
I
Las crueles, hermosas y frágiles palabras de este título recuperan evocaciones de antiguos días de miseria y de luz.
Tres años duró la contienda fratricida de la Guerra Civil Española (1936-1939). El poeta Antonio Machado, protegido en Rocafort (Valencia) entre noviembre de 1936 y abril de 1938, viajó a Barcelona junto a su anciana madre, en espera del fin de la guerra que sabían perdida. En 1939, un traqueteante camión aceptó que entre la multitud que anhelaba salir de la muerte segura en la España del triunfo franquista, viajaran dos ancianos maltrechos, quienes llegaron a Collioure, pueblecito costero y montañoso en los Pirineos del sur francés, el 28 de enero, en huida hacia el exilio tras la derrota de los republicanos en la Guerra Civil. Antonio viajaba ya enfermo, y falleció el 22 de febrero, a los 64 años. Su madre le siguió a la tumba tres días después. Se sabe que Manuel Machado, su hermano del alma y de vocación, notable folclorista y muy cercano en edad al poeta, llegó a Collioure y sepultó a Antonio, ‘una parte central de sí mismo’, y pocos días más tarde, a su madre anciana.
Al ordenar la mínima y raída ropa del poeta, encontró, ¡tan paradójicamente! en un bolsillo de su vieja chaqueta, un poema completo que hoy lleva el número LXXV en la edición promovida por la Fundación Antonio Machado y el patrocinio del Ministerio de Cultura de España, notable publicación crítica del conjunto de la obra machadiana preparada durante años por el profesor italiano, filósofo y maestro hispanista Oreste Macrí, quien “estudió la métrica sintagmática y analizó y editó ejemplarmente la obra de Fernando de Herrera, Fray Luis de León, Gustavo Adolfo Bécquer”, además de esta, a la cual nos referimos. Su primer volumen contiene la Poesía completa y el segundo, su Prosa completa.
Antonio Machado, a sus veintitrés años, en 1898, vivió y sufrió desgarrado, como tantos españoles, la amarga situación de su patria.
Poeta y patriota, su proveniencia de una familia de intelectuales y sus estudios secundarios en la Institución Libre de Enseñanza, existente hasta hoy, que en la España archicatólica de hace más de cien años se permitía promover la educación laica de apertura al pensamiento y a los avances científicos fueron la base de su vocación humana y poética y de su afiliación republicana. Él, en palabras predestinadas, construyó y reconstruyó su patria y su mundo interior: de este modo, cumplió la más alta misión de la poesía.
En 1907, hacia sus 32 años, se trasladó a Soria, donde trabajó como profesor de francés. Allí conoció y se enamoró de Leonor, hija de la patrona de la pensión que lo alojaba, y, correspondido por ella, esperaron su decimoquinto cumpleaños, entonces edad legal de la mujer para contraer matrimonio; se casan en 1909.
Desde Soledades (1903), hasta Soledades, Galerías y otros poemas (1907), Machado había cantado la «íntima realidad». Para su radical intuición, el mundo exterior no existe por sí, sino por nosotros: nosotros lo creamos. Sus poemas tocan lo eterno humano, aquello independiente del sujeto que el poeta solo intenta recrear, representar.
Machado, uno de los discípulos españoles más fervientes de Henri Bergson, antes de su viaje a Soria trabajó en París con su hermano Manuel, como traductor en la Casa Garnier. En la gran ciudad, los hermanos Machado se relacionaron con el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y con Pío Baroja; descubrieron a Verlaine, Oscar Wilde y Jean Moréas. A su retorno a Madrid, se implica en el modernismo, conoce a Francisco Villaespesa, al incansable viajero y poeta Rubén Darío, y a Juan Ramón Jiménez.
Muchos años después, ya con Leonor, vuelve a París, la ciudad cuyas posibilidades culturales tanto le atraían; allí se declara la tuberculosis de la joven esposa, lo que les obliga a retornar a Soria. El limpio aire soriano, su hermoso y fresco Duero, ‘los álamos del río’, el largo camino entre las ermitas de San Polo y San Saturio por el cual pasea a la joven enferma en una silla de ruedas de madera hecha por él mismo, le proveyeron la ilusión de que tanta pureza devolviera la salud a Leonor, pero su destino fue otro y ella murió en 1912, a los dieciocho años. Antonio la entierra en el antiguo cementerio de El Espino, donde aún reposa, muy cerca del olmo al que un día de ese mismo año, el poeta había rogado: Olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida / mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, / otro milagro de la primavera. Tal milagro nunca ocurrió.
Desolado, pide cambio de su cátedra a Baeza, donde continuará su labor docente. En esta etapa de su vida comenzó a escribir algunos de sus poemas más conocidos. Su estilo brota del alma, sin exigencias intelectuales ni rebuscamiento: la intuición es el camino de su poética y lo intuido e inefable en su experiencia estética cotidiana busca expresarse en versos de sabia y bella sencillez…
Reflexivos, melancólicos,
los poemas machadianos que retratan la naturaleza constituyen para los estudiosos y lectores no especializados una inmensa metáfora de los sentimientos humanos.
