pie-749-blanco

«Vivir loco, morir cuerdo en Cervantes», por don Carlos Arcos Cabrera

El Quijote derrotado en las playas de Barcelona por el caballero de la Blanca Luna, el bachiller Sansón Carrasco, regresa a su aldea. La historia se aproxima a su final y una tensión punzante, que se convierte...

Artículos recientes

I.

Entre el 12 y el 16 de mayo, el Club de Lectura El Quijote, de Manabí, organizó las III Jornadas Cervantinas. Fue un evento de alta factura con la participación de destacados especialistas en la obra de Cervantes. Yo no soy uno de ellos, tan solo un lector de Cervantes. La invitación a participar en las Jornadas Cervantinas fue oportunidad única para reflexionar sobre un tema para mí inquietante: «Locura, cordura y muerte en El Quijote y en El licenciado Vidriera», una de las novelas ejemplares.

El Quijote derrotado en las playas de Barcelona por el caballero de la Blanca Luna, el bachiller Sansón Carrasco, regresa a su aldea. La historia se aproxima a su final y una tensión punzante, que se convierte en desazón, me embarga. Se intuye la muerte. El inmortal personaje literario tiene los días contados, al igual que la novela. La inmortalidad de la obra y del personaje no lo protegen de la muerte, igual que al lector no lo preservan del inevitable final del libro. Cervantes nos pone sobre aviso, pero deja abierto el desenlace. En el capítulo LXXII «De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea», Sancho, luego de coronar la última cuesta, ve el lugar que dejaron para iniciar la gran aventura. Sancho cae de rodillas y dice: «Abre los ojos, deseada patria, y recibe también a tu hijo don Quijote, que, si bien viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede».

El Quijote responde: «Déjate de esas sandeces […] y vamos con pie derecho a nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en nuestra pastoral vida pensamos ejercitar».

Tanto la reflexión de Sancho como la respuesta del Quijote son mensajes en clave no solo sobre la muerte, ya presente tanto en la derrota como en el retorno a la aldea e intuida en aquel mirar, desde la altura, la patria que se dejó tiempo atrás: vuelta al origen, a la tierra natal, en una clara reminiscencia a Homero y a La odisea; sino sobre la transfiguración del Quijote. ¿Cómo entender la afirmación de Sancho de que don Quijote se ha vencido a sí mismo? ¿Venció a la locura y recobró la cordura? En su respuesta, don Quijote confirmaría esta interpretación. Analicémosla. La tarea que se impone en su pueblo es descrita en los siguientes términos: «Daremos vado a nuestras imaginaciones y la traza que en nuestra pastoral vida pensamos ejercitar». «Dar vado» es aquietar, tranquilizar las aguas turbulentas de la demencia, de las «imaginaciones» que lo sacaron de su vida cuerda, de su vida como Alonso Quijano. No se trata tan solo de aquietar las imaginaciones. Cervantes cierra el diálogo con una frase enigmática: se trata de hacer vado de aquello que «pensamos ejercitar», pero podría ciertamente concluir: «pero que no lo hicimos». Toda la «traza», las aventuras del Quijote desde La Mancha hasta la derrota en Barcelona y el retorno a la patria únicamente acontecieron en la mente calenturienta de Alonso Quijano, el bueno: un sueño, una quimera. El lector ha sido engañado, ha vivido el sueño enajenado de Quijano, se ha dejado arrastrar por la locura de aquel.

El último diálogo con Sancho es revelador del cambio radical del personaje: «Perdóname, amigo —dice el Quijote a Sancho—, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en el que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo».

Cervantes se resiste a abandonar a su personaje principal, pues es evidente que quien dice lo que dice ya no es el Quijote sino Alonso Quijano, cuerdo ya y consciente de su locura.

Pocas líneas después dice:

—Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco, y ya soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha y agora, como he dicho, Alonso Quijano, el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía.

Un diálogo cargado de símbolos que contiene, a mi juicio, una de las tantas claves de El Quijote. La súbita cordura es la irrupción de la razón, de la modernidad con el consecuente fin del mundo medioeval e ilusorio de los caballeros andantes. También es la apertura de una brecha en la que Cervantes desplegó el juego de la ficción literaria y de su expresión: la novela. Contiene a la vez un acertijo que contradice la relación entre locura y muerte: en El Quijote, la locura es vida, en tanto que la cordura nos conduce inevitablemente a enfrentar a la muerte y el profundo sinsentido de la vida. Solo gracias a la demencial conducta del Quijote, la vida entera, con sus normas sociales y con su principio de realidad es descubierta en su irracionalidad, en su mentira, en su hipocresía, en su fatuidad, pero solo así es vivible. Por el contrario, la cordura de Alonso Quijano lo enfrenta a la realidad de la muerte.

En el mundo ilusorio de los caballeros andantes en que transcurre la obra, a pesar de ser aporreado y zaherido, a pesar de perder los dientes y tener las costillas rotas, un halo de inmortalidad rodea al Quijote: vive una interioridad sin culpa, una conciencia más allá del bien y del mal. Al recuperar la razón ese halo desaparece: la cordura se presenta junto a la muerte y al nacimiento de una conciencia culpable que lo lleva a pedir perdón a través de Sancho a la sociedad que lo rodea para ser aceptado nuevamente, como Alonso Quijano, El Bueno, un hombre de carne y hueso, un moribundo cuerdo.

