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«Pablo Palacio y su aliteratura anticipatoria», por Francisco Proaño Arandi

Ponencia presentada en el XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española que se realizó de 4 al 8 de noviembre en Sevilla.

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Ponencia presentada en el XVI Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española que se realizó de 4 al 8 de noviembre en Sevilla.

La adscripción a las vanguardias

Las dos primeras décadas del siglo XX fueron escenario de la presencia de las vanguardias europeas en el devenir de la literatura latinoamericana, un proceso que implicó secuelas y mal entendidos, tanto políticos, como artísticos. De manera general, la propuesta de los principales exponentes de esas vanguardias postulaba una suerte de profunda subversión de la escritura frente a lo que había sido el realismo positivista a lo largo de la centuria decimonónica y también contra el modernismo que entonces influía poderosamente en la creación poética de casi todos nuestros países.

El Ecuador no fue ajeno a esa eclosión del lenguaje vanguardista. Desde la década de 1910 en adelante aparecieron, en diversas ciudades, publicaciones que se hacían eco de lo que sucedía en Europa y en los demás países del continente y propugnaban la necesidad de un cambio cualitativo en los modos de entender la escritura, ya en la literatura, ya en el arte pictórico. Humberto E. Robles, en su ensayo La noción de vanguardia en el Ecuador, recepción, trayectoria y documentos —1918-1934—[1] cita algunas de esas revistas, entre ellas, Renacimiento (en Guayaquil), Frivolidades (Quito), Caricatura (Quito), y, desde luego, las que impulsó uno de los más connotados poetas vanguardistas de la época, Hugo Mayo, las tituladas Síngulus (1921), Proteo (1922) y Motocicleta (1924). Robles señala al respecto:

No obstante (las críticas que aparecían desde diversos contradictores), las modernas tendencias se divulgan y cobran discreto vigor, atizadas, sin duda, por la más o menos amplia circulación que en los medios de la alta cultura disfrutaron revistas como Cervantes, Grecia, Littérature, Cosmópolis, Mercure de France, Nouvelle Revue Francais, Ultra, Tableros y Creación que desde Europa propagaban y sancionaban la literatura de avanzada.[2]

Es de notar que la sección americana de la revista Cervantes, que se publicaba en Madrid, estuvo a cargo del polígrafo ecuatoriano César E. Arroyo, quien, en noviembre de 1922, de paso por Quito, pronunció una comentada conferencia (en pro y en contra) sobre las vanguardias europeas, charla de carácter proselitista.

La encrucijada histórico-literaria era, en aquellos momentos, asaz compleja. El lenguaje que proponían los escritores vanguardistas se enfrentaba a la crítica de quienes no lo aceptaban desde los más diversos ángulos artísticos e ideológicos. Por ejemplo, Isaac J. Barrera, director de la revista Letras, que desde 1910 se había convertido en el vehículo de difusión del tardío movimiento modernista ecuatoriano, expresaba, en un artículo de 1919 referido a Apollinaire y burlándose del autor de Calligrammes, lo siguiente:

“El iconoclasta me causa una sonrisa porque la edad me ha hecho comprender que la irreverencia para lo consagrado no es sino el fuego fatuo encendido en el altar de la propia presunción”.[3]

Más tarde, las requisitorias contra la vanguardia vendrían desde la derecha y la izquierda política, en una suerte de sorpresiva coincidencia. Para entonces se conocía ya la obra primigenia, juvenil, diríamos, de los principales autores de la vanguardia ecuatoriana: Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Hugo Mayo, seguramente también Alfredo Gangotena, y, en la prosa, Pablo Palacio. En 1934, Sergio Núñez, escritor realista socialista, autor de obras narrativas como Sueño de lobos y Novelas del páramo y la cordillera, articulaba esta lápida para la vanguardia: “La poesía vanguardista es antisocial, siendo como es, antirrítmica, bárbara”. Y proponía, frente al vanguardismo, una poesía “de los humildes, sin adjetivos, sin metaforismos ni espirales verbosas”. En el otro extremo ideológico y siete años antes, es decir, en 1927, el gran prosista Gonzalo Zaldumbide —un autor situado en la frontera entre romanticismo y modernismo, como se evidencia en su novela Égloga trágica—, conceptuaba la vanguardia como “un ataque a las tradicionales normas clásicas de belleza” y reivindicaba, frente a la subversión que implicaba la poesía vanguardista, vocablos como “armonía, unidad, serenidad, recato, gracia, música, estrofa, naturalidad, emoción, delicadeza, belleza y otros por el estilo”.

