico: el de la selva, cuyo recorrido adquiere proporciones épicas.

En La vorágine, el protagonista, Arturo Cova, recorre los llanos orientales de Colombia hasta sumergirse y extraviarse en las selvas de la Amazonía y dar con las recónditas zonas de extracción del caucho, donde la explotación del trabajo asume las dimensiones de una injusticia y crueldad inhumanas. El abuso, el tráfico de personas y la esclavitud tienen ahí patente de corso. El Estado no tiene ninguna presencia en esa zona de nadie. Los límites entre los países son difusos. Da lo mismo estar en territorio colombiano, venezolano o brasileño. La selva es la misma, la explotación y el sufrimiento son los mismos. Así, el tema de la novela aparece formulado por El Pipa, un personaje secundario: “Buscaremos a los caucheros por dondequiera, hasta el fin del mundo”[1] Resulta apasionante seguir el curso de Cova en la selva: la narración nos sumerge en la tentación de construir mapas, en la ansiedad de situarnos en el espacio, de reconstruir el mapa de las montañas dejadas atrás, de los llanos recorridos, de la red fluvial de afluentes que convergen y divergen, culebreando incesantemente en esa verde geografía.

Cova es un intelectual bogotano que huye de los prejuicios citadinos para vivir la aventura amorosa con Alicia, su prometida, a quien prácticamente ha secuestrado. Pero no bien comienza su fuga por los llanos orientales de Colombia, cuando ya hay signos de fatiga y deterioro de la relación amorosa. La ruptura y separación en plena selva será inevitable y, en consecuencia, la infructuosa búsqueda de Alicia.

La geografía pasa de la llanera a la fluvial. La primera parte se desarrolla íntegramente en los grandes llanos orientales de Colombia, al sureste de Bogotá. Las descripciones interrogan al lector, lo cautivan y seducen: lo desafían y obligan a consultar los mapas con el fin de situarse en alguna parte. Estamos al margen de la civilización, en un mundo sin orden y sin leyes, casi en otro planeta. Con certeza, a orillas de la Amazonía, donde la indeterminación geográfica será mayor, y la liberación de la crueldad humana, incondicional. De la pregunta que el lector se formula: ¿dónde estoy ahora? se desprende buena parte del interés de esta odisea, porque siempre pesa sobre la narración una incertidumbre geográfica. Al menos dos veces, Arturo Cova exclama, desesperado: “¡Estamos perdidos!” En la selva, los ríos son los caminos, las carreteras, que van desde quién sabe dónde hasta quién sabe dónde. Pocos expertos navegantes fluviales tienen alguna idea de cómo trasladarse y guiar al viajero de un lugar a otro. Este sentirse extraviado en una geografía desconocida e indómita parece la forma más palpable del mal en la novela: hemos ingresado, como lectores, a un mundo bárbaro, sin orden y sin ley, a un mundo cuyo orden secreto desconocemos. Pero serán precisamente los hombres —los caucheros, presuntamente civilizados— quienes se encargarán de infligir a la naturaleza heridas acaso incurables. El civilizado (el orden) se transformará en el caos.

La extensa parte primera se desarrolla íntegramente en los llanos, casi tan bárbaros como la selva. Es una suerte de preludio de la novela. Allí surgen los primeros contactos con los guías de la selva, los presidiarios evadidos convertidos en empresarios caucheros y las bravas hembras que dan compañía y placer a esos indómitos piratas de la llanura, que también lo serán de la jungla. Allí se acuñan monedas ilegales, se conducen y encierran manadas de toros, se los lacea, monta y torea. Se asiste a las peleas de gallos, se juega a los dados, se bebe hasta la borrachera|. Pero, sobre todo, se organizan toradas: toros armados de cuernos y peso tremendos, embisten y destripan a ágiles pero vulnerables caballos. La escena de Millán, corneado y descabezado por un toro es de una violencia naturalista apenas soportable. Hay cierta complacencia intelectual en la descripción de la barbarie, como si a través de las palabras se pretendiera, no solo describirla, sino comprenderla y dominarla, en una palabra, exorcisarla. El lenguaje contra lo salvaje, la civilización contra la barbarie, el orden contra el caos. Todo está descrito con una extraordinaria plasticidad estilística y una gran vitalidad narrativa. Rivera fue uno de los grandes poetas colombianos de su tiempo. En 1921 había reunido sus hermosos sonetos parnasianos en su libro Tierra de promisión, en el que celebra la naturaleza colombiana y, sobre todo, sus árboles y sus ríos. La calidad plástica de sus sonetos permanece y se magnifica en las descripciones de La vorágine, novela que es, en fin de cuentas, la obra de un poeta. De hecho, la segunda de las tres partes de la novela comienza con un prólogo que es un poema en prosa: una hermosa invocación lírica, apasionada, a la selva. Rivera amaba la selva.

