Probana de letras es la nueva sección de la web de la Academia Ecuatoriana de la Lengua dedicada a reseñas de libros de reciente publicación.
El ecuatorianismo «probana», que significa degustación, evoca un primer bocado literario que aquí se compone de un comentario acompañado de una breve entrevista y de una muestra de la obra. Desde agosto y hasta finalizar 2025, se publicarán seis reseñas que inauguran este espacio de encuentro con la literatura contemporánea. La sección, a cargo de doña Valeria Guzmán, ofrecerá un recorrido por distintos géneros —entre poesía y narrativa— y dará espacio, en paridad, a autoras y autores, tanto nacionales como internacionales.
La primera entrega se centra en Galería de lugares comunes, de don César Eduardo Carrión.

Un territorio para el poema
Valeria Guzmán
Leer Galería de lugares comunes me hace pensar en Lakoff, en Metáforas de la vida cotidiana, ese hermoso libro que nos recuerda que todo significado, antes de instaurarse en la lengua, fue primero metáfora o metonimia: chispa, sueño inesperado, asombro que después se desgastó y se convirtió en lugar común. De tanto uso, las palabras se anquilosan, quedan fijas y simplemente se vuelve habituales. No obstante, el mismo recurso cognitivo básico —nuestra capacidad metafórica— puede también darle la vuelta de turca al lenguaje. En nuestra enfermedad —porque estamos enfermos de lenguaje— está también nuestra cura. El poema es esa posibilidad lingüística de trastocar lo muerto, de asistir a la génesis. Pienso inevitablemente en el Soneto con lugares comunes de Fernando del Paso: “La rosa es una rosa es una rosa. / Tu boca es una rosa es una boca”. En esa rosa repetida hasta el hartazgo a lo largo de la tradición poética desde los persas hasta Gertrude Stein, vuelta a la vida por el ritmo de este soneto en apariencia simple pero cargado de ironía, se nos recuerda que lo gastado puede ser fértil y renacer frente a otra mirada.
El lugar común en esta Galería alude a los grupos de individuos con quienes se comparte la vida y se hace comunidad, a quienes el autor reconoce como “tribus”, a ellas están dedicados varios de los poemas: la tribu de Zorritos, la tribu de Riverside Suites, la tribu de Zaandam, la tribu de Pedernales, etc. De igual modo, son comunes los espacios geográficos compartidos, así acompañamos a la voz poética por un largo periplo de los puentes de Ámsterdam a Bahía de Caráquez, del río turbulento de Yakutia al barrio La Magdalena, del Darién a Lumbisí. El tránsito es el hilo secreto. El viaje es un modo de ser en el mundo, como gesto material y simbólico. En el Ecuador tenemos una palabra precisa para ese andarín de destinos: patacaliente. No es el flâneur elegante, ni el paseante metafísico de Benjamin, sino un caminante encendido, un viajero del sur que porta en los pies el fuego de los chasquis.
Quizá toda literatura sea literatura de viajes. Siempre se cuenta una ida o un retorno. La vida misma que es un tránsito. Este libro es una galería de memorias y memoriales, recuerdos trastocados en poesía. Está el memorial a un amigo, tocayo, con quien el autor comparte el nombre de pila: “A veces, me gusta pensar que con el Chávez conformábamos algo así como una Cofradía de los siete Césares”; pero también la celebración de las memorias compartidas junto a las tribus que nos acompañan en el devenir vital: “En esta ribera del río Caoní encallaron los dioses de los indios yumbo, hace ya siglos enterrados en los bosques húmedos del Chocó”; así como la declaración de amor postrera: “La única herencia material que me dejó mi abuela materna es una antigua alcuza de vidrio tallado. En ella guardaba la esencia de café Que preparó todos los días, hasta cuando el Alzheimer le permitió hervir el agua”; pero sobre todo la constante del amor más allá de la muerte; ineludible, desde la llegada de Clara: la paternidad, la ternura, el afecto hacia la hija, infinita: “Escribo todos los días tu nombre como un acertijo, como una emboscada a los guardias de la última noche, que se avecina como un fantasma”.
Más allá de la acumulación de imágenes y del ritmo sostenido con que se construye su poética, lo que permanece de César Eduardo Carrión es su vuelo de cernícalo sobre los Andes. Sus versos son testimonio de la vitalidad de nuestra lengua donde el “significado tiene cuerpo, tiene voz, tiene gesto” y nuestro amauta feroz y delicado paladea silencios, escribe y canta en lenguas marinas y dilectos de serpientes.
PREGUNTAS
¿Cuáles son los lugares comunes de la poesía que, como poeta, compartes o consideras fundamentales en tu trabajo?