Pese a sus diferencias ideológicas, ambos, Núñez y Zaldumbide, coinciden en un punto: su conservadurismo literario, opuesto al significado nuevo y profundamente revolucionario, o al menos revulsivo, de las vanguardias. Frente a conceptos como los mencionados, Jorge Carrera Andrade, quizás el más universal de los poetas vanguardistas ecuatorianos, decía muy claramente en 1931:

“La vanguardia es así una milicia de poetas nuevos que aspiran a ponerse al compás de esta era de civilización manual y mecánica… la nueva poesía… Ha desechado las formas literarias del pasado, pues ha visto en ellas el reflejo de la dominación de una clase y se ha lanzado valientemente a la conquista de la libertad de expresión que la ponga a salvo de la antigua dictadura estética”.

Comentando esta cita, Humberto E. Robles, en el libro citado, señala:

“Carrera Andrade adjudicaba a la noción de vanguardia un sentido de expresión directamente relacionado a la lucha contra el orden social establecido. Vanguardia representaba para él, pues, un cuestionar no solo de valores estéticos, sino también de la estructura del poder”.

Lo que Carrera Andrade postulaba en su comentario, esto es, el hecho de conceptuar las formas literarias del pasado como un reflejo de la dominación de una clase y oponer a ellas una nueva poesía, que desestructuraba la sintaxis tradicional positivista, no era sino la expresión de una ruptura gestada ya en Occidente desde finales del siglo XIX, lo que se conceptuaba como el malestar de la cultura. ¿Qué implicaba ese sentimiento de incomodidad, en el seno de la cultura?: implicaba ciertamente la certidumbre de una escisión, el final del sueño de unidad entre las clases —burguesía y sectores populares— que había venido alimentándose a partir de la Revolución Francesa y que, de pronto, se vería interrumpido, revertido, refutado, después de los trágicos acontecimientos de la Comuna de París, en 1871. Cito al respecto lo que dice Mario de Micheli en su ensayo Las vanguardias artísticas del siglo XX [4]:

“La Revolución de 1848 en toda Europa representa, justamente, el ápice de esa unidad. Ahora. Después de los hechos dolorosos de 1871, se precipita la crisis, que se había revelado a raíz del 48. La inconformidad entre los intelectuales y su clase se hace más aguda, las grietas subterráneas asoman a la superficie, el fenómeno se vuelve general, la ruptura de la unidad revolucionaria del siglo XIX ya es un hecho cumplido”.

De esa ruptura nacen el arte moderno, la poesía moderna, la literatura contemporánea. Nacen las vanguardias. Se genera también la requisitoria contra el realismo y el naturalismo, y se aboga y se trabaja en una nueva sintaxis, contraria a la positivista. En el Ecuador de los años 1920-1930 y siguientes la contradicción es evidente. Por un lado, como secuela de los acontecimientos históricos, tanto en el país, como en el continente y en el mundo, surge un poderoso movimiento al que conocemos como la literatura de denuncia o realismo social ecuatoriano. Una vanguardia política que, sin embargo, en su obra seguiría el canon del realismo e incluso del naturalismo. Frente a este movimiento, se encontrarían las vanguardias que, y pese a la común militancia política con el estado de cosas existente en el escenario político y social, serían pronto silenciadas por la vertiente hegemónica del realismo social, vigente hasta los años cincuenta del siglo pasado. Inclusive varios de los exponentes de esa vanguardia, como Carrera Andrade, Gangotena y Escudero, evolucionarían pronto hacia una escritura poética mucho más personal y, sin duda, profunda, estéticamente de muy alta calidad y de ecos universales. El más conspicuo de ellos, como vanguardista, Hugo Mayo, adscribiría más tarde, plenamente, a la escritura social realista.

En el terreno de la narrativa el caso más notable es el de Pablo Palacio, nacido en Loja, pequeña ciudad situada al sur de los Andes ecuatorianos, en 1906, y fallecido tempranamente, ensombrecido por la locura, en 1947, a los 41 años de edad. Cronológicamente pertenece a la generación de los años treinta, es decir, de los social realistas ecuatorianos. Pero su escritura, nacida de su contacto y conocimiento de las vanguardias, aunque también por circunstancias existenciales de su peculiar periplo vital, se constituye en una alternativa a la del realismo social y se anticipa a la narrativa que aparecerá en el Ecuador a partir de los años sesenta y setenta.

La obra de Palacio, breve pero de particular resonancia para el futuro de las letras ecuatorianas, se concentra en tres libros aparecidos entre 1927 y 1934: Un hombre muerto a puntapiés (cuentos, 1927), Débora (novela, 1927), y Vida del Ahorcado (novela, 1932). En dichos textos, Palacio, a diferencia de sus compañeros de generación, opta por una escritura verticalizada, connotativa, caracterizada por las continuas rupturas del tiempo narrativo y por una profunda subversión de lo que hemos llamado la sintaxis positivista —lineal, denotativa, directa—, propia, tanto del modernismo literario, como del realismo social.

