Texto de don Carlos Vásconez en la presentación de «Fabula»

Compartimos con ustedes el texto que preparó don Carlos Vásconez para el acto de presentación de su obra «Fabula», que tuvo lugar en el auditorio de la academia el pasado 15 de febrero.

Compartimos con ustedes el texto que preparó don Carlos Vásconez para el acto de presentación de su obra «Fabula», que tuvo lugar en el auditorio de la academia el pasado 15 de febrero.

Señoras, señores.

Empiezo por expresar mi saludo a todos ustedes y mi gratitud por haberse tomado el tiempo de acompañarme en la presentación capitalina de este conjunto de microcuentos que tanta ilusión me causa al tan solo pensar que estará en sus manos, en su mirada, en su entorno y que, quién sabe, constituya un momento de dicha para ustedes. Es posible que no exista anhelo más excelso de un escritor que el de contar con lectores avisados, atentos, que inteligencien a lo que leen. Porque estoy convencido, cada vez más, que el lector proporciona a lo leído experiencia, sabiduría y conocimiento; le da su profundidad y amplitud, las sensibilidades, cruzadas con las del autor, y que en esa mezcla resultan un cóctel apetecible y fantástico, se incorporan a lo leído. Lo he pensado, primero poco, ahora mucho, que el Quijote, la pieza novelística clave de la humanidad y posiblemente el mayor invento que hemos forjado los seres humanos, adquiere cada vez más vigencia y fortaleza estética, poética y vivencial, gracias a las relecturas y reinterpretaciones que hacemos con el paso de los años. El Quijote, como toda obra cumbre, mejora con el paso de los años y visitarlo nuevamente es recorrer nuevos caminos, oler nuevos aromas, sentir nuevas texturas, saborear nuevas exquisiteces, decir nuevas palabras viejas. De este modo es que sé que ustedes harán de este libro lo que han hecho de libros de mi autoría anteriores, un objeto apreciado y cuidado para así darle lo que le falta. El lector de microcuentos, y de cualquier género, completa lo inacabado. Es que joyceanamente, todo libro es un trabajo en progreso. Y el microcuento es por esencia el epítome de la creatividad. En él nace la historia de las civilizaciones, cuando alguien, a punto de perder el aliento, contaba, acezando, que una bestia inenarrable había devorado a su familia, a lo que le añadía un leve giro porque él había logrado escapar. Recordemos las palabras del escritor irlandés John Banville al recibir el Premio Príncipe de Asturias a las Letras al aseverar que el mayor logro del hombre es la frase. Con la frase sentenciamos, así como construimos catedrales lingüísticas. La frase es aforística, legal, y urge de una denodada capacidad de ingenio para encajar en pocas palabras todo un universo. Hamlet asegura hasta el infinito que viviría plácidamente dentro de una cáscara de nuez. Quizá el microcuento sea esa cáscara de nuez en la que podríamos vivir a nuestras anchas.

En principio, las teorías del microcuento se destrozan cuando leemos «grandes» microcuentos. Las teorías sirven para dispersarnos o distraernos de la esencia misma de lo que estamos por abordar, tanto cuando escribimos como cuando leemos, es decir, y en cualquiera de los dos casos, cuando creamos. Toda teoría es un distractor. También una suerte de repelente. Se ha forjado para obligarnos a entrar a tientas, y, en ese sigiloso andar, nunca estar preparados de manera íntegra ante lo que se nos avecina. La teoría del microcuento advierte al lector: “El texto con el que te encontrarás a continuación puede ser tu perdición. Deja una propina al entrar, porque es más que probable que de aquí no salgas”. El microcuento se sostiene merced a su poder de contracción, a ese encajonamiento del que he hablado, a la habilidad casi científica del escriba de escoger con tacto cada palabra, sin dejar ninguna al azar, al asombro que nos acecha al finalizarlo y a la subsiguiente expectativa que el cuento ha generado en nosotros. Porque su eco estará ahí. Porque lo habremos leído con mucha cautela, pensando al inicio que si somos bruscos lo destrozaremos cuando, por su composición y estructura, es todo lo contrario. Ese acercamiento a lo microscópico, a lo minúsculo, nos vuelve a los escritores y lectores, a los seres humanos, en fin, personajes liliputienses que, laboriosos, hallan al mundo gigantesco. Todo lo demás se agranda. Todo lo demás tiene luz.

