Discurso de incorporación de don Íñigo Salvador Crespo en calidad de miembro correspondiente

El 4 de septiembre de 2025 don Íñigo Salvador Crespo se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. En la ceremonia leyó el discurso de orden que compartimos a continuación con ustedes.

El 4 de septiembre de 2025 don Íñigo Salvador Crespo se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. En la ceremonia leyó el discurso de orden que compartimos a continuación con ustedes.

«Guayaquil» de Borges. Reflexiones sobre la ficción y la historia

En esta ceremonia, en la que tengo el honor de incorporarme a la Academia Ecuatoriana de la Lengua como miembro correspondiente, mis primeras palabras son de agradecimiento a usted, señor director, a las señoras y señores miembros de la Junta Directiva y a las señoras y señores académicos que tuvieron la bondad de proponer, aceptar y comunicar mi nombre. Pertenecer a esta academia, la más antigua y prestigiosa entidad sapiente del Ecuador, es motivo de honra, pero lo es más de compromiso, pues exige al nuevo académico contribuir a las actividades de la corporación de manera condigna con su labor de los últimos ciento cincuenta años de “velar por la conservación, la pureza y el perfeccionamiento de la lengua española”, según el postulado teleológico de sus estatutos, para permitir que su acción se prolongue en el tiempo con el mismo renombre e igual reconocimiento.

No puedo pisar este recinto sin evocar el recuerdo de mis amados padres: Teresa Crespo Toral y Jorge Salvador Lara, ambos miembros de número de la academia; mi padre, que justamente en esta fecha cumpliría noventa y nueve años, incluso llegó a ser su director y, hasta en su lecho de muerte, hace ya trece años, fue su preocupación el futuro de la corporación. Además, muchos de los académicos, en vida de mis padres fueron sus amigos y frecuentaron nuestro hogar; recuerdo desde niño la presencia cercana, como de ancianos tíos, del padre Sánchez Astudillo, Jaime Dousdebés, Renán Flores Jaramillo, Juan Larrea Holguín, Paco Tobar, Galo René Pérez, José Rumazo González, Plutarco Naranjo, el padre Vargas y otros.

Agradezco también al doctor Fabián Corral Burbano de Lara, académico numerario que me ha honrado con palabras de bienvenida tan generosas comoinmerecidas. Me comentó en algún momento Fabián que su ingreso a esta academia se dio por propuesta de mi padre, antes de morir. Y consta en el sitio web de la academia que, al incorporarse como académico de número, ocupó la misma silla de la letra Q que había pertenecido a mi madre. Así, pues, apreciado Fabián, que seas tú —a quien considero una de las más valientes y sinceras voces de guía ética de nuestro atribulado Ecuador— el que ahora me recibe, parecería tener algún componente si no providencial, sí claramente simbólico de la comunidad de ideales y principios que nos enlazan a través de las generaciones. Y es exclusivamente a ello, y no a ningún mérito propio, que atribuyo la benevolencia de tu discurso de bienvenida.

Finalmente, agradezco a todos los aquí presentes, especialmente a mi amada esposa Jimena y nuestros no menos amados hijos y nietos, que son el motivo y razón de mi vida; a mi querida suegra, Beatriz Bustamante Stacey, a mis hermanos y a todos ustedes, señoras y señores, queridos amigos, por acompañarme esta tarde.

1. La novela histórica

Procedo de la vertiente de la novela histórica, pues, no otra, en todo caso, creo que haya considerado esta academia sea la comarca de mis andanzas de la lengua, generosamente calificadas como merecedoras de esta incorporación.

La novela histórica es un género difícil de definir. Para comenzar, porque podría sostenerse que toda novela es histórica de alguna manera.

En efecto, sea que los personajes o las situaciones narradas sean de ficción o, por el contrario, hayan existido de verdad, en la medida que ellos se sitúan en un entorno espacio-temporal determinado podrían clasificarse dentro de la novela histórica en cuanto describen las vicisitudes de esas personas en el marco de unas circunstancias sociales, económicas, políticas o culturales reales de un determinado momento de la historia.

Así parece proponerlo, en un intento de desentrañar la verdadera naturaleza de la novela histórica, la profesora de teoría literaria de la Universidad de Toronto, Linda Hutcheon, cuando sostiene, a través de un enfoque metodológico al que denomina “metaficción historiográfica”[1], que los acontecimientos de la historia solamente ocurren y que difícilmente pueden ser aprehendidos o registrados de manera objetiva. Y que quienquiera que los reconstruya por medio de su observación y los registre, lo hará, siempre, a través de su subjetiva apreciación. De modo que tanto el historiador como el novelista, que aprecian a posteriori los acontecimientos presenciados y registrados por otros, en igual medida hacen, indistintamente, historiografía y literatura.

Y pensemos también en que hay novelas que no han sido escritas como novelas históricas, pero que, transcurrido el tiempo, han llegado a consagrarse como tales. Es el caso, por ejemplo, de La cartuja de Parma, de Stendhal, quien la compuso casi contemporáneamente a las guerras napoleónicas, más con el propósito de dejar constancia de las vicisitudes personales de los aristócratas italianos frente al devenir de Europa, que con el de registrar el desarrollo de la geopolítica de la época.

