Conferencia de don Vladimiro Rivas sobre «Lamentación de Dido», de Rosario Castellanos

El pasado 19 de junio don Vladimiro Rivas Iturralde presentó en México una conferencia sobre «Lamentación de Dido», de Rosario Castellanos, en el centenario del nacimiento de la escritora. Compartimos el texto con ustedes.

El pasado 19 de junio la Universidad Autónoma Metropolitana, campus Azcapotzalco, en México, llevó a cabo un homenaje a Rosario Castellanos por el centenario de su nacimiento. Entre las actividades planificadas estuvo la conferencia «Rosario Castellanos en su Lamentación de Dido», que dictó don Vladimiro Rivas Iturralde, miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua. Compartimos a continuación el texto de su ponencia.

Rosario Castellanos en su «Lamentación de Dido»

Figura señera de la Generación del Medio Siglo, Rosario Castellanos (1925-1974) obtuvo celebridad por su obra poética, más que por sus novelas y cuentos (Balún Canán, 1957; Ciudad real, 1960; Oficio de tinieblas, 1962; Los convidados de agosto, 1962; Álbum de familia, 1971), que trataron de la dominación de los blancos y mestizos sobre los indígenas del estado de Chiapas, de las contradicciones culturales derivadas de esta relación y de su repercusión en la conciencia de una observadora aguda de lo social que aprendió observando. Pese a su contundencia, las narraciones de Rosario Castellanos no se limitaron a la denuncia de un estado de dominación sociopolítica sino que intentaron revelar la complejidad de este tipo de relaciones en un estado de mayoría indígena. No siempre lo logró. Balún Canán, por ejemplo, es una novela insatisfactoriamente estructurada. Casi todos los temas planteados se quedan a medio desarrollo. Hay en su costumbrismo algo muy arcaico: supersticiones, brujerías, curanderías, creencias, mundo visto desde afuera, desde el punto del patrón o de la observación sociológica de la intelectual universitaria. Pongo, por contraste, el ejemplo de las novelas de José María Arguedas, particularmente Los ríos profundos, pletórica de magia indígena, propia de un hombre que se educó en el quechua peruano y solo más tarde aprendió español. Lo más logrado de Balún Canán —y de todas sus narraciones— es su observación del mundo infantil, desde el cual arroja una mirada a la vez inocente y cruel del mundo indígena.

Sus ensayos y sus piezas de teatro desarrollaron, con fidelidad a sus obsesiones, con insistencia, profundidad y lucidez, el tema de la condición de la mujer en México.

A pesar de su ingente producción en prosa, narrativa y ensayística, fue más apreciada, y con razón, por su sensible obra poética. La poesía la ocupó la vida entera, desde su iniciática Trayectoria del polvo (1948) hasta la voluminosa recopilación Poesía no eres tú (1948-1971), donde podemos leer su obra maestra, la “Lamentación de Dido”, monólogo dramático redactado en versículos e inspirado en el Canto IV de la Eneida de Virgilio, de la cual quiero ocuparme este día.

La infrecuencia del versículo en las lenguas romances —particularmente la castellana— es a la vez síntoma y causa de su problemático ingreso a estas tradiciones literarias, presuntamente ajenas a su forma y espíritu, ingreso que responde a poderosas razones histórico-políticas y a motivos estrictamente literarios. El concepto de versículo, en tanto que forma métrica, no aparece ni mencionado en los tratados de versificación y métrica españolas. No existe como forma poética. Tomás Navarro Tomás, Rudolf Baehr, Antonio Quilis, lo ignoran. Sólo José Domínguez Caparrós nos remite, con cautela, a la noción no tan exacta de “verso libre”[1].