Escribí estos cuentos durante varios años. Podría ser un poco juguetón y afirmar que los cuentos me han escrito a mí. Mi biografía es un poco bibliografía. Podría aplicar mi ludopatía latente y asegurar que los cuentos me han tomado el pulso, han apretado mi muñeca y me han hecho escribirlos. Eso querría decir que soy su prisionero, y que sufro de un profundo Síndrome de Estocolmo. El primero de ellos, que además es el que abre el libro, data de 2006. Con el paso de lo años no he perfeccionado ninguna técnica ni he amaestrado a mi pluma. Lo único que he hecho es continuar, con algo de desparpajo, en busca del Santo Grial que sé que está en las palabras. Lo que no sé es si está en mis propias palabras o en las palabras ajenas. Pero ahí está, me otea, es voyeur, soy su presa. Me mira como mira el gato montés al ratón de campo, calculando su peso y su velocidad antes de arremeter contra él y darle el zarpazo definitivo, no sin antes juguetear, amedrentarlo, calentar su sangre para que sepa de manera más suculenta. El gran secreto es abrir los sellos sagrados. El microcuento es una de las formas contemporáneas de la aventura. El viaje a la semilla. El retorno a lo esencial. Por eso me fascina el género, porque estamos abocados a volver, siempre, a nuestros principios, al Verbo que se hace carne. El microcuento, ergo, es una retrospectiva. Argumento todo esto por la anécdota que sirvió de escenario para que cada uno de estos cuentos viera la luz. La mayoría fue escrita en tránsito, casi todos en terminales aeroportuarias, a la víspera de irme a alguna parte, lo que quiere decir con la cabeza en lo que dejo y en lo que vendrá, es decir, con la cabeza en cualquier parte menos en el papel; los que no, pasada la medianoche, rodeado de la impresión de que para escribir bien uno tiene que afantasmarse. (Cabe recordar entre paréntesis, que el mejor lector es aquel que no cree en fantasmas.)

Debo darle espacio en esta alocución al producto en el sentido de libro per se. Quienes nos consideramos bibliófilos, y el bibliófilo más que coleccionista de libros es aquel que los trata bien, que pasa las hojas acariciándolas para cuidar de ellas y recibir su reciprocidad, tenemos al libro como objeto también como amuleto. Con José Corral, coeditor de Fabula, pensamos desde un principio que el formato debía ser consecuente con el contenido. Eso no quiere decir que Editorial McGuffin deberá hacer formatos enormes y pesados cuando se trate de una novela de largo aliento, sino que, en este caso, bajo la premisa de que los microcuentos tardan en ser digeridos, y a veces entendidos en su totalidad (no sé si alguien, el mismo Augusto Monterroso, comprende de verdad “El dinosaurio”), ha sido pensado bajo un diseño gentil para el potencial lector, para su comodidad, para llevarlo en el bolsillo de verdad. En Seda, de Alessandro Baricco, se dice que acariciar la seda japonesa es como acariciar la nada. Sería mentirles el no asegurarles que eso quisiera que sintieran al leer Fabula, al tenerlo en sus manos.Tengo la impresión que es más difícil extraviar un libro de pequeño formato que uno grande. Además, y emparejándonos con la contemporaneidad, sin apreciarla del todo, pero bajo ningún pretexto despreciándola, es un libro cuyo formato digital también resulta funcional: un libro que encaja a la perfección en el teléfono celular que todos cargamos como antaño a la cruz o a la imagen de la Virgen Santísima. Va en este sentido mi agradecimiento a la editorial, a José Corral, a quienes subvencionaron la obra, que son el Instituto de Fomento a la Creatividad y la Innovación, IFCI, y a la Unidad Educativa Las Pencas, así como al impresor, el gran profesional que es Fabián Mosquera.