La mirada subjetiva dominante (que acaba en simbiosis con el entorno) es la del narrador, Arturo Cova, quien escribe una memoria de todo lo que vive y ve. Es decir, se trata de una novela que se va construyendo a medida que el protagonista narra sus aventuras. De ahí que, al principio, el autor finja ser el funcionario José Eustasio Rivera, que se ha ocupado de revisar el texto del desaparecido Arturo Cova para entregarlo a un Ministerio. No se trata, insisto, de la simple narración en primera persona, sino de un texto que ese yo ha redactado a medida que han ocurrido los incidentes. De ahí que la sentencia del epílogo “¡Los tragó la selva!” ya no pertenece al manuscrito de Cova sino al Cónsul que envía el manuscrito, que, por cierto, su autor, al final, ha recomendado mucho cuidarlo.

El protagonista no concede la voz a otros narradores, ellos no piden permiso a nadie para contar: se convierten en tales por el lugar que ocupan en la narración: Barrera; doña Griselda; Heli Mesa, narrador del mito de la sacerdotisa Mapiripana; don Clemente Silva, de la conmovedora búsqueda de su hijo, Luciano; el viejo Balbino Jácome, de la historia del Visitador (estatal) y toda su farsa. La novela resulta dialógica: todos los personajes tienen algo que contar, tanto de sí mismos como de los demás. Sus subjetividades invaden la del narrador acudiendo hacia él y alejándose como caprichosos afluentes de una red fluvial. El punto de vista central se enriquece enormemente con las aportaciones narrativas de los demás. Tenía Rivera un excelente oído para percibir y reproducir el habla de los nativos de los llanos del sureste colombiano. De hecho, la novela adolece en la primera parte de un abuso de regionalismos y dialectalismos, que obligan al lector a consultar un diccionario particular al final del libro.

El conocimiento que Rivera tenía de su tema era personal y de primera mano. El gobierno colombiano lo había designado secretario abogado de la Comisión Limítrofe colombo-venezolana que en septiembre de 1922 partió hacia la selva con el fin de examinar los límites entre los dos países y fue ahí donde conoció las miserables condiciones de vida de los colonos y los trabajadores caucheros. En julio de 1923 envió desde Manaos un informe al Ministerio de Relaciones Exteriores acerca de estas condiciones de trabajo[2]. El otro informe será nada menos que una obra maestra de la literatura en español: La vorágine.

El afán profesoral de clasificar las obras literarias de un determinado periodo no dudó al principio en motejarla como “novela de denuncia”. Una denuncia es un panfleto y La vorágine está lejos de serlo. La riqueza de su estilo, oscilante entre la elegancia poética de raigambre modernista —uno de los procedimientos recurrentes del estilo de Rivera, además de la gran riqueza del léxico, es la abundancia enumerativa— y el vigor expresivo y descarnado del realismo, la alejan de la calidad panfletaria. El panfleto tiene una sola cara: la del lenguaje fiscal que denuncia el mal y lo castiga con la misma denuncia. Lo que hace Rivera es describir, a través de su narrador, Arturo Cova, su alter ego, con honestidad, gran cuidado formal, notable riqueza estilística, y sobre todo asombrosa vitalidad, la explotación salvaje del trabajo humano por los avaros empresarios del caucho, carentes de escrúpulos y de ley y autoridad que los controle. No falta el abuso sexual infantil que los amos del caucho ejercen sobre las niñas y adolescentes indígenas a quienes tempranamente convierten en madres. Heli Mesa es quien da testimonio de este horror. Pero se describe también la destrucción del ecosistema selvático: los árboles del caucho son mostrados en su indefensión y depredación. El libro proyecta amor y solidaridad por el gran bosque tropical. El narrador es un alma llena de empatía, que toma partido por las dos víctimas de la codicia empresarial: los seres humanos y la naturaleza. Escribe:

