Palabras de don Gonzalo Ortiz Crespo en la ceremonia por el sesquicentenario de la academia

El pasado 6 de mayo se llevó a cabo la sesión solemne por el sesquicentenario de fundación de la academia. Compartimos con ustedes el discurso que don Gonzalo Ortiz Crespo, subdirector de la corporación, leyó en la ceremonia.

El pasado 6 de mayo, en el refectorio del convento de Santo Domingo, se llevó a cabo la sesión solemne por el sesquicentenario de fundación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Compartimos con ustedes el discurso que don Gonzalo Ortiz Crespo, subdirector de la corporación, leyó en la ceremonia.

“Darnos con afán al estudio
de las letras humanas”

En 1875, Pedro Fermín Cevallos, director de la recién fundada Academia Ecuatoriana correspondiente de la Española, en una carta que dirigió al ministro de Instrucción Pública para informarle de la inauguración, le dijo, con modestia y elegancia, que si la Academia no pudiese obtener “el inmediato progreso de la literatura patria”, al menos tendrá, por su relación con las otras academias, “un constante y vivo estímulo para darnos con afán al estudio de las letras humanas”, por lo que estaba seguro de que el Gobierno protegería a la academia “con sus luces y magnificencia”.

“Darnos con afán al estudio de las letras humanas”. Esa, creo yo, ha sido la tarea de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en estos 150 años de existencia que se cumplieron este domingo 4 de mayo.

Permítanme que en mi intervención en esta sesión solemne resuelva tres preguntas que tal vez ustedes se estén haciendo. La primera es ¿qué es y qué hace la Academia Ecuatoriana de la Lengua? La segunda, ¿por qué produjo la fundación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua? Y la tercera, ¿cómo se produjo dicha fundación?

Vamos, si están de acuerdo, a la primera, ¿qué es y que hace la academia?

Recordemos que, al cumplir 150 años, la Academia Ecuatoriana de la Lengua es la institución cultural más antigua del país. Su propósito es científico y literario y no hace actividad política. Es una entidad privada, de interés público, que se dedica al estudio del idioma, de la literatura, tanto contemporánea como la de los autores clásicos ecuatorianos, así como las disciplinas que tienen que ver con la comunicación humana y su impacto en la cultura.

Por eso, además de la crítica literaria y de la semántica, cultiva la lingüística, es decir el estudio del lenguaje, su estructura, su evolución y su uso en diferentes contextos, y busca comprender y registrar el lenguaje, especialmente el habla de los ecuatorianos.

El mejor fruto de este empeño es el reciente Diccionario Académico de Ecuatorianismos, obra máxima de la lexicografía ecuatoriana, fruto de diez años de trabajo de académicos y lexicógrafos y que bebe de muchos trabajos anteriores a lo largo de los 150 años de vida de la academia.

Estos trabajos los hace tanto de manera individual como en colaboración con la Real Academia Española y con las otras Academias de la Lengua, pues forma parte de la ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) en la redacción de los diccionarios, la gramática y los variados trabajos que aquellas emprendan.

La ASALE ha celebrado en Quito dos congresos: el quinto en 1968 y su más reciente, el decimoséptimo, en noviembre del año pasado, en el que recibimos cerca de 80 personas de 23 academias, pues además de académicos de la RAE y de las hispanoamericanas vinieron de las de la lengua española de Guinea Ecuatorial, Filipinas y Estados Unidos.

La AEL, además, asesora sobre la enseñanza del español a escuelas, colegios, universidades y otros centros de estudios; se empeña en la difusión del uso correcto del español hablado y escrito por la prensa y las redes sociales; edita libros de sus miembros y hace ediciones críticas y muy cuidadas de los grandes escritores ecuatorianos. Todo con ese norte del que habló su primer director: “Darnos con afán al estudio de las letras humanas”.

Vamos ahora a la segunda cuestión, ¿por qué produjo la fundación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua?

Su creación no es obra de la casualidad, sino que fue el resultado de la conjunción de dos procesos históricos, uno que transcurría en el Ecuador y otro en España.

En el Ecuador avanzaba el proceso de consolidación del Estado nacional tras tres lustros de militarismo extranjero, seguidos por otros tantos de militarismo nacional y el aguzado conflicto de élites regionales, que multiplicaron las fuerzas centrífugas e impulsaron la disgregación del país.

En efecto, en 1859 estuvimos a punto de desaparecer como país. No repetiré aquí la historia de los sucesos de la crisis nacional de ese año, la guerra civil, la invasión militar peruana, la formación de cuatro gobiernos, la reunificación del país y el papel de Gabriel García Moreno.