“En ese sentido —dice el escritor noruego Karl Ove Knausgaard, en su ensayo La importancia de la novela, al referirse ala obra Cosas pequeñas como esas, de la irlandesa Claire Keegan— la novela tiene algo en común con la primera escena de La cartuja de Parma, de Stendhal, en la que la batalla de Waterloo se describe tan de cerca que es como si nos encontráramos dentro de la historia antes de que se convierta en historia… nos describe un suceso, una guerra […] mientras aún es realidad. Desde dentro: ese es el lugar de la novela, a diferencia del periodismo, por ejemplo —o del ensayo histórico, añado yo—, que siempre ve las cosas desde fuera y siempre encierra lo visto en un determinado relato, sin dejarlo nunca abierto”[2] (el subrayado y el resaltado son nuestros).

Se trata, en todo caso, de intentos académicos de sistematización, pero el hecho cierto es que, en la literatura, ficción y realidad participan de un intercambio que las enriquece de manera recíproca. Y por más que el escritor procure conjugar hechos y personajes reales con contrapartes de ficción, tratando de mantener, en lo posible, una línea limítrofe entre ambos reinos, el hecho es que, a la postre, ambos dominios se entreverarán inexorablemente, sin mayor capacidad del escritor de controlarlo.

Aunque, en el caso del relato Guayaquil, de Jorge Luis Borges, del que nos ocuparemos de inmediato y que, como veremos, trasciende la categoría del cuento para adquirir dimensiones novelísticas, el autor no solamente que domina esa frontera, sino que, manipulándola magistralmente, traslada al lector de un lado a otro de ella a su antojo, hasta el punto que en cierto momento este llega al extremo de confundir por completo ficción y realidad, literatura e historia.

2. El relato «Guayaquil» de Jorge Luis Borges

Recogido, en apenas seis páginas, en la recopilación de cuentos titulada “El informe de Brodie”[3], Guayaquil narra en tiempo quizás contemporáneo al de su publicación en 1970, los preparativos para la recuperación de una carta, presumiblemente perdida y redescubierta, que podría contener indicios de lo que Bolívar y San Martín se dijeron en julio de 1822, durante su confidencial encuentro en la ciudad ribereña del río Guayas.

Hay que recordar que “El informe de Brodie” fue ávidamente esperado en su momento, pues aparecía diecinueve años después del último libro puramente narrativo de Borges, que fue “La muerte y la brújula”, de 1951. Y, aunque en su prólogo el autor postulaba que estos cuentos serían menos laberínticos que los recogidos en “Ficciones”, de 1944, o “El Aleph”, de 1949, no dejó de introducir también un deslinde que contiene uno de sus leitmotivs integrales, presentes en toda su obra, no fuera a ser que algo de complicación se le escapara de todas maneras:

“No me atrevo a afirmar que [estos cuentos] son sencillos” —dice Borges—, pues “no hay en la tierra una sola página, una sola palabra que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad”[4].

Pero el hecho es que, al contrario de lo que se anunciaba —“un aparente abandono de los recursos maravillosos, el cambio del desenlace inesperado por una sutil expectativa (…), signo de aparente renuncia a sus fórmulas tradicionales por parte de un autor universalizado como un hacedor de prodigios”[5]—, estos nuevos cuentos no serían nada sencillos. Y Guayaquil es muestra de ello, como pasaremos a revisar.

Comencemos por decir que, en verdad, todo en Guayaquil es ficticio. Y, a excepción, quizás, del narrador (puesto que estamos leyendo su historia y ella evidentemente existe como historia), nada es real (o totalmente real). En cualquier caso, es Borges la fuente. Y él sí existió.

Es justamente en este universo —en que la realidad parece incierta y la ficción, en cambio, está bien documentada, coexistiendo y prestándose entre ellas mutua (in)verosimilitud— donde Borges campea como maestro incontestado; un espacio paralelo a otro de sus territorios domésticos: el del sueño y la vigilia, en el cual el argentino universal también plantea el intercambio recíproco de lo material y lo onírico.

En palabras de Humberto Robles, de la Northwestern University, “Guayaquil es una ficción que remite a otra ficción y que se desparrama por medio de alusiones a otros imaginarios que se amplían, bifurcan y estallan hasta hacernos ver la imposibilidad de llegar a la certeza de los hechos”[6] (el subrayado es nuestro).

3. En busca de una carta

En Guayaquil, Borges quiere hacernos creer que la carta en cuestión es real, rodeándola de datos concretos sobre su origen, las circunstancias de su descubrimiento, su ubicación y su posible contenido. Se trataría, como se ha dicho, de una misiva en la que Simón Bolívar aborda su entrevista con José de San Martín, ocurrida en el puerto hoy ecuatoriano, el 26 y 27 de julio de 1822. Esta es la principal excepción a la ficción, pues la entrevista, presuntamente recogida en la carta buscada, sí ocurrió; los registros históricos la documentan y los vestigios conmemorativos así lo señalan; de hecho, la ciudad de Guayaquil la celebra con su más famoso monumento en La Rotonda.

