Discurso de don Paúl Puma en su incorporación en calidad de miembro correspondiente

El pasado 23 de octubre de 2025 don Paúl Puma se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. En la ceremonia leyó el discurso de orden que compartimos ahora con ustedes.

El pasado 23 de octubre don Paúl Puma se incorporó a la Academia Ecuatoriana de la Lengua en calidad de miembro correspondiente. En la ceremonia leyó el discurso de orden que compartimos ahora con ustedes.

EL PODER DE LA FILOSOFÍA EN HISTORIA DE UN INTRUSO DE MARCO ANTONIO RODRÍGUEZ

ANTECEDENTES

Historia de un intruso (1984, El Conejo: Quito) es un libro (nouvelle o noveleta) ecuatoriano fuera de serie en la tradición de la novelística ecuatoriana e hispanoamericana (pues, desde mi perspectiva, no hay ejemplos similares o que se le parezcan en isotopía, personajes o desarrollo argumental con respecto a la literatura de su tiempo) que sirvió para que, desde mi visión, Marco Antonio Rodríguez sea el narrador que más se acerque a Pablo Palacio por calidad y originalidad:

Respecto a Historia de un intruso, de Marco Antonio Rodríguez, hay el criterio más o menos unánime de que es, en nuestras letras, un punto de renovación. Así, Benjamín Carrión considera que esta novela breve (y los cuentos junto a los cuales fue publicada) es un «libro que señalará una época en la narrativa ecuatoriana», mientras que Fernando Tinajero expresa que «figura entre las piezas más notables de nuestra narrativa actual». Edmundo Ribadeneira, por su parte, enfatiza que Rodríguez es un «autor esencial de las letras nacionales» y para Francisco Tobar García, su Historia de un intruso —que a la postre son dos, incluso la mitad de uno, como veremos más adelante— «es personal. agresiva, pero sobre todo, novela corta que estremece y contagia emoción».

Publicada en 1976, nos parece que en efecto se incorpora al proceso de renovación de nuestra narrativa, iniciado años atrás por los mismos integrantes de la promoción de la década de los años 30 y continuando por siquiera tres promociones posteriores. En los 70s, por supuesto, se dan los textos más avanzados, y es en esta coyuntura donde se inserta Historia de un intruso, marcada, sobre todo, por la verticalización del discurso, la resonancia interna del texto y la irrupción del plano de la conciencia como parte de la realidad (Pareja, 2014).

Obvio ha sido el gran reconocimiento de este libro cuando ya ha cumplido medio siglo de su publicación: 68 ediciones; traducido a varios idiomas: alemán, checo, inglés, francés, portugués e italiano; Premio Único al Mejor Libro de Habla Hispana en el Feria de Leipzig (Alemania, 1977) “venciendo a autores como Carlos Fuentes, José Donoso y Mario Vargas Llosa” (Academia Ecuatoriana de la Lengua, 2021). Ana María Bello dice de él: “Perfección es la única palabra que lo califica. Obra maestra, de aquellas que se dan de tiempo en tiempo en todas las literaturas, esta, por sobra de méritos, inscrita en lo mejor de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas (Feria Internacional del Libro de Guayaquil, 2025).

En principio, es inevitable observar cómo el epígrafe de Louis Ferdinand de Celine que marca el cuento largo o novela breve Historia de un intruso del escritor y crítico ecuatoriano Marco Antonio Rodríguez se convierte en un artefacto explosivo que recorrerá una y otra vez, de manera infinita, las páginas del libro en cuestión. Hay que leer y releer este portal literario que sumergirá al lector en una dimensión cíclica, en un loop o bucle de carácter filosófico-literario que subraya el desamparo occidental del “ser bípedo con pluma en mano y un mendrugo de papel” y recuerda, desde lejos, a Goethe escribiendo, desde la prisión, su novela Las desventuras del joven Werther (1774). Dicho epígrafe pertenece a Viaje al fin de la noche (1932) la novela clave de Celine que reproduce en Ferdinand Bardamu (un alter ego) la tragedia de la Primera Guerra Mundial, la colonización terrible de África, el peso de la senda industrial en Estados Unidos y la supervivencia de los suburbios de París:

Es la edad que avanza, tal vez, la traidora, y nos amenaza con lo peor. Dentro de uno ya no queda mucha música para hacer bailar la vida, eso es. La juventud fue a morirse al fin del mundo en el silencio de la verdad. ¿Y dónde ir, les pregunto, en cuanto no tienen cantidad suficiente de delirio? La verdad es una agonía que nunca se acaba. La verdad de este mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir. Yo nunca he podido matarme (Rodríguez, 1990, p. 7).