El poema que citaré, del que se dice que fue escrito el año de la muerte de Leonor, culmina la estancia en Soria y es el último de “Campos de Castilla” así como el último recogido por Macrí. Su tono melancólico y, a la vez, alegre, —¿quién ignora que en la alegría suelen hallarse vetas de melancolía, y que la melancolía nos reserva la constatación feliz de que sentimos?—; sus palabras recogen, una vez más, lo azul de cada día de primavera limpia; rememoran el sol antiguo que, a pesar del dolor experimentado a la muerte de su esposa, sigue presente desde los más tempranos recuerdos de su infancia andaluza y constituyen una forma central de su poetizar. El viejo tiempo que huye se halla implícito en esas líneas poéticas, hacia la muerte inevitable.
Antonio, joven aún en el 98, perdura como uno de los principales representantes de la Generación noventayochista, grupo de escritores y pensadores que reflexionaron y sufrieron la situación de España, la cual, al haber perdido una tras otra sus colonias, buscaba hacia el futuro nuevas formas de presencia y recuperación del pasado imperial.
En 2019, al celebrarse los cien años de la publicación de «Campos de Castilla», encontramos el tan breve como hermoso poema al que aludimos en el título de este articulo y que, a su vez, encontró su hermano Manuel en el bolsillo de la raída chaqueta del traje de Antonio, el hermano ya muerto, cuando acudió a Collouire:
Estos días azules y este sol de la infancia.
Su legado perdura: su obra sigue siendo leída y estudiada en colegios y universidades del mundo entero. El suyo es, sin ninguna duda, uno de los más grandes dones poéticos de la literatura española e hispanoamericana. ¡Ah!, más allá de todo…, como escribía Jorge Guillén, el poeta de la más fina alegría.
II
Dejamos a Machado a solas con su muerte y en el bolsillo de su traje raído, sus luminosos días azules. Para su poesía, Hoy es siempre todavía.
El poeta perdió a Leonor a causa de la tuberculosis descubierta en París; ese mismo verano, él, vacío de amor y de esperanza, decidió abandonar Soria y pidió plaza de profesor en Baeza, pequeña ciudad andaluza que evocaba su primera infancia sevillana y cálida en el Palacio de las Dueñas.
En Baeza vivió siete años, entre octubre de 1912 y noviembre de 1919; el 29 de abril de 1913 averigua melancólicamente a José María Palacio sobre el paisaje soriano y el amor de Leonor, ambos perdidos y preservados en sus poemas: Palacio, buen amigo, / ¿está la primavera / vistiendo ya las ramas de los chopos / del río y los caminos? En la estepa / del alto Duero, Primavera tarda, / ¡pero es tan bella y dulce cuando llega!
Este texto es el intento de recuperación interrogadora del paisaje soriano, del río Duero, de sus caminos, árboles, montañas, flores e insectos; en él inquiere al amigo sobre cada elemento del paisaje que amó: ¿Tienen los viejos olmos / algunas hojas nuevas? / aún las acacias estarán desnudas / y nevados los montes de las sierras / ¡Oh mole del Moncayo blanca y rosa, / allá, en el cielo de Aragón tan bella! / … Así prevé intuitivamente el asomo de la primavera: Por esos campanarios / ya habrán ido llegando las cigüeñas / habrá trigales verdes / y mulas pardas en las sementeras / … Palacio, buen amigo / ¿tienen ya ruiseñores las riberas? /…
Entonces calla: tras la certeza de la muerte no cabe afirmación ni presunción alguna: cuanto existió se ha vuelto, apenas, pregunta. Y así sugiere, casi ruega al amigo, que visite la ‘tierra’ de Leonor, en el cementerio de El Espino:
Con los primeros lirios / y las primeras rosas de las huertas / en una tarde azul, sube al Espino/ al alto Espino donde está su tierra…
Era el verano de 1976: con Alfredo, mi marido, hicimos el camino soriano de Machado. El viejo tren Madrid-Soria nos dejó en la ciudad hacia las dos de la tarde. Al salir de la estación caminamos por las calladas calles de domingo, en busca de una antigua pensión castellana de las que en invierno lucen espesas cortinas de terciopelo obscuro y en verano airean el ambiente con visillos muy leves… Entramos en la primera que encontramos al paso, definidas así por el diccionario: «casa donde se reciben huéspedes mediante precio convenido»; no era fonda ni hostal ni posada como las de nuestro don Quijote, sino una vieja casa grande, cuyo primer salón opaco, casi obscuro, nos esperaba; nada nos era extraño, todo, protegido del calor veraniego, estaba casi dormido en la sombra paciente.
Al entrar, atisbamos en la esquina del recibidor de entrada a un hombre ya mayor, evidente huésped de la pensión, que asistía a todo desde su asiento en un viejo sillón esquinero.
El hostelero, extrañado ante unos huéspedes que llegaban a Soria ¡desde un país de América!, nos preguntó el porqué de nuestra inusitada presencia en la ciudad; le contestamos que veníamos a hacer el camino de Machado, a reconocer en nuestro recorrido los lugares sobre los cuales el poeta había escrito.