Lo que nunca se pudo saber con certeza es qué se dijeron los dos grandes hombres y ello ha dado materia a todo tipo de especulaciones por más de dos siglos ya. De ello se vale Borges para componer su magistral relato.

La carta del cuento formaría parte de un epistolario conservado en el archivo de un doctor Avellanos, puesto por él a disposición de las repúblicas sudamericanas. El gobierno argentino sería el primero en aceptar la oferta, acordando que un delegado suyo se trasladaría a transcribir las cartas para publicarlas en Buenos Aires.

Es justamente quien confía ser escogido por el competente “Ministerio” argentino para ir en busca de la carta, quien actúa como narrador de su propia historia (“confesar un hecho es dejar de ser el actor para ser un testigo”, sentencia él mismo): se trata de un profesor universitario, titular de la cátedra de Historia Americana y miembro de la Academia Nacional de Historia de Argentina (no se revelan ni su nombre ni el de la universidad en que enseña).

Los rasgos de este narrador coinciden grosso modo con los del propio Borges, pues ambos se enmarcan en el molde del intelectual y académico erudito, aunque deliberada y excesivamente modesto. Por más señas, en su escritorio en casa este narrador conserva una vitrina con armas y medallas de las guerras de la Independencia, herencia de sus antepasados, y, sobre el escritorio, el retrato de su bisabuelo, que peleó en ellas. Esta ascendencia fue siempre motivo de orgullo para Borges, como atestiguan sus repetidas referencias al coronel Manuel Isidoro Suárez, héroe de Junín, en varios pasajes de su caleidoscópica obra, como en el poema “Inscripción sepulcral”, contenido en Fervor de Buenos Aires, de 1923; en el cuento “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, que forma parte de El Aleph, de 1949;o el poema “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor de Junín”, en El otro, el mismo, de 1969.

Por todo esto, identificaremos al narrador de Guayaquil con el propio Borges, y así lo llamaremos.

Si bien el relato gira en torno a la famosa carta, su argumento está construido sobre la base del diálogo que mantienen nuestro Borges-narrador y el doctor Eduardo Zimmerman, historiógrafo judío —de origen étnico probado por el mismísimo Heidegger (otro dato concretísimo de clara falsedad, pero que por su minucia parece verdadero)—, víctima de la persecución nazi, pero en tiempos de la narración ya ciudadano argentino. Zimmerman, a propuesta de la Universidad del Sur, disputa al Borges-narrador el honor de ser quien viaje a buscar la carta. El propósito de la reunión es que los interlocutores acuerden quién de los dos ha de partir rumbo a Sulaco.

4. Dos grandes autores universales y un cuento que remite a una novela

La carta en cuestión se encontraría, como se ha dicho, en una biblioteca en la ciudad de Sulaco, capital del Estado Occidental, país caribeño escindido de Costaguana. El narrador-Borges, con un pincel nostálgico que vaticina el desenlace, esboza un paisaje idílico:

“No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del golfo Plácido, …”.

A fin de contribuir aún más a la (in)verosimilitud, Borges también dota al Estado Occidental de un historiador:

“Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe —dice— sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniovski”.

En esto, el narrador no miente, o, al menos, no por completo. Porque, en efecto, nadie conoce mejor la historia del Estado Occidental que Józef Teodor Konrad Korzeniovski, ya que es precisamente él quien “concibió” al imaginario Estado Occidental, su imaginaria geografía y su imaginaria capital, y describió las vicisitudes de su separación de su estado-madre, Costaguana, en la novela política Nostromo, que publicó en 1904 bajo el seudónimo literario de “Joseph Conrad”.

La historia contada en Nostromo es muy parecida a la del desmembramiento de Panamá de Colombia para la construcción del canal interoceánico, en 1903. En Nostromo los habitantes del Estado Occidental, alentados por una potencia extranjera que les ofrece capitales y tecnología para la explotación de sus ricos recursos mineros, deciden separarse de Costaguana. Solo más tarde se darán cuenta los occidentalenses de que ello acarrea graves consecuencias sobre las que nadie les había advertido.

De cualquier manera, no obstante la similitud del caso ficticio del Estado Occidental con el caso real de Panamá, Sulaco no deja de ser un u-topos, un lugar inexistente donde ocurren unos hechos políticos falsos.

Y, entonces, como no existe la propia Sulaco, tampoco la biblioteca sulacense puede existir.

Cito a Robles, nuevamente:

“la destreza inventiva de Borges está en colmar sus cuentos, y en particular Guayaquil, con alusiones que van más allá de producir un efecto único, característico del cuento, y que más bien se desparrama en significados que acaban transformando al cuento en un horizonte de tal amplitud que se aproxima a lo novelesco”[7].

Pero, aún en medio de este mundo literario en que la ficción tiene más entidad que una neblinosa realidad, cabe la pregunta: ¿habría podido existir la carta del cuento?