Recuérdese solamente que durante el enérgico ejercicio del gobierno de este último —quien, paradójicamente, a la par de católico dogmático fue impulsor de la modernización, organizador de las finanzas estatales, innovador en la educación y las ciencias y un constructor de infraestructura—, se crearon o reformaron las instituciones de la educación y la cultura (colegios, universidades en Guayaquil y Cuenca, Escuela Politécnica Nacional, Observatorio astronómico, Conservatorio de música, Escuela de artes y oficios)  y se establecieron los símbolos del Estado nacional, como la bandera y el himno nacional. No es extraño, pues, que también apareciera la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Mientras tanto, en España se había optado por una activa política exterior para reconectar con los países que habían declarado su independencia medio siglo antes y que la habían rechazado de nuevo en sus infructuosos intentos de volver a conquistarlos[1]. Las élites españolas dieron entonces un giro y cayeron en cuenta de que la independencia de sus antiguas colonias era irreversible y que era mejor reconectar con ellas.

Una reconexión motivada, por supuesto, por razones pragmáticas (económicas y comerciales) pero también culturales, lo que un siglo y medio después se llamaría el “poder blando”, es decir la influencia intelectual que podría ejercer España sobre territorios que antes fueron sus provincias, para lo que contaba con un vehículo inmejorable: la lengua común.

No hay duda de que la lengua pertenece, según una frase que ya había sido usada por Antonio de Nebrija, a “las cosas de la nación”, que también incluirían las costumbres, las instituciones políticas, las leyes, la historia antigua y local, y la poesía o literatura, entre otros activos[2].

La aparición en el Ecuador de un discurso crecientemente seguro de sí mismo para referirse a la nación y a “las cosas de la nación” se extiende

  • a la geografía (su conocimiento, su descripción),
  • a la historia nacional —como las que escriben el fundador y primer director de la Academia Ecuatoriana, Pedro Fermín Cevallos, y otro de sus fundadores, Pablo Herrera— ,
  • el habla popular —reflejada en los Cantares del pueblo ecuatoriano recopilados por otro fundador de la academia, Juan León Mera—,
  • a la crítica e historia de la literatura, y
  • a la preocupación por la lengua y, en realidad, las lenguas —materializado, entre otros estudios, en la recopilación de poesías en quichua de Juan León Mera y en el diccionario quichua-castellano y castellano-quichua de Luis Cordero, presidente del Ecuador y miembro de la Academia de la Lengua—.

Así que la fundación de la Academia Ecuatoriana correspondiente de la Española no fue, de manera alguna, producto de la casualidad sino de lo que hoy llamaríamos políticas culturales, tanto de parte del Ecuador como de España, y también, entre las dos, de esas “relaciones culturales” que se mantendrían a lo largo de 150 años como los más fuertes lazos entre Ecuador y España.

Y así llegamos a la tercera y última cuestión, ¿cómo se creó la Academia Ecuatoriana de la Lengua?

Un intelectual colombiano, José María Vergara y Vergara, lanzó en 1870 la idea de que se crearan en América academias correspondientes a la Real Española. Amigo suyo y compañero en estos afanes era un ecuatoriano, el abogado y político Julio Castro, quien se hallaba residiendo ese año en Madrid.

A la venerable RAE, fundada en 1713, le pareció interesante la idea y nombró una comisión la cual trabajó tan rápido y tan bien que en diez días emitió informe favorable. El pleno acogió el informe el 24 de noviembre de 1870 y desarrolló un procedimiento de cómo crear una academia correspondiente, qué pasos tenían que darse en cada país.

La primera academia en fundarse fue la colombiana, en 1871. La segunda, la ecuatoriana cuyo proceso comenzó a gestarse en 1872 cuando la RAE hizo los primeros nombramientos de académicos correspondientes de nuestro país.

Fue Julio Castro quien, presentado epistolarmente por Vergara y Vergara a los académicos españoles, sugirió por carta desde París del 20 de julio de 1871 los nombres de Pedro Fermín Cevallos, Juan León Mera y Julio Zaldumbide para que fueran nombrados académicos correspondientes y pudieran, según disponía el reglamento para conformar academias correspondientes en América, empezar a dar los pasos para conformar la ecuatoriana.

Lo curioso es que el académico al que se dirigió, Juan Eugenio Hartzenbusch, quitó a Cevallos de la terna y propuso a Castro, quien para entonces ya había regresado al Ecuador, que él fuera el tercer académico correspondiente y que sondeara a los otros dos (Mera y Zaldumbide) si deseaban serlo.

