«Pedro Páramo», por doña Cecilia Ansaldo Briones

Juan Rulfo dijo: “Mi novela es difícil”, en una entrevista, allá por 1976, cuando visitó Guayaquil. Ahora, que contamos con la cuarta versión cinematográfica en Netflix y muchos tendrán acceso a la historia del “rencor vivo” que es el protagonista...

Juan Rulfo dijo: “Mi novela es difícil”, en una entrevista, allá por 1976, cuando visitó Guayaquil. Ahora, que contamos con la cuarta versión cinematográfica en Netflix y muchos tendrán acceso a la historia del “rencor vivo” que es el protagonista, vale recordar la fuente de los esfuerzos del director Rodrigo Prieto. El libro se publicó en 1955 y muchos lo consideran el comienzo del boom literario latinoamericano.

La novela desafía al lector con su composición de tiempos entreverados, dos tramas centrales que se tocan dentro de un mundo que parece desvanecerse en el aire. El hijo que viaja a Comala a buscar a su padre, es el Telémaco de nuestros pueblos, tan seguro de quién es su madre, pero desprovisto de la marca paterna que no sea una ausencia. Ni siquiera tiene su apellido. El patriarca que sujetó a una comunidad a base de poder y abuso, es el cacique de un realismo superado, porque la manera de concebir el dominio de una sociedad se cuenta desde una voz que combina la visión de los vivos y los muertos.

La película se separa poco de la narración rupturista, que empuja al visitante Juan Preciado por calles borrosas y casas selladas, donde le salen al paso mujeres con datos confusos que lo enteran de hechos del pasado. De su padre se dice que se casó con su madre, pero que la despidió con ligereza; que don Pedro engendró muchos hijos, que perdió a su hijo Miguel y que “compró” las oraciones para que se fuera al cielo. El pobre Juan va de sorpresa en sorpresa hasta que lo matan los murmullos.

En la mitad de la novela y de la película dos voces emergen de la tierra: el receptor debe aguzar la mirada para comprender que, desde allí, Juan y una compañera de tumba, llamada Dorotea, narran lo que tiene que ver con Pedro Páramo, más que nada, su historia de amor inútil, cuando recibe a la niña compañera de juegos, convertida en una mujer que ha enloquecido, por la pérdida de un hombre. El castigo del dominador bien podría ser la asistencia dolorida al pie de una cama, donde la amada delira por otro.

El pueblo de Comala, que convierte un funeral en una jarana colectiva en la cual los fuegos artificiales y la música atentan contra el dolor del gran patrón, es golpeado por la rabia de quien detiene su acción para dejarse morir hasta convertirse en piedra, como sugiere su nombre. Y sin él, el pueblo también muere.

La película tiene muchos aciertos, desde el color mate que es sugeridor de tiempo pretérito hasta el ritmo en que se alternan escenas de la infancia de Pedro con las de su avariciosa madurez. El micromundo en que podría haberse quedado, hundiendo sus fauces solo el villorrio que es más caliente que el infierno, se abre para dar cabida a un pelotón de alzados que llegan a la hacienda detrás de los villistas, como una rama de la Revolución mexicana, hito de construcción del país moderno. En esa circunstancia Pedro es más astuto que los soldados porque les da dinero, pero infiltra a sus hombres dentro de ellos.

La literatura no requiere de imágenes para convertirse en arte, cosa que sí es indispensable al cine —necesita de guiones, a veces tomados de obras literarias—, pero cuando literatura y cine se dan la mano, con adecuadas actuaciones, fotografía y música apropiadas, como en este caso, los receptores salimos ganando.

Este artículo se publicó originalmente en el diario El Universo.

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