Admitamos como premisa, que es justamente esta búsqueda la que Borges, como autor del relato, quiere que emprendamos. Él espera que nos concentremos en tratar de dilucidar si la carta realmente existió y, para ello, que nos embarquemos en una verificación de fechas, lugares y circunstancias en que ella pudo haber sido escrita, así como si su contenido aporta en algo a dilucidar lo que se dijeron el Libertador y el Protector en Guayaquil en julio de 1822.

El lector avezado no puede dejar de sentir una sensación parecida a la que experimenta el cazador cuando ve que su presa, el patillo andino, se aleja por el arroyo dando estridentes chillidos con el propósito, seguramente, de desviarlo del totoral donde se ocultan su hembra y la nidada completa de polluelos. ¿De qué está queriendo alejarnos el autor? ¿Por qué quiere desviarnos?

Intuyo que intenta distraernos del resultado final, pues él sabe que, a la postre, llegaremos a la conclusión de que la carta no existe y que nunca sabremos qué se dijo en la reunión de Guayaquil. Aunque tampoco haga falta, pues el desenlace está ya predeterminado.

O, tal vez, Borges espera que nos enredemos en el laberinto de lo objetivo, cuando aquello sobre lo que el autor escribe nada tiene que ver con el mundo concreto de lo narrado, para, al final, presenciar asombrados, como tras un telón que se ha corrido de súbito, una realidad paralela que no se había logrado vislumbrar sino hasta ahora.

5. ¿Habría podido existir la carta del cuento?

La respuesta a esta pregunta, al menos en cuanto a su contenido, es afirmativa, pues no habría sido improbable que el Libertador recogiera en una carta los pormenores de su entrevista con el Protector. El problema es que no aparece de los registros históricos que tal carta existiera.

Pues el tema específico de la entrevista de Guayaquil y, más concretamente, de su contenido, es decir qué fue lo que se dijeron Bolívar y San Martín en su corto pero intenso encuentro, está recogido principalmente —y esto es verdad— en el informe reservado dirigido por el general José Gabriel Pérez, secretario de Bolívar, al Ministro de Relaciones Exteriores de Colombia, desde Guayaquil, y que lleva por fecha: 29 de julio de 1822, según lo refiere el célebre historiados guayaquileño Jorge Pérez Concha en su Ensayo histórico-crítico de las relaciones diplomáticas del Ecuador con los Estados limítrofes[8]. Una carta en casi idénticos términos y de la misma fecha fue enviada por Bolívar a Santander. Una segunda relación de la entrevista es de autoría del coronel Rufino Guido, primer edecán de San Martín, pero esta solamente fue publicada años más tarde. En cualquier caso, ninguno de los dos oficiales fue testigo presencial del encuentro, pues los dos generales se reunieron siempre a solas.

Más adelante, y a través de los años, sobre todo San Martín reflexionaría en varias cartas sobre lo que ocurrió en Guayaquil. Así, hay misivas del Protector al propio Bolívar el 29 de agosto de 1822, a Tomás Guido en septiembre del mismo año y a Guillermo Miller el 19 de abril de 1827, como lo refiere Horacio Juan Cucorese, en su ensayo Lo esencial de la entrevista de Guayaquil [9].

Pero, y entonces, ¿qué hay de la carta objeto del cuento de Borges?

Veamos:

Según el cuento Guayaquil, las cartas encontradas en Sulaco“no ofrecen mayor interés, salvo una, fechada en Cartagena el 13 de agosto de 1822, en que el Libertador refiere detalles de su entrevista con el general San Martín” (el subrayado es nuestro).

¿Era esto posible? ¿Pudo Bolívar haber escrito una carta en esas coordenadas espacio-temporales?

Sabemos que, después de la batalla del Pichincha, Bolívar había entrado en triunfo a Quito en junio de 1822. Desde ahí bajó a Guayaquil, donde llegó el 11 de julio de 1822, justamente con la intención de adelantarse a San Martín, que también había anunciado su arribo. Y es que los dos generales buscaban la anexión a Colombia o al Perú, respectivamente, de la Provincia Libre de Guayaquil y su rica comarca cacaotera —que incluía el astillero más importante del Pacífico meridional.

Bolívar fue recibido con grandes festejos y expresiones multitudinarias de adhesión de la ciudadanía, alentadas también, quizás, por el poderoso argumentum ad baculum que exhibió: junto a él llegaron 1 300 soldados colombianos.

El arribo del celebérrimo “Rayo de la guerra”, como fue llamado, concitó diversos grados de interés, según el bando al que se perteneciera: el colombianista, el perulero o el autonomista.

El hecho es que, cuando San Martín llegó a Guayaquil el 26 de julio, Bolívar había tenido tiempo suficiente para preparar el escenario de la entrevista, de manera tal que él pudiera actuar todo el tiempo como anfitrión “en suelo colombiano”. San Martín se marcharía el 27 por la noche.

Y el 31 de julio Guayaquil, mediante plebiscito, decidiría su incorporación a Colombia.

