«Doña Carmen», por doña Susana Cordero de Espinosa

¿Tendría yo ya trece años? Salía del Ultramarinos de la esquina de la Fernán González donde vivíamos mi madre y mis hermanos, cuando vi a una señora viejecita que iba a cruzar la calle y me acerqué a ella…

Pensaba escribir sobre ella y cambiaba de parecer: ¿interesaría a alguien mi recuerdo adolescente? La vida se hace de íntimas evocaciones y doña Carmen, su vida, su palabra, sus amistades, su influencia —todo tan valioso y rico a la luz de hoy— me marcaron.

Sé que un escritor se arriesga a no corresponder a la voluntad del lector, pero anoche…, no, anteanoche, mientras intentaba leer antes de dormir la Antología de la literatura fantástica compilada por Borges, Silvina Ocampo y Bioy Casares (reimprimida en la Argentina por Editorial Sudamericana, con prólogo de Bioy, de 1940) que tengo en mi velador desde hace tiempo, desencuadernada de tanto haber sido abierta y cuyas historias parecen ayudarme a conciliar, no solamente el sueño, sino ese algo nostálgico y secreto que desde dentro de nosotros aspira a lo imposible, intenté releer «Sombras suele vestir», de José Blanco, ese cuento difícil, de personajes mudos, mutilados, cuyo título, que Blanco reproduce a manera de epígrafe, es el tercer verso de la estrofa de Góngora, y dice: El sueño autor de representaciones, / En su teatro, sobre el viento armado, / Sombras suele vestir de bulto bello.

Pues bien: en dicho cuento apareció de pronto un personaje, «Doña Carmen», que reafirmó en mí la voluntad de escribir sobre ella, (no sobre la del cuento cuya lectura apenas empecé, sino la mía, la de mi recuerdo adolescente de Madrid). No abundaré en mi inolvidable experiencia madrileña, quizá algún día lo haga como parte ineludible de mi vida, pero hoy Doña Carmen me pide la palabra y, a mi manera, se la doy.

¿Tendría yo ya trece años? Salía del Ultramarinos de la esquina de la Fernán González donde vivíamos mi madre y mis hermanos, cuando vi a una señora viejecita que iba a cruzar la calle y me acerqué a ella, solícita, quizá más novelera que generosa, y le dije: Señora, permítame ayudarla a cruzar.

Era una calle sin tránsito; ella, que llevaba un no muy abultado paquete de compras, me miró y me dijo: —¡Qué educada eres, niña!, ¿de dónde vienes, dónde vives? Le señalé mi casa, el quinto piso de la Fernán González 23, mientras caminábamos conversando hacia la transversal Duque de Sesto donde ella vivía. Le conté que era ecuatoriana (americanita, me llamaban los compañeros del Instituto Reus) y que mi madre, con el deseo de educarnos mejor nos trajo a Madrid.

Así, simplemente, comenzaron mis visitas a doña Carmen, viuda de un intelectual republicano muerto en la Guerra Civil. Ella se ayudaba a vivir, desde entonces, alquilando habitaciones a dos estudiantes varones, jóvenes cuyo grave defecto, a criterio de mi amiga, consistía en tomar el sol veraniego en paños menores, en la terraza de su nítido departamento.

Doña Carmen tenía muchos amigos poetas, que no me presentó uno a uno, pero a quienes contó de nuestro encuentro; todos me saludaban sorprendidos y encantados. Desde entonces, cada tarde de miércoles, que era para mí de vacación, empecé a acudir a su tertulia a la que llegaban los poetas atentos y curiosos, para conversar sobre tantas cosas…

Preguntaban, contaban, asentían, aunque lo suyo, entonces, entre los años cincuenta y sesenta, era todavía la guerra, esa atroz guerra civil que tanto se llevó, y que hasta hoy pesa. Pero dije mal: lo suyo era la guerra, la amistad y la poesía.

