«Y volver…», por doña Susana Cordero de Espinosa

De repente me doy cuenta de que este era el título de un antiguo bolero de los que aún se oyen en las viejas rocolas o en las letras que cantan los guitarristas en restaurantes populares, acompañando a los comensales que sonríen...

De repente me doy cuenta de que este era el título de un antiguo bolero de los que aún se oyen en las viejas rocolas o en las letras que cantan los guitarristas en restaurantes populares, acompañando a los comensales que sonríen, recuerdan, dan una propina, pasan.

Sí, los boleros mueven sueños antiguos. Ante esta evocación me acuso de la deuda contraída respecto de mis lectores a quienes prometí volver a doña Carmen, mi amiga inolvidable. A ella me referí a poco de haber iniciado mi compromiso con esta columna.

Hoy quiero contarles que ella y sus poetas tertulianos amigos me abrieron las puertas a la poesía de Machado, a la de Darío y Miguel Hernández, pero no solamente: yo se la abrí a Medardo Ángel, pues Marcela, mi hermana mayor, tenía el texto Aniversario, que un miércoles llevé llena de orgullo para leerlo y comentarlo con ellos. Todos enmudecieron de emoción ante ese Hoy cumpliré veinte años / amargura sin nombre / de dejar de ser niño / y empezar a ser hombre /…

Doña Carmen, más tarde, íntimamente, me abrió las puertas de su propia muerte, al decirme con su recia bondad, sin negar los terribles recuerdos de la guerra, y quizá a manera de consejo, de pregunta, pero nunca de queja: Susana también yo me iré pronto. Solo pido irme sin haber enfermado ni haber enceguecido, porque sin leer se me volvería imposible la vida que me queda.

Estuvo muchos años sola, desde la muerte de su esposo, republicano de toda la vida, notable intelectual fusilado y enterrado en una fosa común, hasta la muerte de su única hija, que partió luego de largo tiempo de intenso sufrimiento, como consecuencia de una caída desde el cuarto piso en el pozo del ascensor de madera en que bajaba, y se fracturó parte de la columna vertebral.

Hoy valoro cómo la partida se acerca cada día a nosotros y la contornamos casi de puntillas, inventando mundos de consuelo y alimentando, por si fuera cierta, la esperanza de un más allá en el que volveríamos a encontrar a los que amamos y se fueron, sueños que contribuyen a la ilusión de no volver a morir de soledad.

Ella y los poetas me mostraron, sin darnos cuenta entonces ellos ni yo, que escribir para el bien es una forma digna de rondar, como la mariposa ronda la luz, el alto campo de la muerte.

Doña Carmen se iría, sí. Hacía entonces (ya mediados los años cincuenta), catorce, quince años del fin de la Guerra Civil Española; ella inspiró a mi anciana y sabia amiga ese difícil amor a todo, que su presencia y su charla contagiaban: al mundo incomprensible e injusto y hasta a su propia y profunda soledad; amor incondicional, irremediable, aprendido y practicado en la lectura cada día y, sin duda ninguna, en la amistad. Imagino que murió de dolor, aunque siempre sonriera…

Lo cierto es que al mediodía del sábado inmediato al reciente miércoles de la tertulia habitual, pasé por la casa de Duque de Sesto sin saber por qué, sin haber avisado a nadie, sin inquietud.

El portero tras saludarme, me lanzó, desde la garita de la portería en que se encerraba después de haber limpiado minuciosamente las gradas de mármol, tan usadas entonces en los edificios del barrio en que vivíamos: —Pero niña, ¿no lo sabes aún?, doña Carmen ha muerto. Ayer…

Lo supe así, con su modo conciliador y torpe, tan simple como duro, incomprensible, triste. —¿Sabes?, seguía: los estudiantes que tú conocías y viven todavía en su casa me avisaron que ya no se movía. Llamamos al médico de cabecera, hicieron los exámenes y papeles, porque yo, al subir, la encontré sentada en la silla junto a la ventana, con el libro que siempre leía, como si se hubiera dormido. Y añadió: —¡No te preocupes, mujer, ya le tocaba irse, ya todo está, ya se fue!…

Y siguió con su verborrea, que intentaba ser amable y paliar la impresión que me produjo la noticia: —Así que eres escritora, como los que la acompañan los miércoles, me dijo, con cierta delicadeza, pero desconcertado de sorpresa y asombro: —Los chicos han encontrao papeles con tus versos, pídeselos, ¡no se los dejes. Y ya puedes llevarte los libros que quieras, que nadie va a leer!

No había en sus palabras más que afecto, extrañeza y respeto. Quería que yo rescatara el ambiente del departamento de mi amiga, librándolo de las garras de los dos estudiantes. —¡Caramba, que son unos gamberros!, me decía antes, aunque hoy reconocía: —Pero me han ayudao… ¿Sabes?, en estas cosas no cabe estar solo. Él mismo, cuando hacía ya casi tres años conocí y acompañé a doña Carmen desde los Ultramarinos y tras su invitación empecé a frecuentarla, me había advertido, casi paternalmente, contra ‘los estudiantes’, como para evitar todo peligro para mí: —Mira que son muy brutos, no te dejarán estar… Pero siempre uno de ellos, cuando estaba y me abría la puerta, me saludaba cortésmente, o yo los veía al pasar por la salita de estar o en alguna de sus habitaciones abiertas, y nunca recibí de ninguno de los dos una palabra descortés, atrevida o ligera.

Respetaban a doña Carmen y su espacio; admiraban e incluso conocían a sus amigos intelectuales izquierdistas, y quizá se asustaban de su posición, pero la apreciaban y supieron honrarla hasta su muerte…

Hice lo mismo; dejé al portero farfullando una queja sobre el trabajo que tendría en el departamento porque no conocía a ningún pariente de doña Carmen que pudiera hacerse cargo de muebles y pertenencias, y vendrán las autoridades, dijo, y lo enredarán todo, ya verás.

Nunca volví a Duque de Sesto. Di, en silencio, y sigo dando gracias a la vida por haberla conocido y sé, sin que tenga necesidad de comprobarlo, que ella agradece a la vida de habérsela llevado, no desde su lecho ni desde la habitación grande, obscura y sola donde dormía, sino desde el espacio que junto a la ventana luminosa del verano que se iba, recibía ya la luz otoñal y se veían los árboles que, habiendo perdido sus hojas, empezaban a retoñar.

Todavía me faltaban años para cumplir los veinte, pero sentí a fondo y en silencio la amargura sin nombre / de dejar de ser niño / y empezar a ser hombre, que una tarde de octubre recité para mi amiga y los amigos poetas.

Ella, la doña Carmen de mi incipiente adolescencia, la que me cuidaba, me protegía y me aclaraba cuando le parecía necesario, tal o cual opinión de uno de los poetas miembros de su tertulia, se fue sin haber sufrido más de lo que la vida le exigió. Y si en el curso del tiempo durante el cual yo la frecuenté, nunca vi en ella amargura ni desesperanza, sé que sigue cerca de mí desde entonces, ¡ya tantos años!, y que su protección consiste, fundamentalmente, en haberme ayudado con su ejemplo a buscar la palabra mejor para decir, la que anhela expresar la verdad bella y firme sobre los seres vivos y acerca de las cosas.

Este artículo se publicó en el portal de Plan V.