Un mes más tarde, Bolívar, desde su cuartel general en Guayaquil, se despide temporalmente de los guayaquileños, mediante una de sus sólitas proclamas, firmada el 31 de agosto de 1822, para anunciar, según lo registra O´Leary en sus Memorias:“Mañana parto hacia los confines de la República, a visitar las Provincias que las leyes de Colombia escudan con su protección”[10] (el subrayado es nuestro).

Y es cierto que partió, pues, según queda registrado en su Diario de Operaciones del 1º de septiembre al 30 de octubre, también reproducido por O´Leary[11], el 2 de septiembre ya se encontraba en Naranjal, rumbo a Cuenca, donde llegaría el día 8. En febrero de 1823 retornaría a Guayaquil. Y no abandonaría el territorio quiteño, para entonces ya llamado Departamento del Sur, sino hasta junio de 1823, para dirigirse al Perú.

De modo que, mal una carta de Simón Bolívar pudo haber sido expedida desde Cartagena de Indias el 13 de agosto de 1822, pues entre junio de 1822 y junio de 1823 —un año entero— el Libertador no había dejado el territorio de la antigua audiencia quitense; es más, en la fecha de la supuesta carta se encontraba aún en la mismísima ciudad de Guayaquil.

Así es como, al final, en el cuento, los dos elementos, lugar y fecha de la carta, se anulan como variables en miembros opuestos de una inaudita ecuación; pues, si la carta fue escrita en Cartagena de Indias, esto no pudo ocurrir tan pronto como en agosto de 1822, ni siquiera un año más tarde; y, viceversa, si fue escrita en agosto de 1822, con la proximidad temporal necesaria para que fuera creíble, no pudo serlo desde Cartagena.

De este modo, entonces, el dato cronológico registrado en la carta es falso; y falsa, por lo tanto, es ella misma. Tan falsa como eran Costaguana, Sulaco y su biblioteca.

Y, sin embargo, para poder desmentir la aseveración de Borges nos hemos debido esforzar en seguir los pasos de Bolívar en aquel tiempo, casi día por día, pues, de otra manera, la fecha ficticia, soltada por el autor, así, casualmente, habría podido ser tenida por hecho cierto. Es lo que decíamos: a mayor número de detalles concretos, aunque falsos, que el autor proporciona, mayor es la posibilidad de que el lector se preste gustoso al “engaño” borgeano y termine dejándose convencer del magistral embuste.

6. ¿Qué valor tiene una carta?

En cuanto al contenido de la misiva, Borges se contenta con aludir al epistolario en poder del doctor Avellanos, aclarando que en una de las cartas “el Libertador refiere detalles de su entrevista con el general San Martín”, para enseguida mencionar, sin abandonar la generalidad,“este documento en que Bolívar ha revelado, siquiera parcialmente, lo sucedido en Guayaquil”.

No dejemos de anotar, sin embargo, que el propio autor admite la posibilidad de que, aun existiendo, la carta no fuera veraz (“apócrifa” llega a llamarla Zimmerman), para enseguida postular esta, que es una de las claves de todo análisis historiográfico:

“Que [las cartas] sean de puño y letra de Bolívar no significa que toda la verdad esté en ellas. Bolívar pudo haber querido engañar a su corresponsal, pudo haberse engañado”.

Dicho en otros términos, los documentos son solo eso, soportes de palabras (expresadas con una cierta intención), y transmiten solo eso, palabras (pero no necesariamente las intenciones con que fueron expresadas).

Y concluye el pasaje con una frase digna de un oráculo helénico:

“El misterio está en nosotros mismos, no en las palabras”.

7. ¿Qué decía la carta?

Es el propio doctor Zimmerman quien mejor se aventura a proponer el hipotético tenor de la carta, cuando sostiene que“es inevitable conjeturar que la carta de Bolívar es para justificarse. La carta nos revelará el sector Bolívar, no el sector San Martín”. En otras palabras, lo que se sugiere es que, siendo Bolívar su autor, la carta probablemente narraría los hechos desde su visión, o sea su versión de cómo discurrió la entrevista, llevando el agua a su molino. Esta hipótesis, sin embargo, contrasta con la enumeración del propio Zimmerman de las alternativas de respuesta al enigma que representa la entrevista de Guayaquil, en la que San Martín “renunció a la mera ambición y dejó el destino de América en manos de Bolívar”, pues todas ellas aluden al “sector San Martín”, no al “sector Bolívar”.

Y a ellas se refiere Zimmerman:

“Las explicaciones son tantas —dice—… Algunos conjeturan que San Martín cayó en una celada; otros […], que era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió; otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación; otros, de fatiga. Hay quienes hablan de la orden secreta de no sé qué logia masónica”.

8. Una emboscada

La celada de la que habla el profesor hebreo se refiere quizás al hecho de que Bolívar esperaba a San Martín en Guayaquil, haciendo ya actos de señor y dueño en el puerto, cuando al parecer la adscripción de Guayaquil a Colombia o al Perú era justamente una de las cuestiones que debían resolverse en esa entrevista. Bolívar se le habría adelantado, ocupando Guayaquil y “emboscando” a San Martín, cuando este esperaba que el asunto del puerto y su provincia estuviera sobre el tapete y él pudiera reivindicar, en nombre del Perú, la soberanía de esta república sobre la ciudad ribereña del Guayas y su comarca.

