
Miguel de Santiago hacía gala de un malgenio del diablo y, con los años, se había vuelto más irascible y nada tolerante. Un día tuvo que salir por una larga jornada de su taller hacia Guápulo y dejó un gran cuadro a medio trabajar al cuidado de su discípulo Nicolás Javier de Goríbar.
En mala hora la mujer del pintor, doña Andrea Cisneros, que perseguía a un animal que se había escapado del corral, tropezó con el caballete donde había dejado su marido la pintura todavía sin terminar. La obra se malogró en la zona central. El llanto de la señora se anticipó a los rayos y centellas que proferiría Miguel de Santiago.
Sin embargo, Goríbar se ofreció a reparar el daño: con mano maestra y una jornada hasta altas horas de la noche realizó una restauración perfecta, tanta que al regresar el pintor no cayó en cuenta de que un pincel ajeno había intervenido en su obra y, en unos días más, la concluyó. Entre las efusiones del festejo por haber dado fin a su trabajo, el joven discípulo confesó el susto por el cual habían pasado con el tropezón de doña Andrea. El maestro, en lugar de mostrarse agradecido y reconocer la pericia de Goríbar para reparar el daño, montó en cólera, lo insultó y lo echó del taller.
—Has perdido mi confianza, me has engañado —sentenció furibundo.
El pintor de los profetas
De nada valieron los ruegos de su esposa a favor del joven y el recordarle los lazos de parentesco: era sobrino del maestro. Por el contrario, redoblaron los reproches a la mujer. Muchos dicen que le movía también a Miguel de Santiago el demonio de la vanidad frente a la habilidad extraordinaria de su discípulo: se negaba a admitir émulo alguno; él era único, el más grande y no reconocía competidor.
Goríbar, en inesperada desocupación, se dedicó a vagar por la ciudad. Al notar su desamparo y sin conocer las habilidades del muchacho, unos jesuitas le propusieron trabajar en la limpieza y las faenas domésticas en las haciendas de la orden en el valle de Los Chillos. El joven pudo subsistir gracias al trato generoso que allí recibió. Nunca olvidaría a sus benefactores. En señal de gratitud, prometió que cuando naciera su primogénito lo bautizaría con el nombre de Francisco de Borja, el jesuita canonizado pocos años atrás.
Como conservaba viva su vocación de pintor, se dio también modos, en sus tiempos libres, de pintar algunos cuadros para las iglesias de los alrededores, sobre todo para la de Píntag. Los jesuitas, al caer en cuenta del talento de Goríbar, lo llevaron de regreso a Quito y le encargaron los cuadros de los profetas para las columnas del templo de la Compañía de Jesús, que estaba en proceso de restauración después de sufrir grave destrucción por los terremotos que sacudieron la ciudad en 1660 el primero y dos años después, el segundo.
Miguel de Santiago y Nicolás Javier de Goríbar, maestro y discípulo, fueron las cumbres más altas de la pintura colonial.
Este artículo se publicó en la Revista Mundo Diners.