Muchas veces me he preguntado cuál es la causa por la que alguien como yo deviene escritor. ¿Cuál es la razón por la que empuño una pluma o martilleo un teclado? La respuesta siempre es la misma: el terror. El terror nos hizo seres pensantes, el terror nos hace escritores. No podemos olvidar a T.S. Eliot cuando aseguraba que lo bien dicho y lo bien leído se convierte en estatua, que ya no pasa al plano de la realidad.  El microcuento por excelencia posee varios rasgos que se encajan en las sensibilidades del hombre, pero quizá, y como toda literatura que se precie de ser tal, los mayores sean precisamente el terror y el humor. Y si hilo fino tendría que añadirle a la palabra “humor” la palabra “negro”. Lo mío es humor negro. La fantasía, y el asombro que conlleva, depende de estos dos factores. Si a esto se añade un manejo atildado del lenguaje, una voz poética que recorra estas líneas como un equilibrista kafkiano que sueña con caer y despedazarse pero que justo por eso lo evita, para no darle el gusto que piensa que les daría a sus espectadores, y una historia sugerente, que nos conduzca a infiernos y paraísos ajenos o impensados, más una sobredosis impalpable de indagación en la condición humana, entonces tendremos un producto digno. Así, dignos, quiero que sean estos cuentos. Dignos de su lectura y, si el Hacedor me lo permite, de su relectura. Todo escritor a lo que apunta es a que, cuando alguien lea su libro, quiera empezarlo de nuevo.

Concluyo esta presentación, que quisiera que hubiese sido humilde y sincera, con la gratitud a las personas, personajes y personalidades que me han acompañado esta mañana quiteña. A María Luz Albuja, gran amiga y colega, quien me ayudó a gestar esta presentación, con su bonhomía y capacidad de preparación (leo un mensaje suyo de WhatsApp y puedo ver que está sonriendo). A mis papás, quienes siempre me han respaldado y que en esta ocasión me acompañan, junto con mi primogénito, Carlitos Guillermo (es la primera vez que uno de mis hijos está en el lanzamiento de un libro mío. Sus hermanitos, por ser tan pequeños, no vinieron). A la Academia Ecuatoriana de la Lengua, representada por don Francisco Proaño Arandi, su director (quien, en Cuenca, hace un par de meses, al presentarme a su esposa me auspició con un decidor “él escribe cosas muy fuertes, aunque no lo parezca”). A Santiago Vizcaíno, uno de los escritores de mi generación más valiosos y aceitados. Su prosa es magnífica, por eso quizá esa propensión suya al cuento y la novela breve, o nouvelle. Gracias, Santiago, por tu generosidad al aceptar apadrinar quiteñamente a este libro. Sabes que cuentas conmigo, y con mi libro, para lo que gustes. Debo remarcar mi gratitud a la gente de la prensa quiteña. Aquí me acogen de maravilla, siempre, lo que demuestra el interés consonántico en la cultura, las artes y las letras, y que le devuelve contantemente el apelativo a Quito de Ciudad Luz de América. A mis amigos de toda la vida, Luis Felipe Aguilar, el Chino, gran escritor y doctor en leyes; A Luis Aguilar Monsalve, uno de los grandes promotores de nuestra literatura actual, gestor de decisivas antologías, además de ser todo un caballero y un gran microcuentista y novelista; a Andrea Regalado, de Planeta, por siempre estar para darme un espaldarazo. A Fabián Guerrero, poeta de primera línea (…). Y tanta gente que no pudo ven ir, por A o B circunstancias y que han hecho de mi vida un lugar de recreo, donde a veces rasmillarse la rodilla es el resultado de lo vivido y la muestra de que se puede seguir en pie.

Hoy, día de San Valentín, en la antesala de esta presentación, he pensado en la canción “Fábula”, de Los Iracundos. Lo pienso como puedo pensar en moler maíz o buscar un trébol de cuatro hojas. Pienso en esa canción porque quizá no me quede alternativa sino confesarme un romántico empedernido. Porque todo aquel que fabula crea encantamientos, inútiles, mediocres o gloriosos, con el fin de enamorarse de quien escucha y lee. Quisiera que estos microcuentos, limpiados de ripios y asperezas, sean parte suya como lo son de mí.

Y gracias, por fin, o por primera vez (nunca antes les había agradecido nada, pero ya va siendo horita de hacerlo) a mis cuentos, novelas y ensayos, que creo que con los años toman vuelo y algo de prestancia, como cometas de verano, a cuya cola me aferro para irme con ellos.

Viernes, 14 de febrero de 2025
Carlos Vásconez

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