Es verdad que, en carta dirigida a Olmedo desde Cali, el 2 de enero de 1822[12], Bolívar había puesto en claro que Guayaquil pertenecía a Colombia, por haber sido parte del Virreinato de la Nueva Granada desde la creación de este, en 1717, no obstantes sus sujeciones al del Perú en lo militar, en varios momentos; este fue el nacimiento del principio de derecho internacional uti possidetis iuris, que postulaba que las nuevas repúblicas mantuvieran los mismos límites de las respectivas jurisdicciones coloniales a que pertenecían en 1809, año de la revolución de Quito, que dio inicio al proceso independentista. San Martín, por su parte, había sostenido que debía dejarse a los guayaquileños decidir su destino, en enunciación de otro principio iusinternacional, el de la libre determinación de los pueblos.

Y, sin embargo, si algo puede concluirse de los registros documentales de la época es que justamente ese tema nunca fue tratado por los dos generales. En efecto, en el informe reservado del general José Gabriel Pérez, ya mencionado, consta que: “el Protector dijo espontáneamente a Su Excelencia, y sin ser invitado a ello, que nada tenía que decirle sobre los negocios de Guayaquil; en los que no tenía que mezclarse”[13].

Tal parecería, entonces, que San Martín renunció motu propio a tocar el tema de Guayaquil al ver que el puerto estaba ya en manos colombianas.

Sin embargo, la actitud de San Martín no era inocente. Él había buscado coincidir en Guayaquil con la División Auxiliar del Norte del Perú, que, después de participar en la campaña de Quito, avanzaba ahora hacia ese puerto para embarcarse al Perú[14]. Si él hubiera llegado primero, la provincia de Guayaquil (entre las actuales Manabí y El Oro) sería peruana.

Vistas las cosas en perspectiva y a la luz del efecto práctico inmediato, es claro que la maniobra de Bolívar de recibir a San Martín en Guayaquil después de haber tomado la ciudad resultó de una sagacidad política arrolladora. Y así lo reconoció San Martín en el momento mismo cuando zarpaba rumbo al Perú, al final de la conferencia, como lo recoge su edecán, Rufino Guido, según refiere Pérez Concha: “¿Qué le parece a usted como nos ha ganado de mano el Libertador Simón Bolívar?”[15].

Por otro lado, la terminación de la guerra en el Perú es quizás el asunto del encuentro guayaquileño sobre el que más tinta corrió, particularmente de la pluma de San Martín, y fue, sin duda, el propósito fundamental de la reunión, una vez que la soberanía de Guayaquil había sido zanjada en los hechos por Bolívar.

Porque, para julio de 1822, el esfuerzo conjunto colombo-peruano ya se había manifestado con la activa participación de la División Auxiliar del Norte del Perú en la campaña de Quito, que concluyó el 24 de mayo. Y para la total liberación del Perú, cuyas alturas andinas se encontraban aún bajo control realista, San Martín contaba con el apoyo de los ejércitos de Bolívar y así se había acordado preliminarmente, incluso a través de la suscripción, el 6 de julio de 1822, de un Tratado de unión, liga y federación perpetua en paz y en guerra entre la República de Colombia y el Estado del Perú.

Ese tema sí se trató en Guayaquil. Bolívar confirmó su compromiso anterior de enviar tropas al Perú, pero no en el número que San Martín esperaba. Se sabía que después de Pichincha y Bomboná, los efectivos colombianos, reforzados con los prisioneros realistas tomados en batalla que habían aceptado pelear bajo la bandera tricolor, eran más de nueve mil; Bolívar, sin embargo, para decepción de San Martín, se limitó a ofrecer apenas tres batallones, es decir, poco más de mil hombres.

Quizás para alentar a Bolívar a que enviara más soldados colombianos al Perú, San Martín ofreció al caraqueño el mando de todo el ejército libertador y él mismo ponerse bajo sus órdenes. El Libertador no aceptó, pretextando, probablemente, no ser digno de mandar al hombre que había liberado el Río de la Plata, Chile y Perú.

Poco más de un mes después del encuentro guayaquileño, San Martín increparía a Bolívar que a causa de su celo —“mi persona le es embarazosa”[16], dice— él mismo debería partir, y anunciaría que el congreso del Perú se reuniría el 20 de septiembre para conocer su renuncia y que al día siguiente él abandonaría ese país para retirarse a Mendoza.

Era un mal disimulado reproche a Bolívar de buscar en exclusiva para sí toda gloria y una forma de evitar un choque de titanes, que pudiera traer serios reveses a la lucha por la independencia del Perú.

En septiembre de 1822 San Martín, ya sin ambages, confesaría a Tomás Guido: “Lo diré a usted sin doblez: Bolívar y yo no cabemos en el Perú”[17].

La historia, sin embargo, nos enseña que, cuando se libró la batalla de Ayacucho en diciembre de 1824, el contingente total de colombianos se aproximaría a los cinco mil soldados. Así, parecería que la negativa de Bolívar era otra estratagema para quitarse a San Martín de en medio.