Raúl Vallejo[5] señala algunas líneas representativas de la escritura de Palacio: ironía, el absurdo, crítica corrosiva al mundo burgués, proceso creativo ficcionalizado, humorismo deshumanizado (previsto ya anteriormente por Benjamín Carrión). Y enfatiza al respecto:

“Palacio es un antirromántico —y en sus textos combate ese romanticismo que se había convertido en un cliché— y un militante en contra del realismo naturalista de Zolá, en la dirección en la que fueron los vanguardistas”[6].

Los cultivadores del realismo social expresarán su rechazo, o mejor dicho, su incomprensión, frente a las calidades innovadoras de la obra de Palacio. Uno de sus más notables exponentes, el novelista Joaquín Gallegos Lara, condenará lo que denominó “un concepto mezquino, clownesco y desorientado de la vida”. Inmerso en la perspectiva , ya lo hemos dicho, positivista y naturalista, tan propia del realismo social de aquellos años, Gallegos Lara no habría admitido que precisamente esa conceptualización, con la que pretendía condenar a Palacio, radicaba el sentido revolucionario del texto de este último, su programa que, más que en acusar, se centraba en desacreditar la realidad, obrando una profunda escisión mediante la cual, vía la interiorización en la conciencia de los personajes, si es que los había, podía quedar al descubierto la verdad estructural de la sociedad sobre la cual proyectaba su requisitoria.

El concepto “mezquino, clownesco y desorientado” de la vida que Gallegos condenaba, no es atribuible a Palacio, lógicamente, y en ello el crítico se confunde. Lo que es mezquino, clownesco y desorientado es, nada ni menos que la realidad, la realidad de las pequeñas vidas que Palacio analiza sin piedad, implacablemente. La revolución literaria de Palacio radica en impregnar el texto, su estructura, su sintaxis, de eso “mezquino, clownesco, desorientado”, para trasmitirnos, en el plano mismo de la conciencia y de nuestros sentidos, la verdadera realidad, vista y sentida, convertida, su intelección, en experiencia. En este sentido, Palacio borra los límites entre contenido y forma, distinción cara al positivismo y cara al realismo, y sienta las bases de una nueva estética, coincidiendo por lo demás con lo que otros vanguardistas latinoamericanos, en particular rioplatenses, proponían ya en esos mismo años veinte y principios de los treinta: Roberto Artl, Macedonio Fernández, Jaime Torres Bodet, Julio Garmendia, Martín Adán, Gilberto Owen, Arqueles Vera[7].

La escritura anticipatoria de Palacio

Por lo anterior, bien podemos afirmar que Palacio fue no solo un caso singular dentro de la literatura ecuatoriana de los años veinte y treinta del siglo XX, singularidad derivada —como hemos señalado— de ciertos aspectos problemáticos de su existencia y por la adscripción de su obra a la estética de las vanguardias en un contexto histórico signado por la hegemonía del realismo social de denuncia.

Constituyó también, habida cuenta de las características de su escritura, una indudable anticipación, tanto de la narrativa sobreviniente en el Ecuador en las últimas décadas de la pasada centuria, como, inclusive, de algunas vertientes literarias que han cobrado vigencia en el ámbito universal de Occidente, entre otras, la literatura del absurdo y la denominada aliteratura contemporánea[8]. A continuación abordaremos, sucintamente, algunos aspectos ilustrativos de ese carácter precursor y anticipatorio del escritor lojano, si bien su propuesta debe ser contemplada desde las condiciones específicas del país y de la época en que escribió sus principales obras.

Benjamín Carrión, al volver en 1950 a ocuparse de la obra de Pablo Palacio, señala, sin persuadirse del todo, que con seguridad el autor de Débora y Vida del Ahorcado no conoció la obra de Kafka, el gran escritor judío de Praga[9]. La anotación es oportuna puesto que, como fue advertido por Carrión, existe una rara familiaridad, tanto en la obra, cuanto en la vida y destino de ambos artífices de la palabra, pero especialmente en el sentido desacralizador de lo real de sus respectivas creaciones.

Una primera similitud, y acaso la más importante, es la extrañeza o ajenidad existencial que impregna la escritura de uno y otro. Los dos atisban el mundo (y lo que podríamos conceptuar como el mundo de “los otros”, o “donde están los otros”) desde una posición marginal, más exactamente lateral, aprovechándonos de la palabra que consta en el título de uno de los cuentos más conocidos de Palacio: “Luz lateral”.