Él preguntó incrédulo, con la típica franqueza española y sin melindre alguno: ¿¡Machado, y quién es ese!? Le contamos que Antonio Machado fue un gran poeta que vivió unos años como profesor en Soria; nosotros ansiábamos conocer la ciudad que él inmortalizó en sus versos. Congraciado con nuestro interés y sin habitaciones libres en el hostal, nos sugirió el cercano departamento familiar de un hermano suyo, donde alquilaban un ‘dormitorio limpísimo, señores, con baño privado’; salimos, y apenas alcanzamos a dar unos pasos, oímos: —“¡Señores, señores!”. Alfredo y yo nos volvimos: Nos llamaba el personaje que habíamos visto sentado a la esquina del recibidor. Emocionado tras haber oído nuestra conversación, nos mostró con delicadeza y bondad su sorpresa feliz de haber conocido en treinta y cinco años de venir los veranos a Soria con una treintena de alumnos de bachillerato a recorrer los lugares a los cuales el poeta se refería en sus poemas; de haber conocido, decía, una pareja de americanos que buscaban descubrir la ciudad que Machado marcó poéticamente. Y añadió: este es el último año que vengo a Soria, pues ya me corresponde la jubilación.
Tras esta pudorosa y amabilísima propuesta, caminamos con el profesor hacia la vieja muralla del antiguo castillo, muy cerca de El Espino, el cementerio donde Machado enterró a Leonor, en el suelo, bajo una larga piedra horizontal tallada con la breve leyenda: “A Leonor, Antonio” y, debajo, el año de su muerte: 1912.
(Hoy todo ha cambiado: la IA muestra una nueva tumba que encierra a las dos hermanas Izquierdo allí enterradas, así que lo que digo servirá a los amantes de Machado como un gesto del recuerdo y de la pena de saber que el turismo ha obligado a cambiar lo situado casi frente a la antigua y derruida muralla del castillo).
Caminamos, y ya arriba el profesor nos mostró el olmo viejo ante el cual el poeta imploró la salud de Leonor (el poema íntegro está grabado en una placa pequeña, pegada al tronco):
Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas verdes le han salido. // ¡El olmo centenario en la colina / que lame el Duero! Un musgo amarillento / le mancha la corteza blanquecina / al tronco carcomido y polvoriento. / No será, cual los álamos cantores / que guardan el camino y la ribera, / habitado de pardos ruiseñores… /… Antes que te descuaje un torbellino / y tronche el soplo de las sierras blancas / antes que el río hasta la mar te empuje / por valles y barrancas / olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida, / Mi corazón espera / también hacia la luz y hacia la vida / otro milagro de la primavera…
Hacia el año noventa volví, esta vez sola, a Soria, habiendo pasado por Ávila, la “Ávila de los Leales y de los Caballeros”, (y la de los santos) la vieja ciudad de Teresa y de Juan de la Cruz…, santificados los dos.
Y más tarde, ya en 2009, durante mi permanencia en Madrid como participante en la comisión permanente académica que cada año trabaja en la Real Academia Española, Alicia, mi hermana, radicada en Munich desde hacía años, me visitó y con ella hicimos, una vez más, el camino de Machado. Entre otros paisajes, fuimos, como lo hicimos con Alfredo, a la ermita de San Polo y caminamos largo hasta la de San Saturio, ambas a orillas del Duero, camino por el cual Antonio paseaba en la silla de ruedas a su enferma querida. El camino ya no era de tierra: había sido asfaltado, lo que le quitaba, a nuestro entender, el sabor del antiguo paseo natural, exigente y digno, que Antonio recorría con Leonor en la esperanza de su curación.
No despediré a Machado sin la evocación de Soria en sus versos y sobre el río Duero, tantas veces requerido en sus textos:
Soria fría, Soria pura, / cabeza de Extremadura, / con su castillo guerrero / arruinado, sobre el Duero; / con sus murallas raídas / y sus casas denegridas! // Muerta ciudad de señores / soldados o cazadores; / de portales con escudos /de cien linajes hidalgos, / y de famélicos galgos, / de galgos flacos y agudos, / que pululan / por las sórdidas callejas, / y a la media noche ululan, / cuando graznan las cornejas // ¡Soria fría! La campana / de la Audiencia da la una. / Soria, ciudad castellana / ¡tan bella!, bajo la luna.
El azar de un librito mínimo con una fecha escrita a mano en mala letra, me dice hasta hoy: 11 am., 16-VIII-76. Lo abro en este poema:
¡Colinas plateadas, / grises alcores, cárdenas roquedas / por donde traza el Duero / su curva de ballesta / en torno a Soria, obscuros encinares / ariscos pedregales, calvas sierras, / caminos blancos, y álamos del río, / tardes de Soria, mística y guerrera, / hoy siento por vosotros, en el fondo / del corazón, tristeza, / tristeza que es amor! ¡campos de Soria / donde parece que las rocas sueñan, / conmigo vais! /¡colinas plateadas, grises alcores, cárdenas roquedas!
Y repito con Antonio Machado: Hoy siento por vosotros, en el fondo del corazón, tristeza, tristeza que es amor…
Este artículo se publicó en la web de Plan V (primera parte | segunda parte).