«Libros», por don Fabián Corral Burbano de Lara

Para otros, en cambio, la lectura es suplicio. Vencer la aversión al libro es, probablemente, el principal drama de no pocos personajes que viven condicionados por las pautas del mundo audiovisual, reducida su...

¿Por qué leemos? Pese a internet, a la televisión, a las redes sociales y a los precios, cierta gente aún persiste en la vieja costumbre de leer.

La conectividad no ha podido con ella, ni el estrépito de cada día impide que la literatura o la historia sean el refugio de algunos que se dan modos y tiempo para avanzar con la novela o el ensayo, ya sea en el autobús, en el café o en la soledad de los espacios que deja el tropel de una sociedad anhelante. Hay quienes son capaces de leer sin perder el hilo ni la paciencia pese al estrépito de la tecnocumbia, al griterío de los ambulantes y a la grosería del vecino de asiento. Leen pese a todo.

Para otros, en cambio, la lectura es suplicio. Vencer la aversión al libro es, probablemente, el principal drama de no pocos personajes que viven condicionados por las pautas del mundo audiovisual, reducida su “cultura” a las imágenes de telenovelas baratas, juegos electrónicos elementales o entretenimientos que no superan la mediocridad más estremecedora. Habituados a no ver jamás en su casa un libro, son creyentes firmes de que la literatura es lo que dicen las revistas del corazón o que la filosofía está en el rincondelvago.com, o quizá, en Wikipedia.

De ese modo, la sociedad no puede ser sino lo que tenemos, lo que es, y así, la política estará siempre condicionada por la credulidad más pedestre, la ingenuidad más disparatada y la audacia más abismal. Es que, sin masa crítica, la ciudadanía no superará su condición de espectadora pasiva de la retórica ni vencerá el lugar común que propicia su pereza intelectual.

El libro es la única herramienta que enseña a pensar. Lo demás son falsificaciones y sustitutos coyunturales, disparatados y espectaculares. No hay forma de reemplazar la lectura crítica hecha como debe ser, con anotación al margen, subrayados, inquietudes y entusiasmos, nada de lo cual se puede hacer entre la premura que suscita la pantalla, nada de lo cual propicia la televisión, ni el TikTok ni los folletones que abundan en las aceras, entre discos, basura y comida rápida. Claro que no se puede exigir que la gran masa se habitúe a la lectura reflexiva —ni siquiera a la lectura rápida—, pero sí debería esperarse que la “gente de posibilidades”, las dirigencias, y quienes pretendan serlo, intenten, aunque fuese ocasionalmente, ese esfuerzo, porque, de otro modo, tenemos lo que tenemos: discursos, vaciedad y hasta conferencias contagiadas de pobreza conceptual de tal calibre que uno duda del porvenir de la sociedad como espacio de civilización.

Pese a todo, las librerías, las bibliotecas y los modestos estantes de libros que hay en cada casa siguen desafiando la curiosidad y la capacidad reflexiva, persisten como signos de cultura y como testimonio incómodo y silencioso del hecho inobjetable de que, si quienes pretendan ser élites no se toman la molestia de leer, y si no se habitúan a hacerlo, no tendremos cambio alguno, sino la reiteración de la mediocridad que explica muchas cosas que nos ocurren.

Este artículo se publicó en el diario El Universo.

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