Son varios lugares y se encuentran en distintos niveles topológicos. Uno podría ser el que corresponde a los temas más recurrentes en varios de mis libros: la búsqueda inacabada de sentido, el autodescubrimiento, el encuentro con el otro, el amor filial y paternal, la amistad y la solidaridad… Gran parte de ellos, movilizados por un motivo literario que se ha convertido en un tópico de mi escritura: el viaje. Otro nivel podría ser el de la materialidad de la lengua, donde combino distintas posibilidades compositivas: el verso libre, el verso métrico, el versículo, la prosa poética… Que manifiestan la tensión que define gran parte de la poesía moderna: la hegemonía de una lengua cotidiana y común, generalmente autoritaria, versus la pretensión de una lengua particular e inhabitual, que presume de ser emancipadora. Es un lugar común decir que la poesía inventa y manifiesta, mientras que la lengua cotidiana representa y sirve al poder, a cualquier poder.
En uno de tus poemas mencionas que tu abuela nunca tuvo nada propio; ¿sientes la escritura como algo propio?
Si algo me ha enseñado la poesía es la fragilidad ontológica de lo propio. Al escribir un poema, procuramos inventar una sintaxis y una semántica inusitadas, pero lo hacemos con estructuras y materiales lingüísticos tomados de la cotidianidad, de aquello que es común a un determinado grupo humano. Nada más paradójico o contradictorio: los poetas nos empeñamos en inventar lenguas extranjeras o subitáneas, a partir de una lengua madre que nos guía y determina, y sobre la cual infringimos innumerables ejercicios de resignificación. Nos apropiamos de materiales que hemos heredado o que nos han sido impuestos desde el nacimiento, para construir dicciones y significados nuevos, como si quisiéramos fundar nuevas comunidades, a sabiendas de que se trata de un juego sometido al fracaso, de una deriva de la invención. Es casi una aporía: el ejercicio de la escritura me ha permitido entender que solo poseo aquello que comparto. La poesía me ha permitido comprender que la propiedad es una ilusión violenta y autoritaria de la modernidad.
¿Cómo concibes la corporeidad del poema? Te he escuchado decir que para ti la relación con el cuerpo es fundamental. En este mismo sentido, ¿cómo trabajas la construcción del significado en tu obra y su contraparte, el significante?
La experiencia de las ciencias cognitivas y la teoría y la crítica literaria ha decantado en una poderosa conclusión que he convertido en una especie de poética: La poesía es algo que le sucede al cuerpo. Por mi parte, casi siempre me dejo guiar por la materia de la lengua. Es el poema el que va hallando su significado. Por supuesto, gran parte de las motivaciones para escribir son externas o ajenas al ejercicio mismo de la escritura. No tengo una receta. A veces, el tema existe antes del texto y lo va configurando conforme escribo. Y a veces, me siento frente a la página en blanco, por necesidad o urgencia, costumbre o hábito, y entonces voy descubriendo qué quiere decir ese poema sobre el mundo o sobre mí mismo. El poema nos devuelve la posibilidad de conocer el origen de la lengua humana mediante una experiencia corporal: las emociones que nos provoca y el raciocinio que pretendemos aplicar al poema para comprenderlo son por igual manifestaciones del cuerpo.
SELECCIÓN DE POEMAS
Un verano en la Alameda de las aguas tibias
A la tribu de Zorritos
A esta playa de las costas del norte del Perú vienen a morir los piqueros y las anguilas.
De los cadáveres que arroja el mar se encargan las jaibas, carroñeras minuciosas, sepultureras diminutas.
De los cadáveres que sopla el viento se hacen cargo los gallinazos y, tal vez algún día, se hagan cargo los recuerdos.
Algunos albatros, cojos o necios, aterrizan en estas arenas ardientes de las costas del norte del Perú,
Mientras los turistas miramos impávidos cómo, a lo lejos, en las redes gigantescas de los buques pesqueros, convulsionan los cardúmenes o nuestros anhelos.
Mi hija persigue a los crustáceos hasta sus cuevas y los encierra en un vaso de plástico desechable, transparente, absoluto,
Que ha traído hasta la playa el aguaje habitual de los domingos. Y de pronto, recuerdo un poema de William Carlos Williams: La furia de amar / no es menor…
Estos eventos sucedieron en la Alameda de las aguas tibias, unos meses antes del fenómeno El Niño de 2023.
El océano se mecía sobre el futuro como una mortaja contundente.
Y entendí que los bichos muertos sobre la arena fueron una parte de mi familia, numerosa, pestilente, inevitable.
Tumbes, agosto de 2023.
Ayer encontré la vieja aceitera de la abuela
A la memoria de Teresa Albertina
La única herencia material que me dejó mi abuela materna es una antigua alcuza de vidrio tallado. En ella guardaba la esencia de café
Que preparó todos los días, hasta cuando el Alzheimer le permitió hervir el agua y montar la cafetera en la cocina de querosene.