Con la aceptación de los tres, la RAE los nombró correspondientes en sesión del 11 de diciembre de 1872. Sin embargo, por razones que probablemente tuvieron que ver con las tensiones y el corte de correspondencia derivados de la Guerra Franco-prusiana, los tres volvieron a ser nombrados en el pleno del 15 de marzo de 1873, añadiéndose un cuarto, el antes eliminado Pedro Fermín Cevallos. Solo con las cartas que entonces remitió la RAE, llegaron a saber los cuatro de sus nombramientos.

Tres de ellos, es decir Mera, Cevallos y Zaldumbide (Castro había cambiado su residencia a Guayaquil), se reunieron el 16 de mayo de 1874 en una junta preparatoria, bajo la presidencia de Juan León Mera.

Además de declarar su intención de formar la academia ecuatoriana correspondiente a la española, según el Reglamento que esta había emitido, resolvieron sugerir a la RAE los nombres de Pablo Herrera, Antonio Flores Jijón, José Modesto Espinosa, Francisco Javier Salazar y Belisario Peña para que fueran también nombrados académicos correspondientes de aquella.

Esta aprobó la creación de la academia ecuatoriana el 15 de octubre de aquel mismo año, e hizo los nombramientos sugeridos desde Quito, menos el de Antonio Flores Jijón, quien ya había sido nombrado antes, aunque confundiendo su nacionalidad, creyéndole del Perú, pues residía en Lima como diplomático ecuatoriano.

Las demoras de la correspondencia y la ausencia de Quito de uno u otro de los académicos, retrasó la sesión formal de instalación de la Academia Ecuatoriana, pero esta ocurrió por fin prácticamente un año después de la junta preparatoria: el 4 de mayo de 1875. Seis ciudadanos se reunieron en casa del mayor de ellos, Pedro Fermín Cevallos, y declararon constituida la Academia Ecuatoriana de la Lengua.

Los asistentes a esa memorable sesión fueron Pedro Fermín Cevallos, Pablo Herrera, Francisco Javier Salazar, Julio Zaldumbide, Belisario Peña, y José Modesto Espinosa, quien actuó de secretario. En la sesión se eligió director a Cevallos, censor a Herrera y se ratificó a Espinosa en sus funciones de secretario (“en su empleo”, se decía entonces, aunque por supuesto no ganaba sueldo).

El público y el Gobierno tomaron nota del acontecimiento: el acta de la sesión y el discurso de Mera se publicaron dos semanas después en dos periódicos: el 18 de mayo en “El Ecuador” y el 19 de mayo en “El Nacional”, este último el del Gobierno, aunque en la sección “No oficial”.

El 4 de junio Pedro Fermín Cevallos envió la comunicación al ministro de Instrucción Pública, de la que extraje el párrafo citado al iniciar estas palabras, en que le daba formalmente la noticia.

Informaba también al ministro que, al igual que la española, la ecuatoriana no intervendría en política. La verdad es que, desde su arranque, la AEL fue lugar de encuentro de la cultura y del cultivo de la lengua por encima de las banderías políticas.

La academia como tal, según expresaba Cevallos en su misiva, se dedicaría únicamente a trabajos literarios, fueran propios e independientes, fueran “en conexión con las otras academias”. Para entonces solo existían dos más: la española y la colombiana (fundada en 1871), pero ya preveía este hombre visionario el trabajo colaborativo que es emblema de la actual Asale, que he mencionado más arriba.

Los años iniciales de la academia fueron difíciles. Pero eso es otra historia, en realidad decenas de historias entrelazadas con los avatares políticos del Ecuador: el asesinato de García Moreno, la presidencia interina, la presidencia de Antonio Borrero, la dictadura de Veintimilla, zafia e ignara como todas las dictaduras, el período del Progresismo, la revolución alfarista, historias fascinantes pero que no voy a relatar aquí, pues ya me he alargado demasiado.

Aquel anhelo de Pedro Fermín Cevallos de “darnos con afán al estudio de las letras humanas” es un estupendo resumen de la dilatada trayectoria de los 150 años de vida de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y norte que imanta la brújula para su futuro.


[1] La Guerra Hispano-Sudamericana enfrentó a España contra una alianza de países sudamericanos, incluyendo Perú, Chile, Ecuador y Bolivia entre 1865 y 1866.

[2] Martínez Miguel, “Lengua, nación e imperio en la Península Ibérica a principios de la Edad Moderna” en Del Valle, José (editor), Historia política del español: la creación de una lengua, 2016,