«Regalar libros», por doña Cecilia Ansaldo Briones

Naturalmente, hay motivaciones diferentes para regalar. Repetida es la gratitud cuando, como expresión complementaria de los honorarios, gratifica al profesional que nos ha servido (por eso los médicos, abogados, profesores, los reciben); el cariño, cuando hijos y ahijados reciben aquello...

En estos tiempos en que regalar es un símbolo de buena voluntad —tal como saludó el ángel en la noche del nacimiento de Jesús— vale pensar en ese acto, que enlaza amablemente a los seres humanos. La satisfacción es para quien regala y para quien recibe, porque el gesto une, enlaza a dos personas, aunque fuera por unos momentos.

Naturalmente, hay motivaciones diferentes para regalar. Repetida es la gratitud cuando, como expresión complementaria de los honorarios, gratifica al profesional que nos ha servido (por eso los médicos, abogados, profesores, los reciben); el cariño, cuando hijos y ahijados reciben aquello que deseaban, porque hay de por medio conocimiento directo del agasajado. En otra dirección, hay interés de quedar bien, con imagen de bonanza y buen pasar, y hasta con disimuladas intenciones de cohecho (fue famoso en el medio el comerciante que regalaba electrodomésticos a periodistas).

Yo me detengo en el hecho de regalar libros, dado que es mi objeto joya, mi fetiche vivencial. Ese regalo sí que exige una proximidad con el obsequiado porque leer es un acto que supone una elección, la atención a un gusto personal (cuando no se trata de libros de estudio obligado). El mercado ya se encarga muy bien en “crear” ese interés con la publicidad —en décadas pasadas, jamás se hacía tal despliegue promocional por los libros—, y para ello se aprovechan las redes sociales, porque el boca-oreja resultó insuficiente (véase cuánta insistencia mediática ha tenido la serie sobre Cien años de soledad que a muchos ha llevado a desempolvar la novela). Aunque también hay libros para atender “los compromisos”; casi siempre esos grandes, con muchas fotos, que se ponen —o se ponían— sobre la mesa de centro.

Hubo tiempos en que una empresa compraba una edición completa —o mandaba a imprimir un título, que es lo mismo— y donaba los ejemplares a sus clientes, como detalle de fin de año, cosa que resultaba un buen apoyo a un autor nacional, tan necesitado de ello. Tal vez, un concurso literario que falle sus premios en diciembre podría tomarse como un obsequio para los pocos ganadores. Lo que trato de afirmar es que la suerte es adversa a la existencia del libro en el Ecuador y que toda iniciativa a favor de él suma.

La prensa —y ahora, las benditas redes— ya se afana por hacer las listas de “los libros del año”. Cada día alguien pregunta por el que haya gustado más. Deduzco que las librerías han renovado sus vitrinas para captar compradores. Yo hago votos para que se acuerden de que Ecuador tiene sus propias publicaciones o autores que publican desde lejos, y que vale probar con ellos en ese llamado que nos hace cada nuevo título, sin prejuicios, con mente abierta.

Regalar el libro adecuado a cada curiosidad, a la necesidad de estar actualizado en algún tema, al deseo de compartir después una buena conversación, al gusto por multiplicar lectores para determinado autor, a los niños que requieren de una específica “puntería” para engancharse: todo eso exige observación y algo de conocimiento. Son muchos los ejemplares que se arrinconan en algún lugar de las casas y no cumplen su cometido de brindar esas horas de hermetismo, como llamaba Ortega y Gasset a los ratos en que la relación libro-lector era tan perfecta que creaba otro mundo.

Este artículo se publicó en el diario El Universo.

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