En ambos la anormalidad e incluso lo monstruoso son tratados como normales (“anormalidad normal”, apunta Carrión), estrategia que presupone una implacable ironía e implica, simultáneamente, el punto de arranque de su peculiar humorismo, ese humor “puro”, en palabras también de Carrión[10], que nace de una experiencia sin duda desencantada de la vida, o al menos escéptica, que involucra el sarcasmo y el rechazo mismo de la realidad.

Los dos, finalmente, parecieran verse abocados a una suerte de inmersión en el abismo de la angustia como secuela de sus propias tragedias personales. En Kafka, el saberse, con extrema lucidez, parte de una comunidad marginal (la judía), objeto de rechazo en un mundo deshumanizado, y, al mismo tiempo, como correlato de esa experiencia de marginalidad, la presencia omnímoda y castradora del padre, sombra que no dejará de inclinarse, amada y execrada, sobre el conjunto de su atormentado periplo creativo, de su singularidad como ser humano. En Palacio, el habérsele escamoteado la madre, la figura de la madre, por obra del prejuicio social o de cualquiera otra causa. Carencia o ausencia de la que dará cuenta a través de muchos indicios a lo largo de su intensa, aunque breve obra[11].

En los dos casos, el espectro de la locura, como expediente alternativo a la realidad y quizá como instrumento contestatario a aquella, se encuentra siempre presente. En Palacio, la locura llegará finalmente a oscurecer del todo los ocho últimos años de su breve existencia. En Kafka, la locura será un fantasma que lo acechará una y otra vez, sin llegar a envolverlo como en el caso del escritor ecuatoriano. Síntomas de ese acecho o del miedo a su advenimiento podemos encontrarlos en varias páginas de su Diario, miedo que generará concomitantemente una obsesión por el suicidio.

Pese a todo lo señalado, la especificidad de la obra de Palacio, como también de la de Kafka, no puede ser atribuible solamente a las singularidades que marcaron la existencia de uno y otro. Pero no hay duda que hubo más que una aleve coincidencia entre sus respectivas vidas y el clima socio-político-cultural, histórico, de la época en que les tocó vivir y crear sus obras, coincidencia o coincidencias que resultan, en cualquier forma, significativas.

Se percibe en Kafka aquel malestar de la cultura ostensible en Europa desde finales del siglo XIX al que hemos aludido más arriba. Algo similar percibimos en Palacio, aunque naturalmente proyectado sobre una realidad, la de un país atrasado como era el caso del Ecuador en la década de 1920. La estudiosa española María del Carmen Fernández, autora del ensayo quizás más completo que se ha publicado sobre Palacio[12], subraya con razón que no parece adecuado atribuir de manera absoluta a las incidencias existenciales del autor lojano las singularidades técnicas y temáticas de su obra. Subraya al respecto:

La acusada modernidad de la obra de Palacio, en la que hoy día se reconoce a toda una tendencia literaria vigente en la Hispanoamérica de los años 20 y 30, ha desorientado tradicionalmente a la crítica, que no ha sabido como situarla en el contexto sociocultural, al que sin duda pertenece. La aparición de estas ficciones “alucinadas” en un Ecuador del 30 en el que, según se ha venido sosteniendo, impera casi exclusivamente la estética del “realismo social”, parecería ser un error de ubicación espacio-temporal. El trágico destino del novelista, hijo ilegítimo, huérfano desde la más tierna infancia, sumido en la demencia los últimos ocho años de su corta vida, como consecuencia de la sífilis, contribuyó a “resolver” este problema durante un prolongado lapso de tiempo: sería su “espíritu desequilibrado” el causante de sus desequilibrios narrativos. Solo recientemente, en 1985, Miguel Donoso revisaba someramente las producciones más representativas de la “Generación del 30”, y adjudicaba al “realismo abierto” de Palacio la importancia de haber iniciado, con el “realismo mágico” de José de la Cuadra, el camino de la modernidad literaria en el país[13].

Para limitarnos a Palacio, cabe una reflexión: así como en Franz Kafka coinciden su atormentada trayectoria y el espíritu de la época, marcada en Europa por la insurrección de las vanguardias, en Palacio, la asunción de una estética acendradamente subversiva, cual es la propuesta vanguardista en su versión hispanoamericana, se correspondía con la necesidad íntima de expresar y dilucidar la singularidad de su ser existencial.