La edad es la imagen móvil y perpetua de Bruto abalanzándose sobre Julio César. Los dos son un doppelganger: la condición vital y de letargo, la vida misma es una pérdida, la juventud está determinada a vaciarse de sí, la cueva del delirio contempla la agonía de la verdad y solo quedan dos paredes inapelables: la muerte o la mentira. Esta última es una capacidad o discapacidad irrevocable de esos seres que escriben porque no pueden escribir o como diría Thomas Mann (1924) de esos escritores a los que les cuesta escribir más que a los que no lo hacen. ¿Por qué? La búsqueda de un haz de luz epifánico después del borrador arduo, la osadía de vivir a plenitud el día o la noche para extraer del lenguaje la médula del sueño, que llamamos existencia, con el discernimiento de la inevitable desaparición de aquella fórmula de un ego construido (en un libro, ah poderosa osadía) que se pierde frente a su propio reflejo.

En Historia de un intruso, Marco Antonio Rodríguez urde en su escritura corpórea (sus personajes son vívidos, seguramente imaginados en el seno de su propia experiencia) un espejismo radical de la existencia en el que la identidad/diferencia/ancestralidad/cosmogonía, la historiografía dibujada y las verdades otras (aquellas que pertenecen a esos seres que habitamos la ciudad bendita/maldita, pero siempre fría y alta llamada Quito) se desvanecen ante la presencia constante de la muerte. El texto, tesis filosófica disfrazada de narrativa, se convierte en un ensayo sobre el cuerpo de la fragilidad del ser y la piel del absurdo de la civilización (esa precaria que vivimos en el Ecuador a mediados de los noventa). En su tejido escritural se advierte una disquisición ontológica (tramada por diálogos internos, caracterizaciones y descripciones alentadas de palabras utilizadas por un cirujano literario) que trasciende el marco del propio proyecto nacional o su historicidad (definida por su coloquialidad o profunda cotidianidad archiconocida por el autor) para situarse en una cavilación ecuménica sobre el ingente, deplorable y acendrado vacío.

Rodríguez ingresa a la dimensión de su texto (solo él tiene la llave) recogiéndose en la contemplación de las ruinas. Estas son huacas filosofales que lo perturban y que se trasladan al lector como salvajes flechas de las que es imposible escapar. Parafrasea a Celine pero desde su convicción y condición auto observada: “La verdad es una agonía que nunca se acaba. La verdad del mundo es la muerte. Hay que escoger: morir o mentir.” (Rodríguez, 1990, p. 15)

Las tempestuosas pero claras resonancias de Nietzsche y de Cioran ofrecen al lector los goznes metafísicos de una poética del vacío otra, aquella que enfrenta al sujeto con el obstáculo de sostener el sentido. La “agonía” es una metamorfosis, no una fase de las emociones. Rodríguez eleva a “una verdad” la experiencia del “despojo humano” y emula esa “nada” que Blanchot apuntó como suprema e imprescindible condición del acto creativo literario: el escritor no tiene lenguaje, el escritor no posee la palabra, el escritor solamente se enfrenta a la imposibilidad de decir.

Aparece, entonces, como una alegoría literaria del vacío la circundante tragedia de los personajes de la obra: Antero y Fermín, su contraparte que narra: la idea del doppelganger otra vez en las inmediaciones de una estructura corroída por la lucidez extrema de la genialidad del escritor y un tono de confesión que convergen en la búsqueda filosófica que enfrenta al mismísimo ser contra el lenguaje.

El autor ecuatoriano, uno de los grandes pensadores del siglo XX, pugna por la consistencia del hombre moderno. Su escritura se decanta testimonial e inapelable “en el cigoto mordido” del colapso de una razón o, mejor diríase, “sinrazón ilustrada”, así como de la pérdida de esperanza en esa falacia descrita como “progreso”. El maestro Rodríguez acaba con el pensamiento positivista ulterior de su tiempo, incorporándose en el futuro (aquel que creemos que nos rodea) cuando desvela signos del stablishment y status quo de un proyecto republicano en vías de nación o de ulti-mundismo que (hace cinco décadas como ahora) nos gobierna.

