
El pasado 6 de mayo, en el refectorio del convento de Santo Domingo, se llevó a cabo la sesión solemne por el sesquicentenario de fundación de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Compartimos con ustedes el discurso que don Francisco Proaño Arandi, director de la corporación, leyó en la ceremonia.
Discurso del director de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, embajador Francisco Proaño Arandi, en la sesión solemne convocada para celebrar los ciento cincuenta años de fundación de la institución.
Martes 6 de mayo de 2025. Refectorio del Convento de Santo Domingo, Quito.
Empiezo por agradecer a todos ustedes el encontrarse presentes en esta sesión solemne, mediante la cual la Academia Ecuatoriana de la Lengua conmemora los ciento cincuenta años de su fundación. Se trata de un hecho de relevancia en el devenir histórico de nuestra República, ya que, al celebrarlo, rendimos homenaje a una institución que, en el momento presente, es la más antigua entidad cultural del país y, a la vez, la segunda academia de la lengua española establecida en el continente americano.
Pero más allá de ello, debe subrayarse el significado de la presencia que ha tenido la institución en el transcurso de este siglo y medio de historia. Fundada el 4 de mayo de 1875 por un preclaro grupo de intelectuales, todos comprometidos, en aquel entonces, con los ideales de una patria que empezaba a consolidarse, ha albergado, a lo largo de su existencia a una gran parte de los más representativos exponentes de la cultura ecuatoriana en los más diversos campos, entre ellos, la lingüística, la docencia universitaria, la literatura, el periodismo, la investigación científica y también la política, entendida esta en su mejor acepción: el servicio a las causas fundamentales de un pueblo, con fidelidad y rigurosa adhesión a sus valores y aspiraciones esenciales.
Nace la Academia ecuatoriana en un momento singular de la historia ecuatoriana y, a la par, de Hispanoamérica, en su más amplio horizonte. En el caso ecuatoriano, luego de la crisis del año 1859, que implicó, dados los encontrados factores en pugna, el riesgo de su disolución, el país recobraba su rumbo en cuanto Estado y nación, aún en ciernes seguramente, pero viable, históricamente posible, gracias en gran medida a un estadista que supo conducirlo hacia esa meta, la de su unidad y posibilidad de existencia, por sobre todos los cuestionamientos que los rasgos peculiares de su política —autocrática, sin duda— concitan aún hoy: me refiero al entonces presidente García Moreno.
En el escenario continental, era ya evidente que el sueño unificador de Simón Bolívar y de otros prohombres como Francisco de Miranda se había esfumado al tenor de las apetencias de los sectores en permanente disputa por el poder, a lo ancho de Hispanoamérica. Esta aparecía fragmentada en contradicción con lo que habría debido ser: la gran patria integrada por factores comunes a cada uno de los nuevos Estados, la lengua por ejemplo, uno de los más fecundos legados de la antigua metrópoli española. Pese a ello, la América española se había escindido en pequeñas patrias, como secuela, no solo de las distancias y obstáculos formidables de su inconmensurable geografía, sino, sobre todo, por los particularismos regionales y los intereses encontrados de las diversas oligarquías liberadas de la tutela colonial.
España entre tanto, luego de algunos intentos por recuperar las colonias perdidas por la gesta de la emancipación, intentaba, en aquellos años intermedios del siglo XIX, reconectarse con las nuevas repúblicas. Entre los diversos parámetros que harían posible esa reconciliación, aparte de los económicos y políticos, estaba en primer lugar la comunidad de la lengua, acaso, como acabamos de señalar, la principal herencia dejadas por la antigua metrópoli a las nuevas naciones germinadas de su seno. Refiriéndose a ese proceso histórico, al conmemorarse en 1975 los cien años del establecimiento de la Academia ecuatoriana, el entonces director de la misma, el destacado hombre público, don Julio Tobar Donoso, lo calificaba de ineludible, “por ley de gravedad histórica”. Y añadía: “Por esto, aun antes de que terminara la primera mitad del siglo pasado —el siglo XIX—, retornan la Madre y esta constelación de pueblos que se denomina América Hispana, a buscarse recíprocamente y a soñar en común en los nexos de insólita grandeza que les dieron inmortal lustre en los fastos humanos”.
Resultado de aquello fue, en primer lugar, el establecimiento de relaciones diplomáticas con los nuevos Estados, lo que implicaba, de hecho y de derecho, el reconocimiento de su cabal independencia y existir inapelable en la comunidad de naciones. Ecuador y España lo hicieron el 16 de febrero de 1840. Y, como un expediente ineludible para cimentar más todavía ese reconocimiento recíproco, surgiría, colofón necesario, la iniciativa de crear academias filiales o correspondientes de la Real Española en los diversos países hispanoamericanos, proceso en el que intervendrían tanto españoles como iberoamericanos.