Por otro lado, la radicalidad de su escritura —esa dislocación sintáctica, la yuxtaposición de puntos de vista, el absurdo, el ritmo abismal que se siente y envuelve, etc.— lo ubican no sólo como un exponente caracterizado de la estética de las vanguardias de entonces, sino también como un adelantado de las corrientes que vendrán luego hacia el último tercio del siglo XX, no solo en el ámbito latinoamericano sino en el espacio general de Occidente, aunque por motivos históricos diferentes. Es más, Palacio deviene más radical incluso que los escritores que en el Ecuador, a partir de la década del sesenta, lo reivindicaron como su precursor y antecedente.

Cabe detenernos en el carácter anticipatorio de la narrativa de Palacio con respecto al advenimiento, décadas después de que aparecieran sus obras, de la literatura del absurdo y, aún más, de la novela objetalista (“noveau roman” o antinovela) y de lo que la crítica europea denomina la aliteratura contemporánea. Un adelantado de esta tendencia, que abarca algunas de las manifestaciones más trascendentes del siglo XX, fue también Kafka y en ello radica, una vez más, la proximidad y parentesco entre las obras de uno y otro autor. Vale decir, su común ubicación en una posición de divergencia frente a la tradición realista, tanto europea como hispanoamericana.

En relación con ello cabe subrayar, en la escritura de Palacio, su proximidad con las características fundamentales del capítulo más significativo de las vanguardias: el expresionismo. Surgido como contestación a la crisis de la cultura occidental que hemos señalado, este ismo fue profundamente subversivo frente a lo anterior y, a la par, suscitador de nuevas e inéditas aventuras intelectuales. Desplegó una estrategia contraria a las conocidas hasta entonces por la modernidad: la libertad omnímoda de la expresión, incluidas las pulsiones irracionales e instintivas. Todo ello en el marco de una búsqueda o indagación por otras vías en el ser y en las distorsiones de la llamada civilización. Claro que tuvo con antelación precursores insignes como Beaudelaire, Blake y otros. Impresiona en todo caso constatar como Palacio en el periplo más bien breve de su creación literaria plasmó con intensidad esos aspectos esenciales del expresionismo. Pero no solo se trató de ello. María del Carmen Fernández anota al respecto:

“… el mensaje de Palacio implica la desorientación del lector, el vapuleo de todos sus esquemas de lectura y de comprensión del mundo, la exigencia, por lo tanto, de que se convierta en participante y descifrador de la obra de arte. Rasgos todos estos que, según se repite insistentemente, hacen del escritor lojano un “adelantado” de la nueva narrativa hispanoamericana, pero también del “noveau roman” y, en definitiva, de las corrientes novelísticas contemporáneas”[14].

Y Alfredo Pareja Diezcanseco señala:

“En todo caso, lo que Carrión (Alejandro) dice es que Pablo (Palacio) no se encontraba a gusto dentro de la corriente realista de la época, lo cual es muy diferente a llamarlo “enemigo de la realidad”. Diría yo que Pablo Palacio fue un realista adelantado a las corrientes de su tiempo, de las cuales fue un hijo legítimo en su conducta y también en saber ver hacia el futuro con la penetración de las grandes y extrañas inteligencias. Hizo, pues, con el realismo, lo que se haría veinte o treinta años más tarde, aunque todavía se lo llame, con cierta pereza que conlleva el pasado subjetivismo, realismo mágico, barroquismo trasnochado, y qué se yo qué otras cosas y qué abundancias más o menos autorizadas por nuestra lengua española de nativos hispanoamericanos”[15].

Lo que llama la atención es la proximidad de Palacio en algunos aspectos fundamentales a autores posteriores a él como los que en los años cincuenta y sesenta llevaron adelante el denominado “noveau roman” o antinovela. Y también con otros cuyo periplo creativo no conoció Palacio, pese a que son sus estrictos contemporáneos y se nutrieron de las propuestas propias de la vanguardia. Me refiero a los más connotados exponentes de la literatura del absurdo como Antonin Artaud, Samuel Beckett o Eugene Ionesco, creadores que de todos modos escribieron sus obras fundamentales mucho después de que Palacio muriera[16]. Entre tales rasgos destaca, por ejemplo, el descrédito del personaje tal como era concebido por el realismo tradicional, aunque debe anotarse que tal coincidencia se produce por motivos diferentes, si bien históricos. Era inevitable que en la encrucijada histórica subsiguiente a la terminación de la II Guerra Mundial, del holocausto nazi y luego de lo que significó para una humanidad sobrecogida de espanto las explosiones atómicas de Hiroshima y Nagasaki, la fe en la condición humana había entrado, ya no solo en un estadio de radical reevaluación sino de descrédito y profundo escepticismo en relación con la realidad y la razón. En esas circunstancias, el héroe novelesco, centro de la estética realista, ya no tenía razón de ser. ¿Cómo podía ser aceptado sin más tal héroe, luego de lo que significaron el genocidio nazi y los campos de exterminio estalinistas? “Hoy nos sepulta una ola gigante —decía Nathalie Sarraute, hacia 1956, una de las más conspicuas representantes del “Noveau Roman”[17] —, compuesta de obras literarias que pretenden todavía ser novelas y en las que un ser sin contorno, indefinible, inalcanzable e invisible, un ´yo´ anónimo que es todo y que no es nada y que, la mayoría de las veces, es tan solo el reflejo del propio autor, ha usurpado el papel del héroe principal y ocupa el puesto de honor. Los personajes que lo rodean, privados de existencia propia, no son más que visiones, sueños, pesadillas, ilusiones, modalidades o dependencias de ese ´yo´ todo poderoso”.

