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«De la estupidez y la arrogancia», por don Juan Valdano

Decir cosas que no son verdad puede ser fascinante cuando se trata de una broma, un evento que a nadie daña y a todos divierte. El cuento y la novela son formas del arte literario, son ficciones, mentiras que trasuntan verdades humanas...

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A Donald Trump lo conocimos los ecuatorianos en el 2004 cuando gobernaba Lucio Gutiérrez, un coronel dado a la mala política. Por consejos de Ivonne Baki, dama de alto coturno, Gutiérrez decidió que Quito fuese la sede del concurso de Miss Universo de ese año, un glamuroso y lucrativo negocio de Donald Trump al que le pagamos quince millones de dólares por el supuesto “honor” conferido al país. Nadie, en ese entonces, hubiese imaginado que ese audaz aventurero llegaría a ser presidente de los Estados Unidos.

Trump, un demagogo ignorante y vanidoso que, desde el más lto podio del poder mundial, manejó la mentira según sus personales intereses puso en riesgo la democracia de su país. Y esto, a más de insensatez, es torpeza. La mentira rige el mundo, ha marcado el curso de la historia. Si no fuese así, no se explicaría cómo el pueblo alemán cayó seducido en la farsa de Hitler, el histrión que llevó a toda una nación hacia el matadero. Decir cosas que no son verdad puede ser fascinante cuando se trata de una broma, un evento que a nadie daña y a todos divierte. El cuento y la novela son formas del arte literario, son ficciones, mentiras que trasuntan verdades humanas. Pero esto es otra cosa.

A diferencia del tonto y sus escasas luces que pasa por inofensivo, el estúpido es tenaz y testarudo, un verdadero peligro para el mundo como lo fueron Franco, Fidel Castro y Hugo Chávez, como lo son Maduro y Kim Jong-un. De ahí que Savater considere la estupidez más como una categoría moral relacionada con la acción humana. Un estúpido empinado en el poder se reviste de solemnidad, cree que con él comienza la historia, un ejército de esbirros lo acompaña siempre. Demagogo, violento y autoritario es intransigente con los que lo critican, despreciativo con los que no comulgan con él. Califica de corrupta a la prensa libre, transgrede los límites que impone la ley y aconseja la razón. Al final fracasa; en vez de unir, divide, en vez de bienestar siembra resentimientos. Su fanático personalismo conduce a la parálisis, a la desilusión, al ánimo de venganza.

Antes de noviembre de 2020 Trump ya sabía que iba a perder las elecciones; astutamente inventa la mentira de que se fragua un fraude electoral, una conspiración del partido demócrata. Las predicciones se cumplen. Trump no acepta la derrota. La supuesta patraña de un fraude toma cuerpo y aunque no puede probarlo, lo sostiene con tozuda obstinación. Un bulo semejante sostenido desde el poder tiene efectos inesperados: solivianta a la turba de bárbaros que lo siguen, asaltan el Capitolio.

Al igual que el jorobado de Notre Dame que se atrinchera en la catedral de París a causa de una irracional pasión que siente por una gitana, Donald Trump, engolosinado con las delicias del poder, se niega a dejar la Casa Blanca, pues no reconoce a Biden como su sucesor legítimo. El salto al vacío es el trágico final para Quasimodo, una deshonrosa caída y el desprestigio consiguiente es el inevitable final para un arrogante como Trump.

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