9. Un general ajeno

Pero muy en el fondo, las motivaciones de San Martín para retirarse son las que Zimmerman resume: San Martín “era un militar europeo, extraviado en un continente que nunca comprendió”. La idea hace alusión a su adiestramiento militar en las guerras peninsulares, su para entonces ya virtual ruptura con el gobierno de las Provincias Unidas del Río de la Plata, su hastío de las manipulaciones de los gobernantes civiles peruanos, su preferencia por que un príncipe europeo viniera a reinar en el Perú… Sí, motivos para sentirse fuera de lugar no le faltaban.

10. Un acto de abnegación

“Otros, por lo general argentinos, le atribuyeron un acto de abnegación”.

Que fueran sus compatriotas los que invocaban la naturaleza desprendida del Protector no es de extrañar, pues lo conocían bien y habían sido testigos de otros actos de altruismo sanmartiniano (o, al menos, así calificaban los argentinos al cruce de los Andes, para liberar a Chile, primero, y, después, al Perú; o la colaboración con O’Higgins, alejándose él mismo de todo protagonismo, durante la campaña por la independencia de Chile). Pero Zimmerman propone esta respuesta —que no deja de ser una razón cierta, aunque no única— como contraria a la de la “prevalencia de la voluntad”, su hipótesis predilecta, comprobable en su propia actitud frente a la misión a Sulaco. Más que abnegación, parecería que San Martín estuviera aquejado de un profundo afán de renunciación, como si la entrevista de Guayaquil fuera un trámite que hacía solamente por no dejar de cumplir, para tacharlo de una lista de pendientes, a sabiendas, quizá, que la pugna la tenía perdida de antemano.

11. Un hombre cansado

Ese sentimiento de desinterés no es muy lejano de la otra posible causa de la retirada de San Martín, recordada por Zimmermann: la fatiga. En realidad, si consideramos la larga trayectoria desde su llegada a Buenos Aires en 1812 hasta la conferencia de Guayaquil, 10 años más tarde, el cansancio físico tampoco es improbable, es más, es absolutamente aceptable, después de una década entera dedicada a las luchas por la Independencia. Más todavía si se toma en cuenta su mala salud, atribuible a la vida en campaña, que se manifestaba en úlcera, reumatismo, insomnio y temblor de la mano derecha, como refiere Mario S. Dreyer[18].

Abnegación o fatiga, agotamiento del cuerpo o del alma, a la final, lo que a San Martín le impelía a partir era un profundo desánimo.

12. Un decreto masónico

Parece un tanto traída de los cabellos la posible explicación del eclipse sanmartiniano en una “orden secreta de no sé qué logia masónica”. Una versión muy extendida —aunque escasamente documentada (y no podía ser de otra manera tratándose de las maquinaciones de una sociedad secreta)—, era la de que ambos generales, supuestamente cofrades iniciados, al resolver sus asuntos en Guayaquil no hicieron sino cumplir instrucciones de la jerarquía francmasónica internacional. Lo cierto es que, más allá de las juveniles veleidades tanto de Bolívar como de San Martín en Europa, para cuando llegaron a Guayaquil ninguno de los dos tenía ya vinculación activa con la cofradía. Y, en cualquier caso, eran dos grandes generales, dos grandes hombres con poder militar y moral suficiente como para libertar un continente entero y no tener que someterse sino a sus propios principios y convicciones.

El hecho es que, por cualquiera de las razones que fuera, después de la entrevista en Guayaquil, San Martín, en efecto, cumplió lo anunciado. El 20 de septiembre de 1822 renunció al Protectorado y dejó el Perú con rumbo a Valparaíso. En febrero de 1823 llegó a Mendoza. El 3 de diciembre arribó a Buenos Aires y el 10 de febrero de 1824 se embarcó hacia El Havre. Morirá en Boulogne-sur-Mer el 17 de agosto de 1850, sin haber vuelto a pisar tierra americana.

13. El desenlace

A estas alturas de la lectura descubrimos que nada en el relato es cierto; se trata de un engaño total. Borges nos ha querido hacer creer que el cuento versa sobre una carta perdida y encontrada, y en la disputa por quién se hace de ella; cuando, en verdad, el cuento trata, en definitiva, sobre qué es lo que determinó que Bolívar prevaleciera sobre San Martín en la conferencia de Guayaquil.

Las explicaciones del mutis sanmartiniano propuestas por Zimmerman simplemente sirven para desviar la atención del lector de la razón principal. Sí, San Martín pudo haber sido emboscado, era un extraño en tierra americana y boqueaba como pez fuera del agua en medio del cenagal de la política, estaba hastiado y enfermo; hasta podría creerse que hubiera podido recibir la orden de la masonería.

Pero la respuesta definitiva está en el siguiente párrafo, también atribuido a Zimmerman, que toma tanto mayor sentido cuanto que la escena transcurre en el despacho del Borges-narrador, de piso de baldosas blancas y negras, en damero, que evocan la estrategia de una partida de ajedrez:

“Acaso las palabras que intercambiaron fueron triviales. Dos hombres se enfrentaron en Guayaquil; si uno se impuso, fue por su mayor voluntad, no por juegos dialécticos” (el subrayado es nuestro).