Repitiendo el concepto arriba expresado por Tobar Donoso, no podía dejar de hacerse realidad, “por ley de gravedad histórica”, la creación de instituciones destinadas a dar lustre, a estudiar y propender a la unidad y expansión del idioma. En efecto, el rico romance castellano nacido en la península ibérica, más allá de las rígidas normas impuestas por la España tridentina y de las violencias y exacciones de muchos de los conquistadores, trajo el espejismo de una promesa, devino fragua donde se han forjado, en ineludible secuela de lo que nos legaron Cervantes, Santa Teresa o San Juan de la Cruz, las más asombrosas experiencias verbales: las de Juan Inés de la Cruz, Juan Montalvo, José Martí, Lezama Lima, Rubén Darío o Borges, para citar a unos pocos entre otros grandes protagonistas de tan maravillosa aventura.
La primera en fundarse sería la Academia colombiana, en 1871, y, la segunda, la ecuatoriana. Justo es que recordemos en esta ocasión, al cabo de ciento cincuenta años, los nombres de quienes dieron paso, aquel 4 de mayo de 1875, a la creación de la Academia ecuatoriana: Pedro Fermín Cevallos, José Modesto Espinosa, Francisco Xavier Salazar, Pablo Herrera, Belisario Peña, Julio Zaldumbide, y aunque ausentes por diversas razones, pero presentes en espíritu, Juan León Mera, Antonio Flores Jijón y Julio Castro.
“En suma —dice Tobar Donoso en el discurso señalado—, allí estuvo representada la plana mayor de las Letras (de entonces), el hogar de nuestra cultura. Solo dos hombres —indica, con pesadumbre— no estuvieron allí para abrillantar ese certamen de gloria nacional: el uno se hallaba en la cima del poder; el otro en la cumbre de la oposición”. Así se refiere a Gabriel García Moreno y a Juan Montalvo, los dos grandes antagonistas de ese periodo particularmente tormentoso de nuestra historia. En el caso de Montalvo, el más eximio de nuestros escritores, no incluido en la Academia al efecto de las luchas políticas de la época, debo recordar que un busto de él, como homenaje perenne a su obra y su memoria, preside el salón de sesiones de la corporación en la casa que, desde 1905, transcurre su diaria actividad.
En el curso de su existencia, la Academia ha atravesado diversas vicisitudes, al tenor de los acontecimientos de la historia, muchas veces impredecibles. El más difícil se produjo al poco tiempo de haber sido fundada, durante el período dictatorial del general Ignacio de Veintemilla, oscura fase histórica durante la cual, si felizmente no desapareció, estuvo hasta cierto punto paralizada. No llegó a producirse lo que en nuestra época ha sucedido: la supresión de la Academia Nicaragüense de la Lengua por arbitrio dictatorial del tirano que ejerce todos los poderes en esa sufrida república centroamericana: Daniel Ortega. Nuestra Academia ha expresado su rechazo a dicha bárbara acción y extendido a los colegas nicaragüenses su solidaridad y apoyo.
Superado aquel difícil período, la Academia ecuatoriana reanudó, entre sacrificios y dificultades, su encomiable labor, aquella que es múltiple y diversa y que, como rezan sus Estatutos, tiene que ver con la conservación, la pureza y el perfeccionamiento del idioma, la investigación científica en este campo y, habida cuenta de nuestra pertenencia a un país multicultural y plurilingüe, colaborar, mediante estudios y proyectos, con las entidades pertinentes, en el conocimiento de las lenguas ancestrales y sus relaciones con el español.
En 1960, en Bogotá, el Ecuador fue parte de los Estados firmantes del Convenio Multilateral sobre la Asociación de Academias de la Lengua Española (ASALE), integrada hoy por veinte y tres corporaciones a lo largo de Hispanoamérica, Filipinas, Guinea Ecuatorial y los Estados Unidos de América. Dicho instrumento internacional fue ratificado por el Gobierno ecuatoriano en noviembre de 1963. Desde entonces, nuestra Academia ha participado activamente, en representación del Ecuador, en múltiples proyectos, nacidos ya en el seno de dicha Asociación, ya en el de la Real Academia Española. Entre estos episodios cabe recordar que la ciudad de Quito y la Academia ecuatoriana en calidad de anfitriona han sido escenarios de dos importantes cónclaves: el Quinto y el Décimo Congresos de la Asociación de Academias de la Lengua Española, el primero en julio de 1968 y, el segundo, apenas hace pocos meses, del 11 al 13 de noviembre de 2025.