Entre los poetas que merecían su atención estaban los grandes de los grandes: Machado, García Lorca, a quienes nombraban en voz baja, casi en silencio. Entonces conocí esa especie de oración que escribió Machado, titulada «A un olmo seco»: Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido / con las lluvias de abril y el sol de mayo, / algunas hojas nuevas le han salido. Y termina con un ruego doloroso y simple: Antes que te derribe, olmo del Duero / con su hacha el leñador, y el carpintero / te convierta en melena de campana / lanza de carro o yugo de carreta; / antes que el río hasta la mar te empuje / por valles y barrancas / olmo, quiero anotar en mi cartera, / la gracia de tu rama verdecida. / Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida / otro milagro de la primavera. El milagro por el que Machado clamaba era la curación de Leonor, su jovencísima esposa, a quien paseaba en una humilde silla de ruedas por los irregulares caminos entre las ermitas de San Polo y San Saturio, en busca de aire limpio para los jóvenes pulmones enfermos. El olmo vive aún, casi a las puertas del cementerio de El Espino donde en 1912, Machado enterró a Leonor.

También oí con ellos, por primera vez, la más bella elegía escrita en nuestra lengua: Yo quiero ser llorando el hortelano / de la Tierra que ocupas y estercolas / compañero del alma, tan temprano/, del poeta Miguel Hernández, a la muerte de su amigo Ramón Sigé. El gran Miguel, aprisionado luego de la guerra por ‘adhesión a la rebelión’, muere de tuberculosis en la cárcel, a sus 31 de edad; sus Nanas de la cebolla fueron escritas allí, mientras su joven esposa Josefina, alimentándose apenas de cebolla, amamantaba aún al hijo pequeño; así poetizó Hernández esa tristísima noticia: En la cuna del hambre / mi niño estaba. / Con sangre de cebolla / se amamantaba. / Pero tu sangre, / escarchada de azúcar, / cebolla y hambre… Obispos y autoridades lo dejaron morir en la cárcel, pero se conserva su poesía gracias a Josefina Manresa que recopiló su obra incomparable, la cual el franquismo habría hecho desaparecer para borrar todo rastro del poeta.

Y estuvieron también entre otros, Lorca y Rafael Alberti, Pedro Salinas, Jorge Guillén, Aleixandre, Cernuda, Gerardo Diego…

Sus nombres y muchos de sus poemas oí entonces recitar casi en secreto, y siguen aún en mí: … Se equivocó la paloma / se equivocaba. / Por ir al norte, fue al sur / creyó que el trigo era agua, / se equivocaba. / Creyó que el mar era el cielo, / que la noche la mañana, / se equivocaba. / Que las estrellas, rocío, / que la calor, la nevada, / se equivocaba. / Que tu falda era tu blusa /que tu corazón, su casa, / se equivocaba. / Ella se durmió en la orilla, / Tú en la cumbre de una rama.

Los amigos de doña Carmen contaban, entre los muertos más queridos, al esposo de aquella y a su hija. Esta última, superada la guerra, murió muy joven luego de terrible sufrimiento, al haberse roto algunas vertebras cuando el viejo ascensor de madera de la casa de Duque de Sesto adonde subía, cayó al foso.

Doña Carmen tenía mucho que añorar, sin duda, pero nunca se quejó. Recuerdo que alguna vez, en el Colegio Marie Thérese donde estudié mis primeros años madrileños, mademoiselle Nelly, la primera de mis maestras, me corrigió sabiamente cuando me quejé porque una de mis compañeras se me comió la mitad del borrador nuevecito que le había prestado: Susana, tienes que ser recia, no te quejes nunca. (Oía por primera vez la palabra recia, pero la entendí, y aprendí a valorar la reciedumbre, esa virtud que hemos desterrado de nuestra vida ecuatoriana ¡ay, tan cómoda, para algunos!). Así, recia de toda reciedumbre era doña Carmen, que leía incansablemente, y me decía: ‘lo único que temo, Susana, es perder la vista, si no puedo leer, prefiero morir’… Leer, comentar, repetir, recordar.

Eran los últimos años de su vida, de la que mucho aprendí. En otro artículo que siento, en justicia, inevitable, contaré su muerte, porque doña Carmen un día se fue.

Este artículo apareció en la web de Plan V.