
Primera parte
Cuerpos más allá de su apariencia, de su envoltura, de su piel, de su osamenta, en ese estadio donde se empozan nuestras vivencias ocultas, nuestras sensaciones y voliciones, enigmas y secretos, rescoldos de lo que fuimos. Cuerpos: templos y cautiverios; carne que se lleva el tiempo, arrugándola, replegándola, despojándola del aroma de su lozanía, la última señal del esplendor que creemos poseer. Lucian Freud (Alemania, 1922-Inglaterra, 2011): “Quiero que la pintura funcione como carne”. Alfa y omega de su arte: rastrear el cuerpo humano.
Retratista del ser íntimo, no recurría a modelos profesionales —los creía impersonales, negligentes, superficiales—; gente común despojada de su ropa, revelando lo que poseía dentro, instintos, deseos, sueños y desvelos, soles y penumbras, los efluvios de su humana sustancia.
¿Qué es el cuerpo?, se pregunta Deleuze: “fuerzas dominantes y fuerzas dominadas”. En el núcleo de esa contienda se yerguen los cuerpos. En la serie de autorretratos de Lucian Freud, este pensamiento se concretiza más que en sus desnudos. Los rostros nos delatan, nos incriminan y sentencian. Eso buscó Freud.
“Tras los pliegues de la carne”
Inicios de los 80 del siglo XX. Integró la Escuela de Londres con Francis Bacon y otros pintores. Los unió su culto al desdibujo y a la desfiguración. Los dos coincidieron en varias ideaciones estéticas y a veces —cuenta David Arteagoitia— ironizaban respecto de sus antepasados ilustres: Francis Bacon (1561-1626), el filósofo, escritor y político, y Sigmund Freud (1856-1939), el genio del psicoanálisis.
La creación visual de Freud y Bacon gira en torno al cuerpo humano. ¿Inicio de una exploración de la condición humana? Los dos vivieron obsesionados por el cosmos del cuerpo. Freud dejó un legado sobre su esplendidez y ocaso. —¿Soñamos en llegar a viejos y, cuando somos, nos empeñamos en negarlo?—. Este sueño, acaso, es, en esencia, su herencia. Empezó sus autorretratos a los 18 años, pintó el último pasados los 60.
Freud toma recursos del hiperrealismo y del expresionismo. Bacon descoyunta los cuerpos, los envilece, conciliando abstracción y figuración, y mofándose de la humanidad. Una carcajada estentórea retumba en su arte. Bacon alejó del dibujo a Freud.
Trazos ásperos, nerviosos, iracundos. Pinceladas angulosas. La obra de Lucian Freud es íntima, fraccionada. La flacidez o abundancia de sus cuerpos enardece a quienes los miran. Es la forma profunda en que los muestra. Refundición de su ser en su obra. Apremio de sus interioridades. “El tema es autobiográfico —pregonó—, cuanto tiene que ver con la sensualidad y la verdad. Pinto gente, no por lo que quisieran ser, sino por lo que son”. Exploración debajo de la piel.
Supervisora de beneficios durmiendo, 1995. Una mujer rolliza duerme en un sofá. Todo es abundancia. Raudales de carne se desparraman por su cuerpo; de su pierna derecha, gruesos pliegues de carne están a punto de desbordarse; el busto se confunde con el vientre; brazos y cabeza reposan en la parte superior dando la sensación de jadeante descanso. Freud no pintó cuerpos bellos en la línea clásica del término; los más perturban, estremecen, confunden.
Cuerpos indefensos, expugnables, la desnudez que exhiben es la de personas que no saben qué es modelar, se despojan de su vestimenta y se sitúan donde el artista disponía porque, quizás, pretendían compartir la tiránica voluntad creadora de Freud. Sue Tilley, la Supervisora —cuenta Adolfo Vásquez—, participó en los círculos intelectuales de los 80 y pesaba 279 libras. Fundó amistad con Freud y aparece en cuatro de sus cuadros. Hay quienes hallan artimañas visuales en esta icónica obra.
“Quiero que la pintura funcione como carne”, dijo Freud. ¿Qué significación tiene esta exclamación? En su arte el espíritu (el alma) es la celda del cuerpo. No al revés como en el desnudo tradicional. Las convenciones sociales devenidas de ciertas religiones y culturas avergüenzan el cuerpo y le endilgan culpas. En la obra de Freud los cuerpos están vivos, son cuerpos vivientes.
Freud no pintaba retratos, creaba. Meticuloso. Perfeccionista. Lento. Entablaba diálogos con las personas con quienes trabajaba, a fin de plasmar sus más nimios detalles. Raptos enfermizos que le permitían aprovechar las opciones que otorga el óleo para restregar y repintar. Pinceles manejados como bisturíes para alcanzar los más leves y livianos resultados. Jornadas de siete días de la semana, de sol a sol, con solo la furia, el rigor y el amor de su arte, su estigma y redención.
“Yo amo el cuerpo eléctrico, / Me abrazan los ejércitos de quienes amo y yo los abrazo. / No han de soltarme hasta que yo vaya con ellos, hasta que les responda, / Hasta que yo les purifique y los colme con la carga de mi alma”, W. W.