1. Vida y vacío: la zona limítrofe de la conciencia doble

En Historia de un intruso, el yo narrador se desdobla y se fabrica desde el otro, el sujeto se observa magistralmente desde el espejo de quien narra y de quien vive lo narrado en dos planos de conciencia: Fermín (el mentiroso profesional, los papeles de la creación literaria) y Antero (el acompañante sinuoso de la mentira, la piel del protagonista que es imposible de quitar). Esto no lo sabrá el lector hasta el final del libro. La explosión del sentido interminable o infinito de la narración queexperimentará el lector cuando el doblez del personaje único se presente ante sus ojos será una suerte de hazana filosófico-literaria (inexpugnable, original, suprema, incomparable) de la idea de una existencia que ha sido elaborada como una forma de exilio interior bipartito. La conciencia se percibe como la devastación de un territorio: un puzle de ruinas que deberá ser reconstruido por el lector (quien una vez que se percata del pozo en el que ha caído y de las entrañas de la trampa) se verá impelido a retornar al principio, al cigoto de la trama que el autor ha planificado con mínimo detalle. Rodríguez lo profesa con una lucidez descomunal y desgarradora: “Cada amanecer nos hace más culpables. Crecimos. Comenzamos a crear, es decir, a contradecir a la vida” (Rodríguez, 1990, p. 23). Fermín y Antero empezaron a pensar, a ser peligrosos para el sistema. Los dos “se jodieron la vida” (p. 66). Su (el) acto de “crear” es imaginado como un problema que implica una cultura que no redime y, en virtud de la cual, se incrementa el trecho entre el hombre y su mundo. Esta mirada heideggeriana acerca del ser destinado a la muerte o del “ser-para-la-muerte” germina, paradójicamente, solo cuando el ser vive la plenitud de la existencia acariciando su propia finitud. En ese campo de las cosas, lo creado se vuelve un gesto trágico que evidencia la negatividad (¿o positividad?) inmanente del ser. Solo quien valora la muerte vive intensamente este sueño material y humano de carne y huesos y nervios finos por alimentar sus experiencias. Solo quien se percata de que muere a cada instante puede consentir la vida misma en sus tuétanos, en su médula partida.

La original conciencia del vacío en Rodríguez converge en lo que Byung-Chul Han (2012) sitúa como “la transparencia de la nada” (estamos hablando de los años 90 del siglo XX, estamos viviendo la tercera década del siglo XXI): una era donde la comunicación exacerbada y la visibilidad dominante borran eso que habita en la interioridad. En la paleta del pensamiento filosófico de Rodríguez la opacidad se restituye, el silencio halla densidad y el dolor observa la imposibilidad de redención en el lenguaje porque, como diría Mario Montalbetti: “lenguaje no hay” (Montalbetti, 2023).

Pero, la mencionada originalidad de la conciencia sumamente crítica y escéptica de Rodríguez se alía con la metáfora de lo temporal. La muerte, lejos de la clausura, se transmuta en cotidianidad pura. Nancy (2000) por ejemplo menciona que el ser sin posesión de sí mismo “se expone” en sus límites, a la cornisa misma de la desaparición. Rodríguez interviene esa visión: la circunvalación experiencial humana no se define por su duración sino por su traslación indefectible hacia la nada. Esa nada occidental que mira el paisaje y no el espacio que sobra del paisaje como lo haría el budismo zen o la estampa oriental. Esa nada de los que lloran frente a un féretro sin vergüenza y de manera profusa, aunque luego de un tiempo tengan que desmemoriar al dispositivo de su llanto y de su pérdida: “No hay sepultura, por solemne que ésta sea, que dure más de cincuenta y tres días. La muerte se nos acostumbra como una habitación cerrada” (Rodríguez, 1990, p. 27).

Empero, la ultra conciencia del vacío de Rodríguez confirma una estética-ética de la lucidez y no, esto es fundamental decirlo, un nihilismo per se. En palabras de Cioran (1997), “pensar es corromper la vida” y Rodríguez asume esa “corrosión de las ideas” como destino: pensar, para él, equivale a sofocar con las palabras y el pensamiento de la ingenuidad del existir.

