«Mark Rothko: gloria y ocaso», por don Marco Antonio Rodríguez

¿Fue su suicidio un ritual preparado como rúbrica de lo que quiso que fuera su vida y su obra: mito y leyenda de la historia de las artes visuales? Lo cierto es que su itinerario vital, su obra y su suicidio construyeron un entramado turbulento...

¿Fue su suicidio un ritual preparado como rúbrica de lo que quiso que fuera su vida y su obra: mito y leyenda de la historia de las artes visuales? Lo cierto es que su itinerario vital, su obra y su suicidio construyeron un entramado turbulento. En un espacio de 6 x 8 metros, que parecía pintado por él, su ayudante halló el cuerpo inerte de Mark Rothko (Letonia, 1903-Nueva York, 1970), artista pintor glorificado al punto de que existe la Capilla Rothko. Una luz cenital ilumina 14 grandes lienzos de su autoría y fieles de todas las religiones ingresan a orar cada quien a su dios.

El cadáver del artista yacía en ropa interior. El blanco de la camiseta, el azul del calzoncillo y el negro de las medias debieron tener alguna significación, pero, según su discípulo, Rothko quiso dejar a sus devotos el ejercicio de subsumirse en bizantinas disquisiciones sobre el porqué de los colores de esas prendas.

El arte de un trágico

El artista había consumido somníferos y cortado sus venas. Los brazos estaban abiertos (¿?). El perfeccionismo que persiguió en su arte se reprodujo en el escenario de su suicidio. El seccionamiento de las venas fue la de un conocedor profesional, informaron los legistas.

Rothko vivió de una obsesión, sustento de su vacilante personalidad: instaurar con su arte —el más abstracto de su tiempo— una imagen de la tragedia humana, y así sanar los males del mundo.

La obra de Rothko puede desplegarse en cuatro fases: la de iniciación, inscrita en el figurativismo expresionista; paso por el cubismo; su fauvismo, a la luz de Matisse y Derain, y su conmocionante expresionismo abstracto (su época clásica), proyectado en sus campos de color (color field painting), con el cual ascendió a la gloria. “Mi arte no es abstracto, vive y respira”, repitió turbado cuantas veces lo asediaban entrevistadores.

Esquivo, angustiado, depresivo, fue uno de los “pintores malditos” estadounidenses —Pollock es el otro— que reprodujeron la vida trágica de los “simbolistas” europeos. Enigmático y paradójico, su obra fue descrita por de Kooning como “una casa con muchas mansiones”. ¿Por qué? Tal vez por el gran formato de sus obras y el esplendor de sus colores. Ostentación del color como elemento primordial.

Sus años clásicos: florescencia del color. Grandes formatos son parte de la esencia de su arte. Todos a ras del suelo. Inmensurables campos de color meditados para ser apreciados a 50 centímetros; sin rastro de enmarcación. Rothko organizaba su obra con meticulosidad enfermiza. Sabía que esa grandeza tonal engullía al espectador. Quien mira un Rothko “clásico” renuncia a su voluntad y se integra en él. Vínculo espiritual de hondas y extrañas resonancias.

Colores lisos que oprimen o alivian el alma. Obra visual para meditar. Convocación al silencio. Aunque, de repente, brotan susurros como si se tratara de mantras. Carácter y estilo de Rothko son únicos y, por serlo, acaso imposible de imitar. No obstante, continúan innumerables artistas tentando sus exploraciones visuales.

¿Qué queda después de contrastar la supuesta religiosidad profunda de Rothko si recordamos que la Capilla diseñada por él es un espacio radicalmente ausente de fe? ¿O la asamblea de numerosas espiritualidades que se congregan en su obra? ¿No están en parte de su creación plástica sus entrañas místicas, pero también señales de irreverencia y menosprecio hacia toda fe?

Desde los 70 la conducta de Rothko mostraba signos autodestructivos. Superado un aneurisma y divorciado de su segunda compañera, se sumió en la alcoholatría y el tabaquismo. Su depresión lo conduciría a lo que su médico de cabecera llamó “suicidio lento e inconsciente”. Solo le quedaba el arte como refugio en la soledad cavernosa de su estudio.

La estampida de colores —ímpetu, amor, pasión, calor y ardor, efusión y expansión— fueron opacándose, agrisándose, agostándose, como si ellos también empezaran a agonizar con su demiurgo, hasta que los movimientos incesantes de Rothko alrededor de sus obras, paganos o espirituales, que eran la forma con que trabajaba, se paralizaron.

Rothko pintó su último cuadro. Entre colores caliginosos, vagos y desconcertantes, entró él también en el lienzo y se disolvió entre la bruma que exhalaba la pintura, metamorfosis anhelada. La insondable, peregrina e indispensable muerte le ganó de mano.

Cuenta la leyenda que quienes visitan su Capilla suelen verlo en medio de una tenue llovizna, las manos en los bolsillos del abrigo, las solapas levantadas, un viejo sombrero de fieltro abrigando su cabeza, la piel agrietada y sus lentes velados por gotas de agua, el cigarrillo alumbrando una mueca de desdén hacia los alelados turistas que simulan comprender sus lienzos.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Comercio.

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