Académicos ecuatorianos han participado y participan, para solo referirme a los años más recientes, en procesos de investigación tan importantes como la permanente elaboración del Diccionario de la lengua española, el Diccionario histórico de la lengua española, la Nueva gramática de la lengua española, el Diccionario de americanismos, el Diccionario panhispánico de dudas, el Diccionario panhispánico del español jurídico, el Corpus diacrónico y diatópico del español de América, entre otros. En lo que atañe al Ecuador no puedo dejar de relievar la culminación y edición del Diccionario académico de ecuatorianismos, una obra monumental, producto del trabajo rigurosamente científico y sistemático desplegado por quienes integran la Comisión de Lexicografía de la institución y que fue presentado en el seno del Décimo Séptimo Congreso de la ASALE realizado en Quito en noviembre último. Los nombres de los académicos y lexicógrafos que hicieron posible la culminación exitosa de este cometido están grabados en la historia de la Academia, pero quisiera resaltar dos de ellos porque dieron el mejor impulso a su concreción desde sus inicios: el ya desaparecido Hernán Rodríguez Castelo, uno de los más destacados polígrafos del país y nuestra exdirectora, la lingüista e investigadora Susana Cordero de Espinosa. Junto a ellos deseo rendir homenaje a Fernando Miño-Garcés, cuyos aportes científicos fueron, asimismo, decisivos en la elaboración del Diccionario. Lamentablemente, Miño-Garcés falleció poco después de concluido el referido Congreso interacadémico.
Esta importante obra se une y corona una prolongada labor editorial realizada, por sobre las dificultades, por la Academia a lo largo de los años y que abarca distintas disciplinas lingüísticas y de difusión literaria. A todo ello se juntan las Memorias anuales, un proceso iniciado en los primeros años de existencia de la corporación y que, más allá de ciertas ineludibles interrupciones temporales, ha seguido concretándose hasta la fecha, formando al cabo un corpus de enorme y trascendental riqueza intelectual.
Cabe resaltar en este momento dos temas clave que han cobrado fundamental interés en el área de la comunidad de academias: uno de ellos, el relativo al lenguaje claro y accesible, una verdadera cruzada que nace en la Real Academia Española y que propugna la adopción de políticas claras, particularmente en los ámbitos administrativo, judicial y comercial, que beneficien y precautelen los derechos de los ciudadanos en general. En otras palabras, se trata o debería tratarse de que las palabras no sean utilizadas para otros fines que no sean el de la comunicación y no para seducirnos, engañarnos y conducirnos hacia otros fines interesados o protervos.
El otro tema es el que nace de la interacción entre lenguaje e inteligencia artificial, un área de investigación con repercusiones cruciales en la época que vivimos, siempre en el umbral de una nueva revolución en todas las áreas del conocimiento.
Al conmemorarse este sesquicentenario cabe también señalar un hecho digno de recordarse en la vida de nuestra Academia: la restauración de la casa de la institución, situada en el Centro Histórico de Quito y que fuera entregada por el Estado en 1905. Un bien inmueble que pertenece al patrimonio cultural y arquitectónico de la ciudad. Gracias a la generosa ayuda financiera de la Agencia Española de Cooperación para el Desarrollo (AECID) y, más tarde, del FONSAL, del Municipio de Quito, fue posible, al promediar la década pasada, esto es, entre el 2013 y el 2014, tan importante acontecimiento.
En aras de la brevedad he aludido a algunos de los principales hechos que jalonan estos ciento cincuenta años de vida de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, en una perspectiva abarcadora, necesariamente sucinta. Como anotábamos, la Academia nace en un momento particular de nuestra existencia como nación. No parece casual que un grupo de intelectuales de tendencias políticas más bien diferentes hayan aunado sus esfuerzos para fundar esta institución, impelidos por uno como imperativo de unificar lo más significativo y necesario de ese momento histórico —la lengua— y proyectarlo, desde su posición de intérpretes verdaderos de la realidad que vivían, hacia la consolidación de una verdadera nación.
En este momento histórico, cuando una vez más en el devenir del país no dejan de cernirse incertidumbres —la inseguridad, los problemas económicos, las nocivas secuelas del cambio climático que también nos alcanzan—, y mientras asistimos, igualmente con natural inquietud a cambios quizá impredecibles y sombríos en el contexto internacional, el hecho de que persistan instituciones como la Academia Ecuatoriana de la Lengua, centradas en la prosecución de objetivos profundamente humanistas, como el lenguaje, la comunicación y las diversas ramas de la cultura, constituye sin duda inequívoco síntoma de que todavía hay esperanza y, junto a ello, la posibilidad de un mañana mejor para todos.




