Discurso de don Fabián Corral Burbano de Lara en la incorporación de don Íñigo Salvador en calidad de miembro correspondiente

El pasado 4 de septiembre don Íñigo Salvador Crespo se incorporó a la academia en calidad de miembro correspondiente. Compartimos a continuación el discurso con el que don Fabián Corral Burbano de Lara lo recibió en la ceremonia.

El pasado 4 de septiembre de 2025, don Íñigo Salvador Crespo se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. Compartimos a continuación el discurso con el que don Fabián Corral Burbano de Lara lo recibió en la ceremonia.

Cumplo con el honroso encargo del Directorio de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de celebrar el ingreso del Dr. Íñigo Salvador Crespo, como académico correspondiente.

Íñigo, permíteme la familiaridad: bienvenido a esta casa, que es tu casa, no solo por tus méritos intelectuales y tu trayectoria como novelista, historiador, jurista y hombre público, sino, además, porque llegas a la institución a la que Jorge Salvador Lara, tu padre, enriqueció, defendió y contagió con su talento, su donaire y su prestigio. Más aún, porque tu madre, doña Teresa Crespo Toral fue, hasta su muerte, académica de número. Y debo decir, que tengo el honor de ocupar su asiento.

Cumplo este encargo con especial satisfacción, porque Jorge Salvador Lara fue, de alguna forma, mi mentor, y hoy me corresponde decirle a su hijo: bienvenido a la Academia. La coyuntura no puede ser mejor, porque a lo dicho, que es lo formal, se agrega la circunstancia de que tengo una amistad perfecta con Íñigo, perfecta porque no es muy cercana ni tampoco distante, es la justa amistad, esa que permite apreciar los méritos del amigo, y distinguirlos de los del intelectual, y señalar sin pasión sus capacidades, su trayectoria y su perfil, y hablar de él sin perder de vista que el nuevo académico ha logrado conciliar la historia con la novela, la reflexión con la capacidad de contar hechos de vieja data, y todo con la frescura de su estilo.

Al tiempo de dar la bienvenida a Íñigo, esta ocasión es propicia para hacer, a propósito de la lengua, algunos apuntes sobre su libro esencial: 1822. La novela de la Independencia. Admito que semejante incursión literaria no es usual en esta coyuntura. Sin embargo, me atrevo a hacerla, porque no hay mejor forma de caracterizar a un académico que mirar su obra y apreciar su talento para contar la historia a través de la herramienta de la literatura. Literatura e historia, ¿cuál tiene mejor argumento?

El acierto de Íñigo Salvador, como novelista, está, precisamente, en la ambientación de la guerra de independencia, en situar los hechos en el entorno perfecto, y configurar de ese modo el escenario de los esfuerzos y trabajos de quienes tuvieron la osadía y la determinación de luchar contra el Imperio Español, y de crear un estado independiente en lo que fue la Audiencia de Quito.

La lengua es la herramienta que emplea nuestro académico para rememorar esos días, dibujar los personajes con un trazo, sintetizar su carácter en una frase, introducirnos en las ideas, pasiones y creencias de aquel tiempo y de esa gente dura, heroica, abnegada y leal que fueron los patriotas. Todo sin desmerecer la exactitud de la historia.

Cuando releí los libros de Íñigo, 1822 y Miércoles Santo, confirmé la idea que me ronda hace tiempo de que la historia, con frecuencia, adquiere los atributos de una novela, y que las novelas históricas son, en cierto modo, la crónica de hechos que superaron a la imaginación. Sospecho, pues, y me atrevo a decir, que el realismo mágico no nació con el boom latinoamericano, nació con las crónicas de Indias, con los relatos de los viajeros coloniales, con las gestas libertarias y en la narración de las jornadas de la rebelión que dio al traste con el Imperio Español en América. Y en ese confuso entrevero de ilusiones y de guerra, de vida y de muerte, estuvo, por cierto, la idea persistente de ser república, de trazar las fronteras de países que nacían a la libertad entre la fusilería y los embates de caballería. Por eso, leerle a Íñigo Salvador es meterse en nuestra historia y encontrarla otra vez en Huachi, en Sabaneta, en Tapi y en una batalla inusual, dramática, que se libró entre riscos inauditos y bajo el aguacero persistente de los páramos del Pichincha.