Nadie ha sabido cuál es la causa del misterio que nos trastorna cuando vagamos en la selva. Sin embargo, creo acertar en la explicación: cualquiera de estos árboles se amansaría, tornándose amistoso y hasta risueño, en un parque, en un camino, en una llanura, donde nadie lo sangrara ni lo persiguiera; mas aquí todos son perversos, o agresivos, o hipnotizantes. En estos silencios, bajo estas sombras, tienen su manera de combatirnos: algo nos asusta, algo nos crispa, algo nos oprime, y viene el mareo de las espesuras y queremos huir y nos extraviamos, y por esta razón miles de caucheros no volvieron a salir nunca[3].

Creo que el diagnóstico es parcial y erróneo. Rivera propone un trasplante o una domesticación de los árboles de la selva, cuando hay que respetarlos, dejarlos como son y donde están y no pretender sacar provecho económico de ellos destruyéndolos.

De modo que nada es idílico en esta visión del mundo, ni los hombres ni la naturaleza. Hay, entre los hombres, víctimas que podrían ser verdugos, verdugos que podrían ser víctimas; la naturaleza es inhumana, por tanto, hostil, y se comporta como un asesino indiferente. La selva arroja a los intrusos ejércitos de billones de hormigas hambrientas que devoran todo a su paso, tarántulas venenosas, enjambres de abejas, mosquitos y zancudos, pirañas y dorados, sanguijuelas voraces, que muestran cómo el crimen ecológico se paga caro. “Y mientras el cauchero”, escribe el narrador, “sangra los árboles, las sanguijuelas lo sangran a él. La selva se defiende de sus verdugos, y al fin el hombre resulta vencido”. Y dos líneas abajo, una conclusión moral de la novela: “Algo peor todavía: la selva trastorna al hombre, desarrollándole los instintos más inhumanos”[4], es decir, despertando en él lo salvaje, tesis que Conrad amplía en El corazón de las tinieblas, como ya explicaré en su momento. Todo fue así durante un tiempo, hasta que el desarrollo tecnológico pudo más que la selva, la cual ahora pide a gritos que la defiendan de la rapacidad humana.

Rivera es muy hábil en la invención de sus personajes, algunos de los cuales resultan inolvidables: Arturo Cova, el brioso narrador, poeta, hombre culto, enamoradizo, un ciudadano que choca con la violencia del entorno, y evoluciona desde su autoridad y señorío urbano, pasando por la fragilidad y vulnerabilidad, empatía y compasión, hasta la dureza y aun cierta crueldad con la que debe encarar los desafíos que la vida salvaje le propone, particularmente ante los perversos caucheros; la madona Zoraida Ayram, la robusta “Turca”, que navega por esos ríos rodeada de sirvientes, cargada de tesoros personales: telas, joyas, con una presencia imponente y sensual que la hace coleccionar amantes y comerciar con los caucheros, poseedora, sin embargo, según el narrador, de una “idiosincrasia menesterosa”[5], que se conlleva con ese curioso exotismo selvático que emana de su presencia ; don Clemente Silva, un guía entrañable, incesante y obstinado en la búsqueda de su muy joven hijo Luciano, cuyo suicidio es un signo de la fuerza irresistible de lo salvaje; los crueles jerarcas del caucho: el charlatán Barrera y el enigmático Cayeno, que encontrarán en el río una muerte atroz. Todos, pese a sus diferencias, están contaminados por lo salvaje, todos acaban comportándose demasiado cerca de sus instintos bárbaros más que de la ley, prácticamente inexistente. Los indígenas son apenas sombras amenazantes, ojos que espían desde los matorrales, pero también víctimas del abuso de los caucheros.

