Luego de permanecer en el anonimato por muchos años, la figura de Manuel Antonio Muñoz Borrero (Cuenca, 1891- Ciudad de México, 1976) es, felizmente, cada vez menos desconocida y más valorada en el Ecuador.
No es para menos: fue una de las figuras más destacadas en la historia de la diplomacia ecuatoriana pues, como cónsul en Estocolmo, hizo una labor silenciosa y altruista y sacrificó su amada carrera diplomática, su tranquilidad y su futuro, por lo que consideró un deber primordial, mayor que cualquier otra consideración: salvar vidas de los judíos perseguidos por los nazis antes y durante la Segunda Guerra Mundial.
Pero no todos los que hacen el bien reciben recompensa. Al contrario, Muñoz Borrero fue castigado, privándosele de su designación de cónsul, lo que implicó su separación del cuerpo diplomático ecuatoriano en 1942.
Manuel A. Muñoz Borrero intentó defenderse, pero nadie quiso escucharle. A partir de entonces, con una reciedumbre moral pocas veces vista, mantuvo absoluto silencio hasta el día que murió sobre las acciones humanitarias que desplegó.
Sin embargo, 35 años después de su muerte, el Yad Vashem, el centro oficial de Israel dedicado a la conmemoración del Holocausto, tras investigar de manera exhaustiva su caso y comprobar el alcance de su obra humanitaria, le otorgó el reconocimiento de “Justo de las Naciones”, el máximo honor que se concede a un gentil.
Ese reconocimiento hizo que el Ecuador redescubriera a su hijo, pues él, como queda dicho, jamás habló de esa labor e, incluso, vivió la mayor parte del resto de su vida fuera del país. En efecto, tras su separación de la diplomacia ecuatoriana, vivió hasta 1961 en Suecia, y, tras unos pocos años en Cuenca (1961-1965), se radicó en México, donde falleció en completa oscuridad en 1976.
En la última década, el reconocimiento de Muñoz Borrero ha aumentado, con homenajes post mortem del Concejo Cantonal de Cuenca, la Cancillería, el Gobierno y la Asamblea Nacional. Y apareció una hermosa biografía novelada del personaje, obra del escritor Óscar Vela, bajo el título Ahora que cae la niebla (Alfaguara, 2019).
Pero hay un período de la vida de Muñoz Borrero bastante desconocido: lo que hizo antes de ser cónsul, entre los 21 y los 38 años.
Pude establecer que esos 17 años vivió en Bogotá, primero como adjunto civil y luego secretario de la Legación del Ecuador en Colombia. La admiración por Muñoz Borrero me llevó a adentrarme en esos años desconocidos, desconocidos no solo para el gran público sino incluso para quienes han investigado su vida.
Al investigar en archivos y bibliotecas en la capital de Colombia, durante mi reciente período de embajador en aquel país, encontré datos fascinantes, tarea que completé en el Archivo Histórico de la Cancillería ecuatoriana y que he plasmado en un libro que acaba de ver la luz.
Precisamente el día de ayer, en un acto en la Universidad del Azuay, se lo presentó. Lo titulé Manuel Antonio Muñoz Borrero: los años desconocidos y fue publicado, en una hermosa edición, por la Casa Editora de dicha universidad.
El rector, Dr. Francisco Salgado —quien a inicios de febrero acogió con entusiasmo mi propuesta de publicar el libro— abrió el acto, y luego sostuve una interesante conversación con dos profesores de la UDA, el Dr. Esteban Coello Muñoz, sobrino nieto del personaje, y la Dra. Ana Isabel Malo Martínez, profesora de Derecho Constitucional.
Me perdonarás, generoso lector, que me ufane un poco de mis descubrimientos. Uno de ellos fue que tras sus estudios de derecho y para graduarse de doctor en la Universidad Nacional de Colombia (1920), escribió, como requisito del grado, una tesis sobre la historia de las relaciones diplomáticas entre Ecuador y ese país, tesis que fue publicada por la Universidad Nacional.
Pude encontrar un ejemplar de dicha tesis en la Biblioteca Luis Ángel Arango y, luego también se ubicó otro ejemplar, del que nadie recordaba tener noticia, en la biblioteca del Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana del Ecuador, enviado en 1920 por su orgulloso padre, Alberto Muñoz Vernaza, entonces ministro plenipotenciario del Ecuador en Colombia.
Pude descubrir la fecha de matrimonio de Muñoz Borrero con la dama colombiana Carmen Van Arken Mallarino, a la semana de su grado de abogado, lo que permite precisar que estuvieron juntos 24 años, aunque con una interrupción de 30 años, pues se divorciaron en 1934 y, en un extraordinario giro de su historia, volvieron a unir sus vidas en 1966, hasta la muerte de Manuel Antonio en 1976.
Descubrí también que, cuando Ecuador y Colombia rompieron relaciones en 1925, Muñoz Borrero quedó de Encargado de los Archivos de la Legación, el puesto más bajo que puede tener un diplomático. Sin embargo, se convirtió en un verdadero embajador del Ecuador, representando al país con patriotismo y tino durante casi seis años, hasta 1931, cuando fue trasladado a Estocolmo.
Creo que otra contribución de mi libro es aclarar lo sucedido con el nombramiento de Muñoz Borrero: cuándo se le suspendió como cónsul rentado y cuándo y cómo fue reincorporado como cónsul ad honorem.
Me place también haber demostrado en el libro las estrechas relaciones de Muñoz Borrero en Colombia, por su ancestro, por sus estudios, por sus lazos familiares y personales. Y cómo Colombia abogó por él cuando le canceló el Ecuador de su cargo y, luego, le dio trabajo como secretario y traductor en su embajada en Estocolmo, lo que le permitió seguir viviendo en Suecia.
El libro, además de contar estas historias, se enriquece con varios escritos de Muñoz Borrero durante su vida en Colombia: su tesis de grado (Misiones diplomáticas del Ecuador a Colombia), que se reedita por primera vez en más de 100 años; las juveniles e interesantes Notas de Viaje, que redactó en 1913 al ir de Cuenca a Bogotá; el discurso que pronunció con ocasión del centenario del Gral. José María Córdova y un escrito sobre la lealtad del Ecuador a Simón Bolívar que remitió a diarios colombianos.
Las notas de prensa de admiración y congratulación publicadas por los diarios colombianos cuando Muñoz Borrero partió a su nuevo destino en Europa, muestran el profundo aprecio que el cuencano se granjeó en ese país.
Espero que este libro permita conocer más la figura de Muñoz Borrero. El 6 de junio se lo presentará en Quito. De mi parte, honrando mi carrera de escritor e investigador, en el desempeño de mi cargo en Bogotá, pude seguir la senda de ilustres diplomáticos ecuatorianos, lamentablemente no todos, que no limitan su labor a lo protocolario y formal, sino que sacrifican su descanso para ahondar en los temas de la patria.
El libro, y no es retórica, es mi homenaje y el de la Universidad del Azuay, a la memoria del humilde y al mismo tiempo grande Manuel Antonio Muñoz Borrero, una de las máximas figuras de la historia de Cuenca y del Ecuador.
Y es, a la vez, una renovación del compromiso que todos debemos tener por los altos ideales del humanismo y del derecho de gentes que él encarnó en la práctica de su vida, con altura y dignidad, sin buscar el reconocimiento de nadie, sino el de su propia conciencia.
Este artículo se publicó en Primicias.