En las novelas de Palacio, el personaje tiende a desaparecer y parecería que una voz, la del narrador subterráneo que lo observa, es quien lo reconstruye o deconstruye como desde la perspectiva de un sueño. La realidad es sometida a una profunda revisión, marcada por el escepticismo y el descrédito de la misma. Cuando, en las primeras líneas de Débora, el narrador arroja de sí al personaje, de entrada está dudando de su verdad: “Teniente —dice— has sido mi huésped durante años. Hoy te arrojo de mí para que seas la befa de los unos y la melancolía de los otros”. ¿Los unos y los otros?: ¿Quiénes?. Y más abajo agrega: “¿Por qué existes? Más valiera que no hubieras sido. Nada traes, ni tienes, ni darás […] Es verdad que eres inútil […] Es por esto que eres vulgar. Uno de esos pocos maniquíes de hombre hechos a base de papel y letras de molde, que no tienen ideas, que no van sino como una sombra por la vida: eres teniente y nada más”. Y, sin embargo, en derredor de esta sombra, se organiza la narración, una narración que termina con la supuesta muerte de ese personaje vagaroso, sometido sistemáticamente a cuestión, y de la persistencia de la lejanía de Débora, “la bailarina yanquilandesa”, de la que los hombres solo guardarán un momento su yo para paladear su lejano sabor. “En este momento inicial y final —dice el narrador— suprimo las minucias y difumino los contornos
d e u n s u a v e c o l o r b l a n c o
Es decir: la nada.

En Vida del Ahorcado, los personajes, igual, Ana y Andrés y todos los demás, son vagarosos, sin contornos definidos, concebidos en una estructura textual fragmentada, si bien, a momentos, se desplazan por lugares rigurosamente reales, anotados los nombres de calles y edificios por la voz del narrador, en un efecto visual cercano al hiperrealismo. Igual que en Beckett, donde los personajes, si lo son, se aferran a la recapitulación de su mirada sobre los objetos, para recuperar algo de la frágil realidad que los rodea. Como sucede también en la novela objetalista o como en Joyce, quien, en el fluir impetuoso del monólogo interno de Bloom, desplaza datos precisos del Dublín en que transcurre la acción a fin de dotar de alguna identidad al personaje.

Alejandro Moreano, en su ensayo La literatura de vanguardia: Pablo Palacio. Una línea paralela, se pregunta y explica la ausencia del individuo, en tanto que verdadero héroe novelesco en el mundo literario de Palacio. Al respecto, indaga en la recurrente mirada que el escritor lojano proyecta, más que en el individuo, en su expediente físico, el cuerpo, para llegar a la conclusión, luego de comprobar el vaciamiento del ser verificado por el escritor, que en el Ecuador de las primeras décadas del siglo XX “aún no se había formado el individuo cuando se encontraba con su muerte en Europa”:

“Doble muerte —arguye Moreano—, sin duda: el yo romántico forjado en el siglo XIX al calor de la poesía modernista y de las luchas liberales moría en el cieno del orden municipal y espeso; a la vez, el yo realista, que no llegó nunca a nacer, era acribillado por las descargas de la artillería de la vanguardia europea. El resultado fue el hombre sin atributos, forjado no por la decadencia de la sociedad burguesa sino por su tardío y deforme nacimiento. El hombre sin fundamento fue el resultado del aborto del hombre del liberalismo. En esas condiciones, era imposible que se formara la conciencia literaria capaz de asumir la figura del “antihéroe” y describir su antiepopeya”[18].

En curiosa coincidencia, si bien en otro contexto, Beckett sustentará también buena parte de su angustiosa narrativa, en el cuerpo, en aquello físico que sustenta o debe sustentar el ser.

