«Fellini o el memorial de los sueños», por don Marco Antonio Rodríguez

Se regodeaba en repetir que nació en el viaje de un tren entre dos poblaciones. Acaso quería resaltar que su vida había sido un camino incesante al mundo elusivo de los sueños. Federico Fellini fusionó fábula y fantasía en espléndidas columnas...

Se regodeaba en repetir que nació en el viaje de un tren entre dos poblaciones. Acaso quería resaltar que su vida había sido un camino incesante al mundo elusivo de los sueños. Federico Fellini (Italia, 1920-1993) fusionó fábula y fantasía en espléndidas columnas de sus construcciones fílmicas. La fábula es el sustento de la tragedia, la fantasía es capaz de vivificar mundos del pasado.

Su madre pretendió formarlo para cura o abogado, pero él huyó y se enroló en el circo. Las señales de su azarosa infancia dejaron indeleble huella en su arcilla humana. Concilió entonces lo onírico con la realidad, lo poético con lo extravagante, para levantar una de las propuestas fílmicas más trascendentes de la historia del cine. Esa pátina de melancolía que se desliza por equilibrismos, piruetas y risotadas del circo influyó poderosamente en su arte.

A la zaga de los pasos de Chaplin

Fellini aniquila la narrativa y se rehúnde en un amasijo soberbio de estampas y sonidos, esbozos, dibujos y pinturas subliminales que abruman la retina del alma del espectador. Imagino al maestro al pie de la luna del poema de Giacomo Leopardi, soñando su última película, La voz de la luna, 1990: “Oh cuán dichosa / es en la edad temprana, cuando aún es mucha / la esperanza, y breve el curso / de la memoria, el recordar las cosas / de otro tiempo, aunque ello sea triste, / y aunque el dolor persista”.

Aclamado por el mundo —considerado uno de los diez mejores directores de cine de la historia—, bibliotecas y centros de arte llevan su nombre, así como restaurantes, discotecas y calles de su lugar de origen, Rimini, una comarca en la cual —fábula o verdad— vino a la vida.

Cuando murió en 1993, la imagen de desamparo de Giulietta Masina, su compañera, llevando en sus manos un rosario, se detuvo en la retina del tiempo. Solidario y solitario, denostado y estoico, creyente en el mundo paranormal y en la magia, su voracidad desordenada por los libros se oponía a los rigurosos horarios de su oficio.

Dibujante y retratista, alguien escribió que su anhelo era ser “otro Picasso”. No fue así, si alguien suscitaba en su espíritu profunda admiración, fue Chaplin y su bastón de bambú que lo llevó a los cielos. “Chaplin es el Adán del que todos descendemos”, exclamó. Y en Amarcord, 1973, esculpe su infancia al paso de Chaplin, atándolo a la Italia de posguerra, anidada de espantajos fascistas, frailes y abuelas alborotadoras. Música de viviendas, recuerdos y adioses en un óleo barnizado de amargura.

El maestro dinamitó la narración en el cine desde su prodigiosa y única imaginación. Empezó con La dolce vita, su primera película discontinua, devenida en una espiral de círculos mágicos, entre los cuales no hay armonía, sino perturbaciones y parálisis, armisticios y rupturas. Marcello Mastroianni —¿el alter ego de Fellini en la encarnación de Casanova, 1976?— es un gris periodista que debe perseguir celebridades para hurgar en las fisuras viciadas de la Roma decadente, hora en la cual el animal humano sale a cazar a sus pares para su disfrute. Anarquismo, fanfarrias y sombras urden la historia.

será su apartamiento definitivo del neorrealismo (traslación de la realidad al cine, si es que se quiere enceldarlo en este ismo). Tullio Kezich, su fervoroso biógrafo, relieva la crisis que afrontó el cineasta ante la expectativa que suscitó con La dolce vita: ¿cómo salir del laberinto inextricable que había instaurado con este filme? Entonces escudriña en la esencia de la creación; usa la cámara para explorarse a sí mismo. Desmesura y sensibilidad hilando su aclamado , 1963. Obra de un iluminado. Sueño del sueño. Todo es volatilidad. Reminiscencias que ocurren en la bruma inexplorable del último sueño, de aquel que se escurre por las oquedades del alma.

Amó el circo y quiso ser clown. O, al menos, director de circo. Y lo fue. Su genial filmografía le otorgó la dirección de un circo caótico y alucinado llamado humanidad. ¿Neoabstracto, neorrealista, neosurrealista…? Nada de eso. O eso y más. La poesía es una metafísica rauda y contigua. Un poema —el más escueto— debe entregar una noción del universo y divulgar el misterio de un alma, del ser y de las cosas. Cuando se contiene en el tiempo de la vida, es menos que la vida. Principio que une las distancias más insalvables, esa es la poesía. Eso logró Fellini.

“La luna ignora que es tranquila y clara y ni siquiera sabe que es la luna; la arena que es la arena” (Borges).

Este artículo se publicó en el diario El Comercio.