
La teoría más divulgada sobre el origen del pasillo ecuatoriano es la de que nació en Colombia y es el resultado musical del extrañamiento y la nostalgia de los soldados independentistas de Bolívar que abandonaron sus tierras venezolanas y se radicaron en territorios sureños, el colombiano, primero, y el ecuatoriano después. El pasillo bailable ya existía en Colombia, pero en Ecuador se tornó puramente auditivo.
No resistí a la tentación de confrontar dos pasillos, uno, escrito desde el punto de vista masculino, el otro, desde el femenino. Los vasos comunicantes que tiendo entre ellos constituyen el núcleo de este breve ensayo.
El primero, “Carnaval de la vida”, lo grabó Julio Jaramillo y la letra es un fragmento del amargo poema “Gota de hiel” del poeta romántico mexicano Antonio Plaza (1833‑1882), con música de la compositora quiteña Mercedes Silva Echanique (1900‑1976), circunstancia que nos asombra a los oyentes, porque es difícil entender que una compositora, una mujer, se haya hecho cómplice del morboso pesimismo del texto de Antonio Plaza. El poema dice así, con ligeros cambios al original:
Entre las sombras vegetando vivo,
sin que una luz ante mis ojos raye,
indiferente mi existir maldigo,
sin creer en nada y sin amar a nadie.
Ya sin amores, y con la fe extinguida,
me río de las iras de mi suerte;
no tiene objeto para mí la vida,
si el corazón se anticipó a la muerte.
Si hasta la esperanza está perdida,
Me río de las iras de mi suerte.
¡Qué carnaval más necio el de la vida!
¡Qué consuelo más dulce el de la muerte!
El segundo, “Imploración de amor”, lo interpretó Carlota Jaramillo y la autora del texto es la poeta mexicana Rosario Sansores (1889‑1972), con música de Carlos Brito Benavides (1891‑1943). Es una respuesta consoladora al nihilismo del pasillo anterior. Parece una oportuna respuesta en un diálogo fantasmagórico:
Para esta gran tristeza,
que oscurece tu vida,
yo tengo el optimismo
de mi fe milagrosa,
juntos caminaremos,
y en la senda perdida
orientará tus pasos
mi ternura piadosa,
para esta gran tristeza
que oscurece tu vida.
Tengo los labios rojos
y los brazos morenos,
los ceñiré a tu cuello
como lazos floridos,
mientras sobre las tibias
colinas de mis senos
tus grandes ojos verdes
se quedarán dormidos.
La vida sólo es eso:
no percibes, amante,
el olor que se escapa
de la piel de reseda;
sin embargo, su aroma
dura sólo un instante,
la juventud es breve
como rosa temprana.
Ámame hoy, que aún tengo
las mejillas de seda
y la boca olorosa
como fresca manzana.
Lo más llamativo del primer pasillo —alguien del sexo masculino lo redactó y otro del mismo sexo lo interpretó- es su carácter sombrío, desesperanzado y nihilista, casi suicida. La canción más melancólica y necrofílica que se haya compuesto (o adoptado) en Ecuador, un país experto en tristezas. Es una versión autóctona de aquel Desdichado de Nerval, que vive bajo el “sol de la melancolía”.
El segundo, cantado con elegancia y gran expresividad por Carlota Jaramillo, más que una imploración de amor, es una ofrenda, sensual y generosa, complementaria de la primera: la voz femenina acude desde lejos, desde otra canción, a consolar al desdichado. Pero al mismo tiempo implora su amor. No importa que no esté en la misma canción: queremos que la mujer joven, bella, generosa y compasiva de “Imploración de amor” acuda desde estos versos a los del otro poema a tenderle los brazos al más infeliz de los hombres, que maldice, desesperado, del carnaval de la vida. El carácter consolador de la voz femenina consiste no solamente en una ofrenda filantrópica, sino en una entrega sexual, con toda la alegría que ello supone. De ahí que resulta un disparate que el dúo Benítez-Valencia interprete este pasillo, que es un dechado de feminidad. Espero que no sea un atrevimiento afirmar que escucho en el poema de Rosario Sansores ciertos ecos de la sensualidad del bíblico Cantar de cantares.
El poema de Antonio Plaza —y de Julio Jaramillo- no puede ser más masculino en el reflejo de una melancolía existencial radical, mortal. El de Rosario Sansores es exquisitamente cursi, exquisitamente femenino y exquisitamente optimista. El hombre es la soledad, el abandono, la melancolía; la mujer, la compañía, el consuelo, la alegría: “Tú eres el sol / que mi existencia alumbra, / tú eres la estrella / que mis pasos guía”, dice otro pasillo, de Cristóbal Ojeda. Es probable que yo esté atribuyendo a los hombres y a las mujeres características que no necesariamente les pertenecen. El hombre no es siempre el triste y la mujer no es siempre el consuelo y la alegría. En el dramaturgo sueco August Strindberg, por ejemplo, la mujer inviste la bíblica fatalidad de destructora del hombre. Pero la tradición poética occidental —el Amor Cortés— se ha empeñado en mostrar al hombre como un ser melancólico y desdichado; y a la mujer, como el bálsamo que se vierte sobre sus heridas, la que redime por el amor, como diría Richard Wagner.
Siempre me ha sorprendido la sordera del público ecuatoriano para las letras de sus canciones. Nunca le importó mucho su contenido. Les ha bastado la voz del intérprete y de ella han disfrutado. Aun ahora, en youtube, los comentarios de los visitantes se limitan a elogiar la voz y el canto de los dos Jaramillo, Julio y Carlota, o de cualquier otro intérprete, sin reparar en la morbosa desesperanza del poema “Carnaval de la vida”, así como nadie parece haberse escandalizado —en la pacatería social de los cuarentas o cincuentas— de la audacia erótica de “Imploración de amor”. Nadie parece haber reparado en esa jubilosa reducción de la vida al contacto sexual: “La vida sólo es eso, / no percibes, amante / el olor que se escapa/ de la piel de reseda”, ni en la urgente invitación a disfrutar de la carnalidad (el “Carpe Diem”: “Goza el día” de Horacio y otros poetas). Por otra parte, el objeto de amor no es aquí el esposo, sino el amante, motivo de sobra para el escándalo.
Sólo agregaré que, musicalmente, los dos están compuestos, como todos los pasillos, en colores sombríos, en tonalidades menores, las de la tristeza: el “Carnaval de la vida” en do menor; “Imploración de amor”, en la menor. La música ha borrado las distancias entre los dos pasillos: los textos pueden ser muy diferentes pero la tristeza expresiva de la música es la misma.
Este artículo se publicó en la revista Mundo Diners No. 409, de junio de 2016.