Sin embargo de la riqueza humana que atraviesa la novela, el personaje más vivo es la selva, con su densidad insondable; sus ríos laberínticos —entre los cuales el gran río Negro resulta, pese a todo, una referencia—; sus árboles heridos, pero que también castigan; sus ejércitos diminutos que vengan a la naturaleza hollada por los atentados humanos; su geografía inmensa y escurridiza; todo descrito con una plasticidad estilística y una vitalidad inéditas en la lengua española, características idóneas para describir el significado moral ambiguo de la selva: su doble rostro, el de la inocencia edénica y el de la indescifrable crueldad, en vínculo simbiótico con los impulsos colonialistas y los instintos destructivos del hombre. En esta época, marcada por la muy justa preocupación por el deterioro de nuestro entorno ecológico, La vorágine puede ser leída, ya no como una novela social de su tiempo, una típica novela regional americana, sino como un documento literario que se anticipa al futuro, que advierte un porvenir catastrófico para los bosques tropicales amazónicos, víctimas del mal en el hombre, que por igual tortura a sus semejantes y a la naturaleza.

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El origen del argumento de El corazón de las tinieblas está en el viaje de navegación que el mismo Joseph Conrad, marino británico, hizo en 1890 por el río Congo[6] y en las atrocidades cometidas por los europeos de que fue testigo. El posible encuentro entre los dos personajes de la novela, Marlow y Kurtz, se parece al del periodista y negrero Henry Morton Stanley, que se internó en la selva africana en busca del desaparecido Dr. Livingstone, a quien encontró en 1871 gravemente enfermo, historia cercana a la narración de Conrad. Pero un antecedente quizá más verosímil es la exploración del mismo Stanley en auxilio del médico, aventurero, naturalista y explorador alemán Emin Pasha (1886‑1889). El siglo XIX está plagado de exploraciones europeas en África, todas tristemente célebres, pero ninguna como las que financió el rey de Bélgica Leopoldo II, uno de los mayores canallas y genocidas de la historia. En la Conferencia de Berlín (1884‑1885), a la que no asistió ningún nativo, los países europeos decidieron que el Congo fuera propiedad privada del rey Leopoldo, quien, en aras del progreso y de su beneficio personal, utilizando los servicios del perverso Stanley, convirtió al Congo en un país de mancos y de diez millones de muertos. Sobre sus víctimas, el rey se convirtió en uno de los hombres más ricos del mundo. Muchos denunciaron el horror en informes puntuales, pero ninguno tan famoso como el Informe Casement, realizado por el cónsul irlandés Roger Casement que, a su vez, sirvió de tema a la estupenda novela El sueño del celta (2010) de Mario Vargas Llosa.

En El corazón de las tinieblas, Marlow, el marino y principal narrador de la historia, se adentra hasta las fuentes del río Congo para entrevistar y rescatar a Kurtz, un europeo comerciante de marfil, desaparecido en la selva. Poco a poco iremos descubriendo que Kurtz ha enloquecido hasta hacerse venerar, mediante el terror, por los nativos, como si fuera un dios. “Remontar aquel río era como volver a los inicios de la creación cuando la vegetación estalló sobre la faz de la tierra y los árboles se convirtieron en reyes”[7]. Marlow navega días enteros en el río para dar con su fuente, su corazón, donde reside ese ciudadano británico que se ha convertido en algo terrible, casi innombrable, un monstruo. Escucha, a lo largo de las estaciones del río a diversos narradores que dan testimonio de él y engrandecen y mitifican su figura. Están los empleados, los contadores, los publicistas (aquel charlatán de pantalones parchados como un Arlequín, quien afirma que su jefe “es un genio”), todos admiradores incondicionales de Kurtz. Ve, en los márgenes del río, cabezas decapitadas y empaladas, signos del poderío dictatorial y terrorífico que ejerce aquello en que se ha convertido el ciudadano Kurtz, ahora rey del marfil. Totalmente calvo, su conversación es elusiva y enigmática. Marlow se entera de casi todo lo relativo a Kurtz a través de testimonios de terceros. Kurtz está mortalmente enfermo, de modo que rescatarlo vivo es inútil.