Otro matiz propio de la aliteratura contemporánea es la propensión a solo “ver” la realidad, describirla, pero en sus rasgos significativos, en aquellos que nos inducen a una reflexión sobre el vacío fundamental, o el sinsentido de la existencia humana. De alguna manera, Palacio concebía la textura, según él, realista de la escritura señalando que la posición que como escritor le correspondía era la del expositor simplemente, “y este último punto de vista —enfatiza— es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad actual”[19].

Si los escritores de la aliteratura contemporánea despliegan una escritura contestataria frente al absurdo de la historia, que niega radicalmente la pertinencia de la razón y del héroe clásicos realistas, es llamativo, por decir lo menos, que Palacio participe formalmente, con anticipación a ellos, de los rasgos de esa ruptura retomando, en su momento, los planteamientos formales de la vanguardia, provenientes de esa profunda requisitoria contra la lógica del realismo positivista. Es indudable, sin embargo, que ese alineamiento de contenido y forma resulte también aproximativo en el tono y el ritmo de la escritura propia de la literatura del absurdo, en su estructura más característica.

Cuando uno lee las novelas de Beckett (El innombrable, Molloy) o su teatro (Esperando a Godot) la impresión que se tiene es la de vagar al borde mismo de la nada. Hay una voz narrativa que parece insuflar algo de vida al personaje supuesto: todo es vago, asfixiante, irreconocible, tal como el absurdo de la propia existencia si uno se pone a pensar en profundidad en ello. Inevitablemente, aunque no llegue a los extremos abisales de Beckett, la escritura de este nos hace pensar en la de Palacio.

Tanto Beckett como Palacio, a través de la radicalidad de sus textos, mucho más incluso en el gran escritor francés-irlandés (Beckett), cuestionan en profundidad la incongruencia antihumana enajenante, del mundo tal como se nos presenta, hoy y entonces.

En este sentido, la propuesta de Palacio comporta una mirada realista sobre la historia en cuyo contexto escribe y se rebela. Desmonta la realidad en el correlato de la escritura e impregna esta de lo repelente e inicuo de aquella. Por ello puede decir en el epígrafe de su cuento Un hombre muerto a puntapiés”: “Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar por esas calles: los que se tapen las narices le habrán encontrado carne de su carne”. Por ello también se ha dicho al respecto: “Toda la obra de Palacio está imbuida de una crítica corrosiva al mundo burgués”, como subraya Raúl Vallejo[20].

La escritura de Palacio: parábola de la libertad

Parecería que, tanto en la génesis de las vanguardias —en su profunda inconformidad con la realidad burguesa de la que nace la profunda reversión de las formas artísticas—, como en la incertidumbre sobre el destino de la condición humana latente en las literaturas del absurdo y en la denominada aliteratura contemporánea, late, soterrada, viva, contestataria, una casi desesperada llamada por la libertad del ser humano, por el derecho a asumirse como tal superando la ajenidad y el extrañamiento imperantes y, desde luego, en respuesta al totalitarismo, a la inequidad, al desprecio del hombre por el hombre. Esa opción por la libertad y por la asunción del ser humano en su dimensión real, se refleja en la libre traslación de las formas artísticas, subvirtiendo sin posibilidad de retorno la sintaxis tradicional. En ello, fue paradigmático Palacio y Alfredo Pareja Diezcanseco exalta esa situación: “Para hablar de Palacio es menester recordar que se es libre cuando se es capaz de elegir, y que el único modo de elegir es el espontáneo, porque si no fuere así no se podría liberar el ser de aquello que lo limita y le impide realizarse en su propia necesidad, cargada de indeterminación o de incertidumbre”[21].

Algo análogo expresa Leonardo Valencia al referirse a la tesitura de vanguardia propia de los textos de Palacio:

“Creó una obra literaria de vanguardia con absoluta independencia de su rol político activo en la izquierda. La lectura contemporánea de Palacio nos sigue enseñando que la literatura es el terreno de la libertad, de la disensión”[22].

En este sentido, en el de la libertad y la disensión que señala Valencia, Pablo Palacio se enlaza con otro escritor, posterior a él, que bien puede reclamar su ubicación en la aliteratura contemporánea: Julio Cortázar. Este gran escritor argentino, por sobre sus posiciones políticas, defendió siempre la libertad de expresión y creación y condenó reiteradamente el realismo socialista que maniata y empobrece a la vez, desde el poder, la libertad artística. Su novela cumbre, Rayuela, subraya simbólicamente ese reclamo, esa defensa: al dar al lector la posibilidad de elegir la forma en que le parezca leer la novela, una obra profundamente experimental y contestataria, Cortázar establece una simbología militante por la libertad esencial que configura al verdadero ser humano.