2. La caída humana y la ruina del sentido

La segunda manivela filosófica de la puntiaguda poética del vacío en Rodríguez es la prueba del fiasco de la historicidad y la moral del ser humano. Su examen es brutal: la barbarie ha servido para que la civilización moderna construya su edificio-ruina. En una de las estrías más determinantes del libro, el autor asevera: “El pueblo más alfabetizado de su tiempo inventó los hornos crematorios. El más devoto arrojó bombas sobre ciudades indefensas” (Rodríguez, 1990, p. 31). Es inevitable, entonces, imaginar, desde lejos la vergüenza humana-animal de Auschwitz e Hiroshima y Nagasaki, así como sus secuelas que nos recuerdan la maldad encarnecida en el orgullo y la intolerancia (vivimos días semejantes por los datos que arroja la limpieza étnica bajo el ímpetu fascistoide de gobernantes frente a los migrantes de nuestro continente, por ejemplo).

Aquí el escritor destruye el idealismo progresista, el factor geopolítico y neo-cultural deshumanizante que cada vez perfecciona sus mecanismos de manipulación y universaliza lo que no destruye. Rodríguez se anticipa a Bauman (2007) cuando éste afirma que la razón moderna permite la eficacia del exterminio (Modernidad y Holocausto).

El vacío ontológico se convierte así en una herida histórica. La humanidad aparece y reaparece como un propósito estropeado. En palabras de Agamben (1998), el “homo sacer” de la modernidad puede ser escindido sin apelación moral: el transcurrir biológico reemplaza a la dignidad real con mayúsculas.

Marco Antonio Rodríguez apela a un estuche de palabras selecto y preciso para realizar sus incisiones en su operatividad literaria del consciente y del inconsciente colectivo: “No hay ya héroes ni mártires, sino una multitud que corre sin rostro, huyendo de un fuego que ella misma encendió” (Rodríguez, 1990, p. 34). Dicha imagen incendiaria es concomitante con el ser que se autodestruye: la pira de lo humano consume su propio sentido. Blanchot (1955) mira en la literatura filosófica una vertiente de ese fuego: quien escribe se expone al lance del escamoteo, asumir el obstáculo de decir o escribir conlleva la de-sa-pa-ri-ción. Rodríguez traduce lo que aún no ha sido dicho en el tiempo de su libro: el límite de la palabra es una flama que alumbra y corroe a la vez.

El autor no es pesimista sino lucido. Ergo, su visión desmonta las ficciones humanistas y ubica al ser humano frente a su sima. Su tonalidad filosófica resuena a Camus (1942), el de El mito de Sísifo cuya noción verídica podría afirmarse en la idea de suicidio como único postulado filosófico serio. En Rodríguez, sin embargo, el suicidio no es una puerta sino una metáfora de reflexión despierta: el que piensa muere un poco a cada instante: “Pensar es abrir la puerta de un cuarto oscuro del que nadie regresa igual” (Rodríguez, 1990, p. 36).

La filosofía de Rodríguez es una realidad blandida en un descampado. No hay abrigo o cueva posible: el hombre tendrá que examinar su propia ruina. Sin embargo, precisamente en esa contemplación del oprobio de lo que fue aparece la peripecia del arte como resistencia.

3. El arte de la literatura filosófica como resistencia

En la filosofía de Marco Antonio Rodríguez, el arte no es “una tabla de salvación” sino una fortaleza frente al enemigo que es la nada. La única opción es crear para enfrentarse al caos de lo real y transformarlo en artefacto estético. Heidegger (2006) asume al hecho artístico como “la instauración de la verdad en el ente”, es decir, como obturador de una cámara fotográfica que graba o cincela en la oscuridad la imagen que la luz permitió aparecer. Sin embargo, en Rodríguez esa apertura se realiza desde el vaciamiento artístico que no desvela el ser, sino su impotencia frente a la creación escritural del pensamiento: saciedad, soledad, honestidad intelectual del erudito-esteta frente a su obra maestra.

Historia de un intruso, obra literaria, sí, filosófica, sí, construida en aquel espacio donde el lenguaje adolece de una extraña inutilidad en la que el autor (así como el lector) experimenta el absurdo y/o la ausencia de sentido. Blanchot (1955) sostiene que la obra literaria es el lugar donde el lenguaje se vuelve inexplicablemente inútil, donde el escritor experimenta la prevalencia del sinsentido. En esa línea, Rodríguez parece escribir desde un umbral en el que la palabra se aproxima al silencio. Su estilo fragmentario, su tono confesional y su constante interrogación del tiempo configuran una estética de la negación ultra moderna y que seguro nos acompañará por mucho tiempo: “Toda palabra que no se arriesga a morir carece de verdad” (Rodríguez, 1990, p. 45).