Y la maravilla del cuento de Borges está en que no nos muestra a Bolívar y San Martín disputarse la hegemonía en América a través de “juegos dialécticos” o componendas. El cuento nos muestra al Borges-narrador y a Zimmerman disputarse quién será el que viaje a Sulaco en busca de la inexistente carta.

Desde el primer movimiento de la partida ajedrecística, Zimmerman toma la iniciativa, halaga repetidamente a su interlocutor y lo convence de que está para propósitos más altos, no para simplemente ir a copiar unas cartas. Ante el voluntarioso avance de Zimmerman, que para todo tiene una respuesta, el Borges-narrador, momento a momento, se va batiendo en retirada, víctima de su desmedida modestia, de su enfermizo apocamiento.

Al final del cuento, Zimmerman extiende al narrador una pluma y una carta. Este la firma sin más: es su renuncia a la misión a Sulaco en pos del epistolario y su recomendación de que ella sea encomendada al profesor judío.

Zimmerman es Bolívar. El narrador-Borges es San Martín.

Y Zimmerman, como Bolívar, se impone “por su mayor voluntad”.

Así, el lector llega a la misma conclusión que el autor del cuento enuncia en el epílogo de la primera edición inglesa de “El informe de Brodie”:

“Guayaquil puede leerse de dos maneras diferentes: como un símbolo del encuentro de dos famosos generales o, si el lector está de ánimo mágico, como la metamorfosis de los dos historiadores en [esos] dos generales”[19] (traducción propia)”.

A la final (pero, en realidad, desde el principio del cuento, ya lo vimos), el Borges-narrador se resigna:

“No veré la cumbre del Higuerota duplicarse en las aguas del golfo Plácido —dice—, no iré al Estado Occidental, no descifraré la letra de Bolívar en esa biblioteca, [a la] que, desde Buenos Aires, imagino de tantos modos, [pero] que tiene sin duda su forma exacta y sus crecientes sombras”.

En esas palabras escuchamos el eco de otras que bien pudo haber pronunciado San Martín, acodado en la borda de la fragata “Le Bayonnais”, en postrera singladura a su destierro europeo, dejando a popa el horizonte americano:

“En la pampa de Ayacucho no seré yo quien reciba del virrey La Serna la espada derrotada. Ni aspiraré, el primero, en la alta puna, el aire de todo un continente, ahora libre. Aunque, gracias a ello, quizás tampoco sufriré la ingratitud de aquellos que me deban la libertad”.

Señoras y señores.


[1] Ver Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism, History, Theory, Fiction, Nueva York y Londres, Routledge, 1988.

[2] Karl Ove Knausgard, La importancia de la novela, Anagrama, Barcelona, 2023, pág. 37.

[3] Jorge Luis Borges, El informe de Brodie, en Obras Completas, 14ª ed., vol II (1952-1972), Buenos Aires, Emecé, 2004. Todos los pasajes del cuento Guayaquil citados en este estudio son extraídos de esta edición.

[4] Citado por Barnatan, Marcos-Ricardo, Borges. Biografía total, Planeta, Bogotá, 1996, 2ª reimpresión, pág. 377.

[5] Loc. cit.

[6] Robles, op. cit., pág. 22.

[7] Robles, op. cit., pág. 39.

[8] Jorge Pérez Concha, Ensayo histórico-crítico de las relaciones diplomáticas del Ecuador con los Estados limítrofes, Casa de la Cultura Ecuatoriana, núcleo del Guayas, Guayaquil, 1968, 3ª ed., tomo I, pág. 52.

[9] Ver Horacio Juan Cucorese, Lo esencial de la entrevista de Guayaquil, en Manrique Zago (dir.), José de San Martín. Un camino hacia la libertad, Manrique Zago Ediciones, Buenos Aires, 1989, págs. 119 et seq.

[10] OʼLeary, Daniel, Memorias, tomo 19, Ministerio de la Defensa de Venezuela, Caracas, 1981, pág. 369.

[11] Ibídem, pág. 374.

[12] Pérez Concha, La conferencia de Guayaquil entre Bolívar y San Martín, en Jorge Salvador Lara (dir.), Historia del Ecuador, Salvat Editores Ecuatoriana, S.A., Barcelona-Quito, 1981, vol. 5, pág. 118.

[13] Pérez Concha, Ensayo histórico-crítico…, pág. 50

[14] Loc. cit.

[15]Ibídem, pág. 52.

[16] Cucorese, op. cit., pág. 119.

[17] Ibídem, pág. 120.

[18] Mario S. Dreyer, Las enfermedades del viejo guerrero, en Zago, op. cit., págs. 132 et seq.

[19]Guayaquil can be read in two different ways —as a symbol of the meetings of the famous generals, or, if the reader is in a magical mood, as the transformation of the two historians into the two generals”. Citado por Robles, op. cit., pág. 24.