Kurtz y sus obras constituyen el mejor ejemplo de lo que quiero decir con la expresión “lo salvaje”. La selva africana, con su carácter inexpugnable, es un misterio y un enigma. Se adivina, más allá de las orillas del río, la acechanza de riesgos, peligros, de lo desconocido: una gigantesca interrogación geográfica, una geografía indiferente y naturalmente cruel e inhumana. Sin embargo, como la Amazonía, su inocencia es edénica: así la hizo Dios y vio Dios que era buena. El narrador, Marlow, refiere la historia a sus compañeros desde un velero anclado en el estuario del Támesis, que alguna vez fue también salvaje. Su personaje, Kurtz, es un civilizado que, guiado por la codicia, pretendiendo competir con el misterio de la selva, sin respetar su inocencia, se ha infiltrado en las entrañas de lo salvaje y las ha profanado, convirtiéndose en un monstruo, en lo salvaje. Es una rendición, una capitulación. Es un hombre civilizado que se transforma, a partir de sí mismo, en algo cruel y enigmático. Es como si la inocencia salvaje de la selva le hiciera potenciar hasta la monstruosidad eso que ya había en él, eso que ya era él. ¿Qué experiencias, qué visiones, le hacen exclamar a Kurtz varias veces, hasta el final de su vida: “¡El horror!, ¡El horror!”, lo cual significa que este hombre es a la vez agente y víctima de ese horror que proclama. Puedo arriesgar algunas inferencias: primera, la formulada por Borges en estos términos idealistas: las “orillas de ruinas y de selvas bien pueden ser una proyección del abominable Kurtz, que es la meta”[8], es decir, el hombre civilizado se contempla a sí mismo y encuentra, con vértigo, con horror, en lo salvaje de la selva, un espejo de sí mismo; ha descubierto que ese innombrable salvajismo es una proyección de su propio yo, que el horrendo paisaje es una representación de su conciencia y ha visto allí, casi en estado puro, “el mal en el hombre”, latiendo en lo más hondo de su intimidad; segundo, ha penetrado en las entrañas de lo salvaje y no ha logrado evitar ni defenderse del vértigo de su poderío. Es evidente que la crueldad dictatorial que ejerce sobre los negros (muy semejante a la del lejano Leopoldo II y del cercano Stanley) no procede de un intento ciego de venganza contra la inhumanidad y hostilidad de la selva y sus habitantes, sino de la ambición de poder, que pretende imponerse a la inocencia de la selva, precisamente más desafiante y provocadora por serlo. La inocencia es una tentación y una provocación. El horror radica, entonces, en el descubrimiento, por contraste con la inocencia selvática, de los extremos a que puede llegar la maldad humana, y en la posibilidad de convertirse en otro, en alguien totalmente distinto de lo que se es, alguien monstruoso e irreconocible para sí mismo. Pero no se trata de la maldad humana considerada en abstracto, porque eso es una noción situada en el plano mítico del conocimiento: se trata de una maldad concreta, histórica y socialmente condicionada. “La barbarie”, escribe John Gray, “no es una forma de vida primitiva, sino que se trata de un desarrollo patológico de la civilización”[9]. Es decir, de un desarrollo egoísta, incontrolable y destructivo del entorno, humano y natural, para sacar provecho de él. La abismal distancia entre los dos tiempos de Kurtz, el de antes de la selva y el de después, aparece mostrado con elocuencia en la entrevista que Marlow sostiene con la prometida de Kurtz, quien nos ofrece una imagen de su amante ya muerto en África, como la de un correcto ciudadano británico, bondadoso, emprendedor y enamorado de ella. La transformación de Kurtz nos conduce a reconocer la complicada arquitectura de nuestro aparato psíquico. La ambición y la avaricia, en contacto con la selva, han roto de una manera bestial las cadenas que la ataban a la vida civilizada.

Es precisamente el desafío y la provocación de la inocencia selvática, como hemos visto ya, la falta de leyes y autoridades (como en La vorágine) las que hacen posible el abuso, la crueldad, el crimen y la destrucción. De este modo, pues, las nociones de civilización y barbarie alcanzan en El corazón de las tinieblas un nivel de tensión casi insoportable. Por ello, Borges calificó a Heart of Darkness como “acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado”[10].