Esta cosmogonía reflexiva recuerda al lenguaje en una corporeidad viva que solo consigue sentido cuando desaparece (Maurice Merleau-Ponty): pensemos en la rememoración de un fósforo extinguido. Rodríguez consigue lo mismo con la palabra, realiza con ella la torsión dialéctica que permite revelarla cuando deja de ser dicha. Es decir, cuando el libro se silencia y el lector se ve obligado a retrotraer el espectacular periplo de Antero y Fermín, acabando así con el monstruo doble ensombrecido y facilitando la idea sobresaliente de la vida de una historia inaudita e imperecedera.

En los aparatajes teóricos de Jean-Luc Nancy (2000), solo la compartición de la ausencia posibilita la creación en una comunidad de arte donde las partículas de lo dicho se forman en torno a lo que falta: budismo zen, contemplación que traspasa la sustancia y/o el significado de la cosa. Rodríguez escoge la pregnancia de un abanico sublime e íntimo desde el sitio más intersubjetivo hasta la ciudad ancilar (es Quito, Quito y no otra y sin embargo es el universo, es la miseria, la marginalidad, la pobreza, la enfermedad, la ceguera, el paisaje abrumador y barroco de lo que conocemos como “nuestro”) en la que una colectividad de lectores y personajes habitan la falta, en otras palabras: “eso que no hay”. Son arquetipos de seres que, al dialogar, arguyen su impotencia de decir como un identitario modus vivendi testimonial que el arte de las ideas traza de manera fulmínea hacia la nada.

El vacío que esgrime el libro del maestro Rodríguez inocula la alegoría poética falaz de su dispositivo narrativo en la intuida realidad moderna inconsistente. Cinco décadas después Byung- Chul Han (2010) dilucida esta mutabilidad como efecto de una sociedad rendida, en la que aparece el guiñapo de un individuo explotado a sí mismo hasta el cansancio, en la que aparece el Karoshi y las chispas de las máquinas trabajando solas en la oscuridad. Rodríguez es un visionario y su aparataje crítico ontológico es profético: el nuevo hombre es un “intruso” de sí mismo y de su naturaleza, un ser desalojado por los edificios (¿o robots?) que él mismo construyó: “Vivimos en casas de aire, con cimientos de humo. Nada nos pertenece, ni siquiera el tiempo” (Rodríguez, 1990, p. 52).

En esa pérdida, el simulacro es resultado de la mentira o del vacío de la verdad que ya no acusa esencia ontológica. En nuestra catalogada temporalidad Žižek (2012) repone al ser atiborrado con un disfraz excesivo y convulso de imágenes. Rodríguez ya lo pensó desde su lámpara sagaz del pensamiento cuando escribe: “Nos rodea una niebla de rostros y pantallas; cada uno refleja la soledad del otro” (Rodríguez, 1990, p. 54). En su narrativa se registra la evasiva de la televisión analógica a color, ahora es el turno del led digitalizado que fagocita el tiempo de sus comensales imaginarios en el streaming infausto, pero certero por enajenante, de series como Black Mirror.

La consecuencia lógica: representación versus existencia o, mejor dicho, el ser bípedo sin alas reducido a una imagen que perdió el contacto con su interior. El poder del vacío filosófico de Rodríguez es político y ético y luego metafísico o viceversa (literalmente hablando). Cuando el autor reseña vidas sin nombre varadas en vestigios o con paisajes anfibios devastados en párrafos simbólicos y poéticos con una destreza sin igual, cabe pensar en Agamben (1998) y en su taxonomía antropológica del ser humano en la vida actual: tan solo un trance reducido a mera duración biológica.