Segunda parte
Hermético, impredecible, ególatra, silencioso, descreía de lo que son o parecerían ser preceptos éticos y morales. Su vida, disoluta y transgresora, ha dado pábulo a que se trame una mitología en torno a sus inocultables excesos. Uno de sus amigos le acredita cuarenta hijos y otro, Vassilakis Takis —figura del arte cinético—, quinientas amantes. La verdad es que la vida de Freud fue públicamente licenciosa y sin indicio de respeto a normas sociales, pero las desmesuradas versiones sobre sus pasiones han ido desvaneciéndose, excepto, la única, consustancial a su esencia humana, la de su arte.
Los hijos de Lucian Freud cargaron con el enmarañado legado de su padre: el de un artista cuyas obras son codiciadas en el mundo con una vida obscena y borrascosa. El pintor se casó tres veces y tuvo 14 hijos.
Susan Boyt, una de sus parejas, y sus hijos vivieron en la pobreza y él jamás les ofreció ayuda alguna. Cuenta su hija Rose Boyt que más pudo el amor y admiración que sentía por su padre que el temor hacia él. Para acercarse a él se ofreció como modelo. Las sesiones duraban eternidades y el proceso de su retrato desnudo demoró meses. Lo mejor de esas agobiantes jornadas eran los monólogos del artista sobre su abuelo Sigmund Freud, padre del sicoanálisis, y las frases que repetía sobre el dolor humano.
“Ánimo corazón y que te vaya bien”
Al escribir no es posible lograr algo parecido a los autorretratos de vejez de los pintores. Una bruma extrema acaece como una suerte de venganza ahogando las palabras. Una conmoción ajena desciende sobre el deseo de describir esos retratos. Acaso porque los lugares que han habitado los viejos, sus instantes vividos, reclaman sin ceder su sitio.
Autorretrato, 2002. Freud, el Indomable, aparece marcado por el invicto tiempo. Viejo, a punto de ser vencido. La mirada triste perdida en el tiempo. Su mano izquierda, huesuda y venosa, asida al fular sobre el pecho desnudo. Chantado una cazadora desvaída, sin duda usada cuando lucía nervudo y pujante. El pelo agrisado al igual que las cejas y el centro —¿cetro?— de su rostro anguloso. Las orejas peludas se han arrugado y alargado. ¡Rebélense poetas del mundo contra la vejez, pero en este retrato vive un hombre viejo! Detrás de él luce un panel desportillado por el ayer.
Rose amó a su padre cuando lo cuidó de viejo. Relata que el artista cambió con la edad. La bondad de Freud borró todo resquemor de su hija a quien nombró albacea.
Representaciones severas pero genuinas de la figura humana en un atroz forcejeo con el devenir del tiempo. Reflexión, 1985. Confrontación del artista con su álter ego. Algo insondable se agita en ese ser. No hay un ápice de concesiones para el “modelo” que es él mismo, despojado de las máscaras que llevamos —sin excepción—, deviene estampa cruda y sensible: el artista, desposeído de cualquier indicio de autoidealización, mira, implacable, sus turbulencias y excrecencias íntimas, y las retrata.
Sin señal de fatuidad, Freud se internaliza en los recovecos de su alma y los pinta. Persecución de su identidad. Ejercicio de introspección doliente. Ojos asimétricos. La mirada abatida, sin embargo, escrutadora, se hinca en el espectador y también en él mismo. Surcos y ranuras cruzan su piel, presa del tiempo; palpitan vislumbres de estar a la espera de que el resto de piel dé paso a su osamenta y al inexorable olvido.
Reflexión. Conminatorio para reparar en nuestra irrisoria condición humana. Los griegos veían a Cronos, el ‘Padre Tiempo’, con su hoz implacable. Lo representaban junto a un cuervo, ave oracular que protegía el alma de un rey sagrado después de su sacrificio. Conciencia del presente y lidia contra el tiempo. Mirarse a uno mismo como el otro que será.
Un Autorretrato de 1968 muestra otra faz de Freud. Proclive a retratarse de cara al espejo, esta vez alojado en una esquina, detrás de una planta “araña” (en sus puntas se anidan diminutas arañas), su mano derecha apoyando la oreja del mismo lado, como queriendo escuchar más que ver el sonido —estruendo y silencio— del tiempo.
Hombre con pluma, 1943 —¿su primer autorretrato?—. Un imberbe Freud lleva en su mano izquierda una pluma. Sobre el piso un tapiz de formas estrambóticas. En el fondo imágenes apagadas de un pajarraco picudo y un hombrecito con sombrero. Ejercicio lúdico, inicio del retratista más grande de la segunda mitad del siglo XX.
“Al despertar, tu corazón es un puño agitado, / un fino polvo obstruye el aire que respiras; /… Es el momento anterior al disparo. / Intentas una y otra vez levantarte, pero no puedes”, Margaret Atwood.
Este artículo se publicó originalmente en el diario El Comercio en dos partes.
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