Desde esa perspectiva, la propuesta de Palacio cobra mayor trascendencia y devela su importancia anticipatoria en el devenir de la literatura ecuatoriana, hispanoamericana y universal.

Francisco Proaño Arandi


[1] Robles, Humberto E. (1989). La noción de vanguardia en el Ecuador, recepción, trayectoria y documentos, 1918-1934. Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, Guayaquil.

[2] Robles, Humberto E. (1989). Ob. cit. Segunda edición. Quito: Corporación Editora Nacional, p. 19. Las cursivas en la primera línea son mías.

[3] Citado por Humberto E. Robles, Ob. cit. , p. 19.

[4] Micheli, Mario de (1967). Las vanguardias artísticas del siglo XX. La Habana: Colección Arte y Sociedad.

[5] Vallejo, Raúl (2005). Prólogo a Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Pablo Palacio Caracas: Biblikoteca Ayacucho, No., 231, pp. XLVII-LVII.

[6] Vallejo, Raúl. Ob. cit., p. XLVIII.

[7] Proaño Arandi, Francisco (2003), En “Vanguardias ecuatorianas en el siglo XX”, revista Letras del Ecuador, No. 185, octubre 2003. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, pp. 4-13.

[8] El término aliteratura.acuñado por el escritor Claude Mauriac (hijo a su vez del novelista Francois Mauriac), alude a la obra de significativos representantes de la vanguardia centrados en pergeñar una escritura distinta a los moldes de la novela tradicional y que interpele en profundidad, incluso simbólicamente desde la recomposición de la forma literaria, al poder y al estado de cosas prevaleciente. Ref.: Claude Mauriac, L´alitterature contemporaine, Editions Albin Michel, París, 1969.

[9] Carrión, Benjamín (1950). El Nuevo Relato Ecuatoriano, II Tomo, Crítica y Antología. Quito: Editorial Casa de la Cultura Ecuatoriana, p. 9.

[10]Carrión, Benjamín (1930). Mapa de América. Madrid: Sociedad General Española de Librería. Reproducido el estudio sobre Palacio en Obras Completas, Pablo Palacio. Quito, 1964: Casa de la Cultura Ecuatoriana, p. 11.

[11] Es esclarecedor e inquietante al respecto el ensayo de Abdón Ubidia, “Una luz lateral sobre Pablo Palacio”, publicado en La bufanda del sol, No. 8, Quito, julio de 1974. “En efecto —dice Ubidia—, se sabe que Palacio estuvo marcado por la singularidad desde que vino al mundo: fue el hijo ilegítimo de ´una dama de la sociedad´ lojana que luego de alumbrarlo, con el fin de ocultar ´su pecado´, se desentendió de él”.

[12] Fernández, María del Carmen (1991). El Realismo Abierto de Pablo Palacio. En la Encrucijada de los 30. Quito. Ediciones Libri Mundi.

[13] Fernández, María del Carmen, Op.cit. p. 418. Se refiere al ensayo Los Grandes de la Década del 30. Quito: Miguel Donoso Pareja, Editorial El Conejo, 1985.

[14] Fernández, María del Carmen. Op.cit. pp. 417-418.

[15] Pareja Diezcanseco, Alfredo (1981). “El reino de la libertad en Pablo Palacio” (ensayo de 1977), en Ensayos de Ensayos. Quito: Casa de la Cultura Ecuatoriana, Colección Básica de Escritores Ecuatorianos, p. 255.

[16] Hernán Rodríguez Castelo encuentra en la brevísima pieza teatral de Palacio, Comedia inmortal, un anuncio “de los juegos antirrománticos de Ionesco”. En la nota introductoria al volumen Pablo Palacio, No. 8, de la Colección Clásicos Ariel. Por otra parte, Artaud nace en 1896; Beckett en 1906; y Ionesco en 1909.

[17] Sarraute, Nathalie (1967). La era del recelo. Madrid, Ediciones Guadarrama, p. 49. La primera edición en francés fue en Gallimard (1956).

[18] Moreano, Alejandro (2014). “La literatura de vanguardia: Pablo Palacio. Una línea paralela”, en Pensamiento crítico-literario de Alejandro Moreano. La literatura como matriz de cultura. Cuenca: Universidad de Cuenca, Tomo 2, p. 263.

[19] Carta a Carlos Manuel Espinosa de 5 de enero de 193

3, cuestionando la crítica formulada contra Vida del Ahorcado por Joaquín Gallegos Lara.

[20] Vallejo, Raúl. Ob.cit., p. LII.

[21] Pareja Diezcanseco, Alfredo. Op. cit. p. 227.

[22] Valencia, Leonardo (2008). El síndrome de Falcón. Quito, Paradiso Editores,p. 176.

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