Llegar a uno mismo, cuando las formas de nuestro cuerpo han dejado de ser amables o apetecibles. Y se convierten en nuestras rivales.
Mirar atrás y convertirse en una estatua de sal que palpita, que palpita, que palpita… Y tensar la cuerda de un arco hecho de huesos… Y jamás arrojar la flecha.
Mi abuela fue pobre toda su vida. No tuvo casa propia. No tuvo vestido propio. No tuvo varón propio. Solo fueron suyos los senderos que decidió tomar.
Trabajó para evitar la desnudez y dar de comer a sus hijos, hasta cuando una lesión casi mortal en la columna la obligó a jubilarse por invalidez.
De ella aprendí que la palabra alcuza viene de un español tan antiguo que suena a morisco, que baila en almorávide, que aún recuerda la reconquista.
Llegar a uno mismo, cuando cada una de las formas de nuestro cuerpo ha dejado de ser benévola o atractiva.
Llegar al amor cuando se ha convertido en aquella manera que tiene la luz del sol de detenerse sobre sí misma,
En aquella ciudad interior amurallada por pájaros prehistóricos y alambres eléctricos de alta tensión.
En estos días he vuelto a usar la antigua alcuza de vidrio tallado, pero no la he llenado de esencia de café, sino de aceite de albahaca,
Otra palabra antigua que me recuerda el trabajo sagrado de mi abuela, su perfil morisco, su voz de alfanje moruno,
Su piel aceitunada y tostada por la pobreza y el amor que le profesó a su familia y a una estampa francesa de la Virgen María.
Llegar a uno mismo cuando las deudas con el pasado se registran en achaques y fracturas.
Llegar a uno mismo cuando el propio cuerpo se rebela contra el régimen totalitario de la edad y los olvidos.
Supongo que todo esto es inevitable, sobre todo, si desciendes de las tribus guerreras del macizo africano de la Cordillera del Atlas.
Macará y Zapotillo, entre 1976 y 2024.
Tocayo
A la memoria de César Chávez Aguilar
Compartir el nombre de pila con un amigo muerto es un asunto importante.
Con el Chávez compartíamos el mismo signo bautismal de otros escritores, cuyos poemas nos gustaban a ambos: César Dávila Andrade, César Vallejo, César Calvo, Cesare Pavese, quizás en ese orden.
Y el seudónimo de algún otro nos provocaba más desconfianza que sus mismos versos: César Moro.
A veces, me gusta pensar que con el Chávez conformábamos algo así como una Cofradía de los siete Césares.
La palabra tocayo proviene de una expresión náhuatl que significa “uno que tiene mi nombre”.
Compartir el nombre de pila con un amigo muerto es un tema complicado.
Yo vengo de una familia de cuatro Césares. Llevo el mismo nombre de mi padre, que tiene el mismo nombre de mi abuelo.
Y también comparto el nombre de mi padre y de mi abuelo con un primo hermano, que escapó de su Cuba natal hace muchos años, quizá dejando atrás la miseria y crueldad de los traidores.
Con el Chávez compartimos la náusea que nos provocaban los tiranos de cualquier color y bandera.
La palabra tocayo proviene de una expresión náhuatl que se usa para indicar posesión, parentesco y cercanía.
Compartir el nombre de pila con un amigo muerto es una herida irremediable.
Pero me gusta el verbo compartir: repartir y comer del mismo pastel de los nombres.
El César Dávila se cortó la yugular en Caracas, el Vallejo se murió de frío en París, el Calvo se ahogó con sonidos extraños que inundaron su cabeza, el Pavese se mató por amor en Turín, el Moro se murió de leucemia y el Chávez… Escribió su primer poema en una escalera de caracol.
Yo, como soy mucho más cobarde que todos ellos, seguramente moriré de viejo.
La palabra tocayo proviene del náhuatl, la lengua de los poetas que cantaron al dios de la Serpiente emplumada.
Quito, 24 de febrero de 2023.
NOTA BIOGRÁFICA
César Eduardo Carrión (Quito, 1976) es poeta y ensayista, docente e investigador universitario. Ha publicado once poemarios, los más recientes: Galería de lugares comunes (2025) y Diarios del Paleolítico (2024). Ha publicado cinco libros de ensayo y estudios literarios, los más recientes: El supremo egoísmo de la tempestad. Ensayos sobre literatura y cultura latinoamericana (2023) y Las máscaras de la patria. La novela ecuatoriana como relato del surgimiento de la nación (1855-1893) (2020). Obtuvo el Premio Nacional de Literatura Aurelio Espinosa Pólit en 2024. Es profesor principal e investigador de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador.