Es una novela corta profunda, misteriosa y terrible. Una parábola del mal y de la criminal colonización europea de África. Muchos críticos han interpretado la siniestra figura de Kurtz, loco de codicia, como una metáfora del rey Leopoldo. Es muy probable que así sea. Frente a la transparencia casi cristalina de La Vorágine, en la que personajes, escenario, conflictos, son perfectamente discernibles y susceptibles de análisis y conclusiones no muy complejos, la novela de Conrad presenta un conflicto ético de dimensiones casi metafísicas.

Para empezar, la estructura es mucho más compleja: aunque el narrador principal es Marlow, hay múltiples narradores, que se convierten en oyentes, oyentes que se convierten en narradores. El tiempo es flexible: tan pronto fluye hacia atrás como hacia adelante, de tal manera que el presente es tan elusivo e inaprehensible como la personalidad de Kurtz, visto siempre bajo las luces laterales de tiempos que eluden el presente.

Rüdiger Safranski ha escrito, con razón, que no hace falta recurrir al diablo para entender el mal, porque el mal pertenece al drama de la libertad humana[11]. El súbdito británico Kurtz ha elegido, no tanto servir al imperio, como convertirse en él. O quizá —y ahí está el misterio— no tuvo opción. Fue un destino. Lo que muestra Conrad, con ese estricto concepto de la ética que dominaba sus escritos, es cómo la ambición imperial se personaliza en un individuo. Kurtz juega como tal, como individuo, a la rapiña de los imperios europeos, el británico y el belga, y se convierte en un monstruo. Es su reflejo, es su espejo. El resultado es el mismo.

El magistral cuento “Una avanzada del progreso” (“An Outpost of Progress”, 1896), tres años anterior a El corazón de las tinieblas, lo anuncia con una ironía sombría y trágica. Es una crítica severa, sin moralismos, a la colonización europea en África. Cuenta la historia de dos empleados europeos al servicio de una compañía explotadora de marfil, Kayerts y Carlier, enfrentados al mundo primitivo de África y, en apariencia, destruidos por él. Digo en apariencia, porque lo que acaba con ellos no es tanto la selvatiquez, como la competencia comercial, sin regulaciones ni principios, con otro grupo de europeos que se roban el marfil que ellos han acumulado para un barco que llega demasiado tarde, poco después de sus muertes trágicas. Como la civilización sigue al comercio, Conrad, con una perspicacia genial, muestra las contradicciones internas de las operaciones comerciales y cómo ellas desatan, liberan, lo peor del ser humano: la codicia, la deslealtad, el afán de destruir al rival. Y este complejo de móviles internos, en simbiosis con el mundo selvático, configuran lo salvaje, que es lo que los destruye.

Regreso, para concluir, al sentido final de las frases paradigmáticas de ambas novelas. La Vorágine termina con la apocalíptica y aterradora sentencia del cónsul colombiano: “¡Se los tragó la selva!”. La selva es, entonces, semejante al organismo vivo de una fiera devoradora, quizá con conciencia y voluntad propias para engullir a los intrusos que, como Cova o los caucheros, han pretendido explorarla, descifrar su misterio, o expoliarla. Es una frase que está exigiendo respeto humano para ese animal feroz.

En El corazón de las tinieblas, la doble exclamación de Kurtz: “¡El horror! ¡El horror!” resume varios aspectos contradictorios entre sí, cubiertos por la niebla del misterio. ¿Qué significa el horror, en fin de cuentas? 1. Es la mirada de Kurtz a sí mismo: la toma de conciencia de haberse convertido en una personificación de lo salvaje o, en otras palabras, de que la jungla que le rodea, con sus víctimas, es una proyección de sí mismo. 2. Haber visto en la selva algo absolutamente distinto de sí mismo, un medio inhumano al que debe someter incluso con crímenes rituales sobre los nativos. 3. Que él puede encarnar el mal. 4. Que el mal es una desviación patológica de la civilización.