Contar, a modo de novela, episodios esenciales de la fundación de la República, advertir que las diferencias regionales estaban presentes desde entonces, dotar de humanidad a personajes que habíamos convertido en íconos, y rescatar al hombre común en la versión del soldado de infantería, del guía, del jinete de Lavalle, significa asumir la historia desde una perspectiva diferente, significa atreverse con la verdad, y también con la ensoñación, pero siempre con esa particularidad genial de la novela que se llama estilo. Ese estilo que prospera en los textos de Íñigo Salvador.

Su novela, 1822, es un libro que certifica que nuestro académico tiene la madera de historiador que le viene de familia, con la advertencia de que a los hechos que cuenta Íñigo agrega el encanto y la compañía del paisaje y los atrevimientos de la imaginación, en episodios que se narran sin romper la intensa verdad de los hechos.

La relectura reciente de 1822, La novela de la Independencia, me permite hacer de esta bienvenida a la Academia ocasión propicia para destacar la potencia narrativa de ese texto, y el hecho de que la novela, toda novela, es novedad, es radical creación, pero acá, es novedad en la visión de la historia, en la narración de heroísmos, esfuerzos, triunfos y derrotas, en la aproximación a las angustias y a los amoríos, en los encuentros de personajes históricos que descienden del pedestal del mito a la dimensión de seres que arriesgaron, temieron, odiaron, sufrieron las tormentas, y entendieron que la tarea irrevocable era vencer, como vencieron.

Me refiero a la novela de Íñigo Salvador en esta ocasión, porque ella sola justifica ampliamente su incorporación a la Academia, con la particularidad de que esta casa, que es el rincón de las palabras y la trinchera del idioma, es, además, el sitio donde encuentran espacio las crónicas del país, y la novela como desafío para que la memoria no se disipe del todo, entre los riesgos siempre agazapados en estos días insólitos que vivimos, en los que, a pretexto de nuestro presente dolorido, y a veces sórdido, y de noticias agobiantes, se olvidan los caminos difíciles que hicieron posible llegar acá, a estos tiempos de desafío e incertidumbre. Y, además, para evitar que se olvide que los patriotas no nos dejaron la república perfecta, ni la libertad como obsequio. Lo que nos dejaron, y lo que claramente nos recuerda Íñigo Salvador, fue la semilla y el desafío para que seamos país y para que aprendamos a ser libres.

La palabra es, fundamentalmente, historia. El diccionario es el libro que encapsula toda la cultura y toda la memoria, es el inventario de los decires que casi siempre aluden y evocan lo que fuimos, lo que persiste, lo que se perdió, y lo que en adelante debemos asumir y defender. Ese enlace entre la palabra contada, la tradición, los mitos, las realidades y la historia, explica por qué Íñigo Salvador está aquí, y justifica el hecho de por qué la bienvenida al nuevo académico deba consistir en una alusión a su libro de historia/novela.

Así, pues, mi bienvenida a nombre de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, mi un saludo y felicitación y una mención a su libro de historia, palabras, estilo y memoria.

Además de escritor, Íñigo Salvador es un notable jurista. Ha sido presidente del Tribunal de Justicia de la Comunidad Andina, miembro del Comité Jurídico Interamericano, integrante de comisiones de alto nivel de las Naciones Unidas, decano de Derecho de la PUCE, profesor, diplomático, colaborador de revistas especializadas, y hombre público que asumió cargos como el de Procurador General del Estado con notable eficiencia y honradez. Y lo que es más, es una persona con alto sentido de la palabra y perfecto concepto del país.

Señoras y señores. Quito, 4 de septiembre de 2025.