La democracia, la vida social, las decisiones económicas, los sueños de los escritores, artistas y actores de las redes sociales y, por cierto, el aire que respiran los políticos, están saturados por el síndrome de lo popular.
¿Quién se atreve a ser impopular, a discrepar de las opiniones dominantes, a marcar distancias con esa suerte de religión laica que domina a todos? ¿Quién dice la verdad y enjuicia la hipocresía?
En semejante escenario, no interesa si un aspirante a caudillo es incompetente, si un dirigente de barrio es corrupto o si un artista es un contorsionista disparatado. No es importante si el sujeto de marras es un vendedor de humo, un charlatán, un mentiroso o un doctor. Lo que importa es que el personaje sea popular, y para serlo debe darle gusto a la barra, arengar a la masa, mentir y adoptar el aire del último arlequín.
Pero el problema está en que no todo lo popular es bueno, que la masa con frecuencia se equivoca, que se ha acostumbrado a la gratuidad, la mediocridad y el facilismo.
La verdad es que si se aspira a tener un “país en serio”, esa multitud no necesita solamente intérpretes de sus pasiones y arrebatos, necesita dirigentes que conduzcan, “herejes” que discrepen y audaces que se atrevan a decirle a la gente de qué pata cojea y cuáles son sus deberes. Allí está, precisamente, la diferencia entre liderazgo y populismo.
La democracia es el régimen más sensible al síndrome de lo popular y a la patología populista que la han pervertido y transformado en simple electoralismo.
La propaganda y el discurso de la “salvación nacional” y de la “soberanía recuperada” han reducido las campañas a actos de masas en que prospera la conducta de las barras bravas de los estadios de fútbol.
Las mayorías se constituyen al ritmo de ofertas imposibles, de bailoteos y contorsiones. Los sondeos y las encuestas son la razón de ser de todas las sabidurías y el fundamento de las más descabelladas estrategias. Las repúblicas se confunden con escenarios donde se cuentan toda clase de fábulas y mentiras, al estilo de las sabatinas y otros disparates. El sofisma que anima a ese pragmatismo, a ese cinismo, es que el “pueblo soberano” no necesita conductores; necesita un director de esa infinita orquesta de frustraciones, intereses y sentimientos primarios que condicionan toda racionalidad.
La sociedad de masas, el populismo, la propaganda y los estilos que se imponen para triunfar y mantenerse en el poder plantean graves problemas a la república. Para salvarla y preservar sus virtudes, para rescatar su autenticidad, es preciso señalar sus deformaciones y pensarla más allá de la coyuntura, mirando el fondo de los problemas y la justificación de decisiones quizá impopulares, pero necesarias.
Es preciso pensar serena y seriamente el país que queremos, la ciudad a la que aspiramos; y si entendemos o no las dimensiones de la libertad y de la responsabilidad personal y política.
¿La “ciudadanía” permite cerrar los ojos o mirar a otra parte? ¿Es legítimo tolerar la mentira política?
Este artículo se publicó en el diario El Universo.