Tanto La vorágine como El corazón de las tinieblas son exploraciones en la otredad de la civilización. No tanto de la selva, como de lo salvaje, como he afirmado al principio. Los explotadores del caucho en La vorágine son seres humanos que, al contacto con la selva, le han sacado provecho económico, escondiéndose sin rendir cuentas a nadie, y terminan comportándose con la cruel indiferencia de la jungla. Al margen de las leyes, sin escrúpulos humanos de ninguna especie, abandonados a sus instintos, los empleadores caucheros explotan miserablemente a los hombres y a los árboles. El mal no reside tanto en la salvaje indiferencia de la selva, como en su encuentro simbiótico con la ilimitada codicia humana. La selva puede ser pulmón del mundo, divertido territorio de exploración geográfica, de descubrimientos asombrosos para el naturalista, estupendo lugar para estudios etológicos, etnológicos y etnográficos, incluso para prácticas deportivas. En Los pasos perdidos de Carpentier asistimos a una fascinante exploración en los orígenes de la cultura y de la música. En La casa verde de Vargas Llosa, en una salvaje geografía en la cual los personajes se esconden de sus destinos o los realizan. En ellas los hombres importan más que el escenario. Pero en las dos novelas examinadas, la selva aparece como un cruel sucedáneo de la mina o la fábrica, signos y símbolos del progreso devastador, de la depredación colonial que tanto Rivera como Conrad denuncian con profundidad. En suma, los valores han cambiado: lo que era barbarie a comienzos del siglo XX es inocencia; lo salvaje, en nuestro tiempo, radica en una corrupción de la civilización, en los instintos depredadores del ser humano y sus políticas destructivas de la naturaleza. “En otro tiempo”, escribió Nietszche, “el crimen contra Dios era el crimen más grande. Pero Dios ha muerto y con él han fenecido tales delitos. Ahora lo más terrible es pecar contra la tierra y tener en mayor estima las entrañas de lo inexpresable que el sentido de la tierra”[12].

BIBLIOGRAFÍA

Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana II: Época Contemporánea. México, Fondo de Cultura Económica, 1974.

Conrad, Joseph. “Una avanzada del progreso”, en Cuentos de inquietud, Buenos Aires, Emecé, 1946.

____. El corazón de las tinieblas (trad. Sergio Pitol). La soga al cuello. Madrid, Hyspamérica (Jorge Luis Borges: Biblioteca personal, en colaboración con María     Kodama), 1985.

Fernández Moreno, César (Coordinación e introducción). América Latina en su literatura. México, Siglo XXI-UNESCO, 1979.

Franco, Jean. La cultura moderna en América Latina. México, Grijalbo, 1983.

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Gray, John. El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos. México, Secretaría de Cultura – Sexto Piso – Instituto Veracruzano de Cultura, 2018.

Kermode, Frank, John Hollander, Harold Bloom, Martin Price, J.B. Trapp, Lionel Trilling. The Oxford Anthology of English Literature, vol. II. New York, Oxford University Press, 1973.

Nietsche, Friedrich, Así habló Zaratustra. Madrid, Alianza, 1979.

Rama, Ángel. La novela en América Latina (Panoramas 1920‑1980). Santiago de Chile, Universidad Alberto Hurtado, 2008.

Rivera, José Eustasio. La vorágine. Buenos Aires, Losada, 1976.

_____ https://idartesencasa.gov.co/sites/default/files/libros_pdf/68.%20Tierra%20de%20promisi%C3%B3n.pdf (Tierra de promisión)

Safranski, Rüdiger. El mal o El drama de la libertad. Barcelona, Tusquets, 2021.

Zabel, Morton Dawen. The Portable Conrad. New York, The Viking Press, 1972.


[1] La vorágine, p. 103.

[2] https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Eustasio_Rivera.

[3] La vorágine, p. 181.

[4] op. cit., p. 139.

[5] op. cit., p. 239.

[6] The Oxford Anthology of English Literature, vol. II, p. 1613.

[7] El corazón de las tinieblas, p. 63.

[8] Borges. “Prólogo a El corazón de las tinieblas y La soga al cuello”.

[9] John Gray, p. 17.

[10] Borges. loc. cit.

[11] Rüdiger Safranski. El mal, p. 13.

[12] Nietszche. Así habló Zaratustra, Prólogo, pp. 34‑35.

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