Sus detractores se apresuraron a descalificarlo por su adicción a las drogas y su vida descalabrada. Algunas feministas lo redujeron, de inmediato, al ídolo que necesita el patriarcado para su permanencia. Los políticos de derecha dijeron que los narcotraficantes habían perdido un cliente y el castro-chavismo un portavoz. Ciertos biempensantes repitieron el lugar común de los fariseos: «fue un excelente futbolista, pero una mala persona». La gente de fútbol, en cambio, le rindió homenaje en todo el mundo. Maradona fue un futbolista excepcional, un ídolo popular cuyo valor simbólico está más allá del deporte y un entresijo de pasiones que abarca el claroscuro del ser humano. Los fanáticos lo llaman «D10S» y lloran su muerte.
«Fue sin dudas y por lejos el más grande futbolista de mi generación y, posiblemente también, de todos los tiempos», dijo Gary Lineker, que fue parte de la selección de Inglaterra en el Mundial de México de 1986. El célebre partido entre Argentina e Inglaterra llevaba mucha bronca. Es cierto, Argentina no recuperó Las Malvinas después de ganarlo, pero el sabor a revancha de una guerra contra el colonialismo inglés quedó estampado en el imaginario latinoamericano: si a los imperios no les importa hacer trampa para perpetuar la dominación colonialista, ¿por qué habríamos de lamentar un gol con la mano? Y, claro, Maradona también marcó el gol del siglo pasado. «Fue lo más cerca que estuve en mi vida de querer aplaudir el gol de otro», recordó Lineker, ahora comentarista deportivo, en su homenaje a Maradona.
Conocemos la historia del pibe de las villas que tocó el cielo de la fama y la fortuna. Fue el futbolista que enfrentó a los dirigentes mafiosos del fútbol; fue el que se identificó con las causas populares. Maradona, como le pasa a los héroes de la tradición popular, luchó por sus sueños y los consiguió; luego se perdió, en la cumbre del éxito, y cayó al abismo de la derrota espiritual; después, otra vez, se levantó y volvió a caer. Como en el tango, provoca cantarle: «Garufa, vos sos un caso perdido». Para la cancha, es «un mago sin igual», según dijo Cristiano Ronaldo. A un ícono deportivo incrustado en el corazón del pueblo no se le pide que sea el alumno ejemplar de sexto grado; su relación con las masas está en las emociones dominicales que genera sobre esa grama alienante que es el fútbol. Su muerte lo eleva, definitivamente, por sobre las miserias de la vida: «Nos deja pero no se va, porque Diego es eterno», tuiteó Messi.
Basta ver de dónde provino la moralina conservadora desatada contra la vida de excesos de Maradona apenas murió, para darnos cuenta de qué lado él estuvo y qué odios desató. Y, justamente, porque también fue drogadicto, camorrista y machirulo es que Maradona se acerca a la condición humana de la gente común; quiero decir, a ese amasijo de virtudes y defectos que somos todas las personas. Me recuerda a otro ídolo del descarrío: nuestro Julio Jaramillo. Por lo demás, nadie le está entregando el premio a la buena conducta de los colegios religiosos, sino reconociendo en él al genio del futbolista. La dos veces campeona mundial (2015 y 2019) y capitana del equipo de fútbol de EE. UU., publicó una foto junto al jugador y escribió en su cuenta de Tuiter: «Un gran momento de mi carrera haber podido conocer a Maradona. Un verdadero grande y otra leyenda se nos va demasiado pronto».
El 10 de noviembre de 2001, en la Bombonera, se enfrentaron la selección de Argentina contra la del Resto del Mundo. Fue el partido de despedida de Maradona y, más allá de los dos goles que hizo en un encuentro que terminó 6-3, nos quedan las palabras de su legado moral: «Yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha».
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