Aquello que dura o finge que dura pervierte la idea del presente en manos del escritor ecuatoriano: “Todo está permitido porque ya nada importa. Hemos confundido la esperanza con el ruido” (Rodríguez, 1990, p. 56). Esta línea nos acongoja y sobrecoge porque descubre la ritualidad absurda de nuestro presente: la saturación de medios y súper conocimiento sintetiza el estancamiento, la alienación y nuestro desamparo. La vacuidad del ruido y la hiperactividad de la especialización de lo que yo llamo “el morbo de la banalidad” reemplaza al silencio y al pensamiento real de realidad u ontología. Rodríguez arremetió y aún lo hace, con su libro, contra este padecimiento social (hace cinco décadas) con una maestría en el uso de los ideologemas para sus lectores que recuerda lo que preconizaba Antonin Artaud (1938) cuando se refería al efecto que podía producir un gesto en el espíritu del espectador.

Tanto poder de la filosofía hay en Historia de un intruso que es imposible reseñarlo todo en este artículo: “Cada hombre es un universo en ruinas; de esas ruinas se alimentan los dioses que inventamos” (Rodríguez, 1990, p. 59). “En el silencio absoluto se oye el rumor del ser, pero sólo quien ha perdido todo puede escucharlo” (Rodríguez, 1990, p. 62). “La nada no se busca; ella viene cuando la palabra se agota” (Rodríguez, 1990, p. 65). “Sólo el que ha perdido su sombra puede caminar en la noche sin miedo” (Rodríguez, 1990, p. 68). “La nada no destruye: enseña” (Rodríguez, 1990, p. 70).

CONCLUSIONES

La obra de Marco Antonio Rodríguez lo revela como un adelantado de su tiempo, un viajero del futuro, pues comparte crítica y hermenéutica filosófica con autores de la tercera década del siglo XXI. Podría inscribirse en una tradición de la filosofía donde la literatura cuestiona profundamente al ser.

Historia de un intruso no solo es narrativa. Es una meditación acerca de la nada del hombre y de la imposibilidad de su decir a nivel vital o escritural. La poética del vacío se diseñó en el libro desde su propia disolución.

El vacío en el libro de Rodríguez no es abandono sino figura de lo inenarrable en la que se permite hablar a “la nada”.

El arquetipo del “intruso” es metáfora y alegoría del ser humano contemporáneo/actual: un individuo expulsado de su propia corporalidad. Lo que yo llamaría: “un turista de sí mismo sin hogar”.

El postulado nihilista en Historia de un intruso establece que la contraposición al absurdo resultaría en una brillante lucidez. El vacío reconocido puede aportar un nuevo estadio humano de sensibilidad.

El arte literario y filosófico es ontológico y establece un gesto de humildad y dignidad. No hay que asumir al vacío como un contrario sino como la factibilidad de “lo que puede no ser para ser”.

Rodríguez apunta a la ética del vacío: la generosidad como emancipación. El hombre que traduce el absurdo halla calma y quizá, al fin, un refugio en el sistema filosófico de la literatura.

El autor finalmente “dice lo indecible”, como una disquisición glocal acerca de la deshumanización, el absurdo y la convicción artística en nuestros tiempos de crisis de comunicación y valores.

Referencias bibliográficas

Academia Ecuatoriana de la Lengua, “entrevista a don Marco Antonio Rodríguez”, 13 de mayo, 2021). https://share.google/ewjfcgxPLGujDMaKd

Agamben, G. (1998). Homo sacer: El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos.

Artaud, A. 1938. El teatro y su doble, Gallimard: París.

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Blanchot, M. (1955). El espacio literario. Paidós.

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Céline, L.-F. (1932). Viaje al fin de la noche. Gallimard.

Cioran, E. M. (1997). Del inconveniente de haber nacido. Tusquets.

Feria Internacional del Libro de Guayaquil, 2025, pliego adjunto a la Edición especial 50 años Historia de un intruso. Obra pictórica de José Luis Cuevas. Imprenta Mariscal: Guayaquil, 19 de septiembre de 2025.

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Heidegger, M. (2006). El origen de la obra de arte. Alianza Editorial.

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Montalbetti, M., 2023, Lejos de mí decirles: Poesía reunida 1978-2018. Personaje Secundario: Lima.

Nancy, J.-L. (2000). El intruso. Arena Libros.

Pareja, D. 2014. “De la ruptura a la modernidad” y “La doble historia de un intruso” en Obras completas (Ensayos), El Telégrafo: Guayaquil (p. 620).

Obvio ha sido el gran reconocimiento Rodríguez, M. A. (1990). Historia de un intruso. Libresa.

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Rothko, M. (1958). Seagram Murals [Serie pictórica]. Tate Modern.