Cervantes renunció a dejar que el Quijote muriera en la ley de su delirio caballeresco y optó por llevarlo al lecho de muerte plenamente cuerdo. Al hacerlo, inauguró la modernidad: el imperio de la razón, de la cordura, de la conciencia culposa, de una conciencia trágica. Paradójicamente, en ese momento Cervantes sentó las raíces de la ficción novelesca, la creación humana en la que es posible la ausencia de culpa y a la vez, la vivencia de todas las culpas.

Cervantes nos sorprende: se piensa al Quijote como un Odiseo, en el cual la Ítaca es el territorio de la razón. En tal sentido Cervantes vislumbró un aspecto medular de la modernidad. Cervantes publica la segunda parte de El Quijote en 1615, un poco más de un siglo después de que Erasmo publicara Elogio de la locura (1511). M. Foucault, en Historia de la locura en la época clásica (FCE, México, 1976), entre otros hechos señala que, hacia fines de la Edad Media, la locura desplazó a la lepra como el territorio de la exclusión. Entre aquella circunstancia y el encierro al que la época clásica someterá a los locos, estos serán los tripulantes de la Stultifera navis, «la nave de los locos», que incentivó a poetas, a la imaginación popular y a pintores. De allí el cuadro con este nombre de El Bosco, pintado entre 1490 y 1500. «Los locos de entonces —escribe Foucault— vivían una existencia errante». Tan errante como la del Quijote. Después, los locos serán encerrados. Fue el triunfo de la razón política y médica.

Más allá de estos hechos, El Quijote es la culminación de esta transición de la Edad Media a la época clásica, el surgimiento de la modernidad. Cito una reflexión de Foucault sobre el «vencimiento» de la razón como un aspecto sustantivo de El Quijote:

Y es que ahora la verdad de la locura no es más que una y sola cosa con la victoria de la razón, y su definitivo vencimiento: pues la verdad de la locura es ser interior a la razón, ser una figura suya, una fuerza y […] una necesidad momentánea para asegurarse mejor de sí mismo. (62)

II.

La relación entre vivir loco y morir cuerdo se encuentra nuevamente en una de las novelas ejemplares: El licenciado Vidriera.

El argumento de Vidriera es el siguiente: camino de Salamanca, dos caballeros encuentran a un muchacho dormido bajo un árbol. Viste como el hijo de un labrador. Lo despiertan e interrogan. El muchacho, llamado Tomás Rodaja, quiere ir a Salamanca y busca un amo al que servir con la única condición de que le permita estudiar. Para sorpresa de los caballeros (y del lector) el mancebo sabía leer y escribir —inusual en el hijo de un labrador— y lo llevan con ellos. Tomás tenía un «raro ingenio» y triunfó en Salamanca.

Sin embargo, el amor le juega a Tomás una mala pasada. Una dama «de todo rumbo y manejo» se enamora perdidamente de él, que no corresponde a los furores amorosos. La dama desairada intenta un último recurso: una pócima para el amor. Al estilo de la Bella Durmiente (no por odio, sino por pasión), ofrece a Tomás un «membrillo toledano» que contiene la pócima. Él la come: por poco muere y queda muy enfermo.

Seis meses después, «aunque le hicieron los remedios posibles, solo le sanaron la enfermedad del cuerpo, pero no la del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más extraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto». Tomás cree que es de vidrio «de pies a cabeza» y comienza a actuar procurando evitar toda circunstancia que implique algún riesgo de que pueda romperse, así llega a ser conocido como el licenciado Vidriera.

La locura da a Tomás una extraña sabiduría: al «ser hombre de vidrio y no de carne: por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con más prontitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesado y terrestre». Admite preguntas de todo tipo y da respuestas ingeniosas, inesperadas, sagaces. Vidriera, en la convicción de su total fragilidad es la antítesis de los superhéroes, indestructibles y torpes. En una ocasión un estudiante, admirado por sus respuestas le pregunta si es poeta. Vidriera responde:

—Hasta ahora no he sido tan necio ni tan venturoso.
—No entiendo eso de necio y venturoso —dijo el estudiante.
—No he sido tan necio que diese en poeta malo, ni tan venturoso que haya merecido serlo bueno».

Si Alonso Quijano, el Bueno, llega a la locura a través de una inmersión radical en los libros de caballería y se transforma en el Quijote; la locura de Tomás es resultado de no haber respondido a la pasión amorosa.

Si la derrota en Barcelona traslada al Quijote de vuelta a la cordura, en el caso de Vidriera fue un monje de la orden de San Jerónimo quien «le curó, y sanó y volvió a su primer juicio, entendimiento y discurso…, le vistió como letrado y le hizo volver a la Corte». Tomás cambió su apellido de Rodaja a Rueda.

De manera similar a lo que ocurre en El Quijote, en la vida de Vidriera, la locura es necedad y sabiduría, un mirar la vida desde un ángulo que la cordura y la razón no permiten. Alonso Quijano retornó a la cordura y a la muerte; Tomás Rueda fue curado a costa de perder la sabiduría y el ingenio, fracasó como letrado en la Corte, tomó el camino hacia Flandes, donde, al decir de Cervantes, terminó sus días «dejando fama en su muerte de prudente y valentísimo soldado».

En las dos novelas, Cervantes renuncia a que sus personajes mueran en la locura. Tal vez creía que no era una buena muerte, pues no era señal de inocencia, y así optó por darles vida e ingenio en la locura, y muerte en la cordura, en el imperio de la razón fundamento de la modernidad de occidente. Sin embargo, la modernidad tiene sus paradojas: con el predominio de la razón instrumental, al que Max Weber denominó «la jaula de acero…», la humanidad entera se desliza al borde de un abismo en el cual la locura del exterminio y de la autodestrucción están al orden del día.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*