El versículo es, en sentido estricto, la amplia forma de versificación de los llamados libros poéticos y sapienciales de la Biblia: Job, Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantar de los Cantares. Se lo conoce por ello como versículo bíblico, cuyas forma e intención son inconfundiblemente religiosas: expresan las preguntas sobre la inescrutable voluntad de Dios y el sentido de la existencia del hombre en la Tierra, elevan cantos de alabanza a Yavé o Jehová, suplican perdón de los pecados y protección de los enemigos. Gráficamente, son poemas que se extienden a lo ancho de la página, más que en sentido vertical. Mientras los anglosajones, lectores cotidianos de la Biblia, adquirieron una gran familiaridad con el versículo, los lectores de tradición católica se mantuvieron muchos siglos ajenos a esa forma poética. El oscurantismo tridentino y la Inquisición española persiguieron hasta el fuego a las traducciones extraordinarias de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera.

El versículo bíblico es el versículo por antonomasia. Es la fuente donde han abrevado todos los poetas que han querido expresarse —casi siempre alejándose de la intención original— en esta forma amplia, poderosa y renuente a una definición conceptual. Walt Whitman fue el más grande cultivador moderno del versículo y José Martí su divulgador en América hispana. Pero los modernistas estaban ocupados en otra cosa: en imitar la musicalidad de la poesía simbolista francesa. Sin embargo, el nombre mismo encierra una paradoja: la palabra versículo es un diminutivo proveniente del sufijo latín “culus”, que denota algo pequeño, disminuido, como “montículo” de “monte”: disminuido, es decir, un verso pequeño, de arte menor. Pero en realidad es un verso amplio, ancho, el más vasto que se conoce en cualquiera de las lenguas occidentales, a tal punto que sólo puede definirse de manera negativa: carece de metro y de rima, linda con la prosa y expresa las vastedades cósmicas y del pensamiento religioso.

La poesía mexicana, pese a su carácter formalista, ha sido hospitalaria con el versículo, particularmente a mediados del siglo XX. Hay al menos una decena de poetas que alguna vez lo utilizaron. Sin embargo, en términos generales, su tradición carece del desbordamiento, la amplitud, la audaz apertura, el tono exultante y hasta religioso de otras hispanoamericanas. Hay en el versículo mexicano cierta contención, que tiene que ver con ese respeto por las formas clásicas y cerradas, con ese formalismo cultural que varias veces ha mencionado Octavio Paz: “el gusto por las formas cerradas en la poesía (el soneto y la décima, por ejemplo)”[2]. Cuando esta poesía celebra, lo hace respetando la métrica (“La suave patria”, por ejemplo, de López Velarde, “Muerte sin fin” de Gorostiza o “Piedra de sol” del mismo Octavio Paz). Como diría Paz, pocas veces se derrama.

Y se ha derramado con cuatro poetas que hay que destacar: Octavio Paz (“La estación violenta”, 1948-1957), Rosario Castellanos (“Lamentación de Dido”, 1955), José Carlos Becerra (El otoño recorre las islas, 1965-1970) y David Huerta (Incurable, 1987, 1999).  

Siempre he sostenido que, en los cimientos de todo poema, aun en los más subjetivos, se esconde una narración más o menos implícita, narración que no solo conforma uno de los pilares de la estructura del poema, sino que lo vuelve más inteligible. La narración, sabemos desde Aristóteles, es tan evidente en la poesía épica, que se constituye en su esencia misma, en un elemento de su definición: la epopeya narra. Así pues, Rosario Castellanos da cuenta, en 74 versículos de diversa longitud, de la trágica historia del desamor de Dido, reina de Cartago, abandonada por el héroe troyano, el piadoso Eneas, quien, obedeciendo a los dioses, prosigue su camino hacia Italia para fundar, desde las ruinas de Troya, la ciudad de ciudades, Roma, que es también un regreso al origen. Pero a Dido no le importa mucho la misión trascendental del héroe, sino que, desde su inalterable primera persona, desde el egoísmo de su yo enamorado y herido, sitúa al amor perdido en el centro del poema y le erige, en su monólogo, un monumento poético, una elegía. Se sabe, por otra parte, que el poema tuvo un trasfondo autobiográfico: la separación de Castellanos del amor de su vida, el filósofo Ricardo Guerra. Ella misma lo confiesa:

En este poema quise rescatar una experiencia, pero no me atreví a expresarla sino a través de una imagen dada en lo eterno, en la tradición: la imagen de Dido. La desgracia amorosa, el abandono, la soledad después del amor, me parecieron tan válidos y absolutos en Dido que los aproveché para expresar, referidos a mí, esos mismos sentimientos. A través de ellos pude contar mi propia historia, que era, desde luego, bastante más pobre.[3]

Así pues, Castellanos recurrió al mito para contar su propia historia, guardando las distancias por ella marcadas. La poeta y el personaje viven un destino similar, y el paralelismo entre las dos lamentaciones se convierte en fundamento estructural del poema. “Lamentación de Dido” es claramente un poema intertextual.

El tema merece un calificativo justo: es grandioso. Lo es por la dimensión de la tragedia y por la de sus protagonistas: no se trata de la trágica historia de amor de una pareja común, como Romeo y Julieta, sino de dos fundadores de civilizaciones. Aunque la tragedia está centrada en ella, en Dido, y aunque la lamentación surge de su conciencia y de su boca, su historia compromete a los dos, como pareja y como príncipes. Y, sobre todo, compromete a la autora, quien logró la hazaña de mirarse en el espejo de la reina trágica y permanecer con dignidad a la altura de tan exigente tema.

El poema consta de las siguientes partes:

1. La presentación de Dido, el personaje central, a través de una múltiple autodefinición metafórica. La reina se define a sí misma desde distintos ángulos vitales, desde metáforas diversas, lo cual trae consigo la relación de los hechos. Dice de sí misma lo siguiente:

1.1: “Guardiana de las tumbas”: Castellanos la llama así principalmente por el intenso duelo que Dido guardó por la muerte de su primer esposo, Siqueo, rey de Tiro, asesinado por Pigmalión, el ambicioso hermano de la reina, y por la pira funeraria en la que se suicidó tras la partida de Eneas. Pero antes de su suicidio, Dido, con su pasión, vive mil muertes: “Arde Dido / toda en amor, y por sus venas cunde / fuego voraz”[4]. Así, en Dido, como en Isolda, el amor y la muerte forman un lazo inextricable.

1.2: “botín para mi hermano”: Dido fue obligada por su hermano Pigmalión a casarse sin amor con el rey Siqueo, para que revelase el lugar secreto de un tesoro escondido, revelación que fue finalmente objeto de engaño. En otras palabras, Dido fue utilizada vilmente por su hermano: fue su botín.

1.3: “nave de airosas velas”: Tras la muerte de Siqueo y el engaño de vuelta a su hermano, Dido huyó en una nave trirreme y navegó por el Mediterráneo hacia las costas de África. Ella es, en la metáfora, la nave de airosas velas.

1.4: “mujer que asienta por primera vez la planta del pie en tierras desoladas”: en la semidesértica tierra norafricana, en la actual Túnez, un gobernante local le dio permiso para ocupar temporalmente el trozo de tierra que fuera capaz de cubrir con la piel de un toro. Dido ordenó cortar la piel en tiras finísimas y atarlas para obtener una cuerda de longitud considerable, y rodeó con ella un terreno en el que fundaría la célebre ciudad de Cartago.

1.5: “nodriza de naciones, nodriza que amamanta con leche de sabiduría y de consejo”: Primero reina de Tiro, Dido sería luego fundadora y sabia gobernante de Cartago, una de las grandes civilizaciones de la antigüedad, la gran rival de Roma durante siglos. De hecho, los dos estados protagonizarían uno de los grandes enfrentamientos de la historia: las guerras púnicas (264 a.C.-246 a.C.). Una guerra de veintidós años. Castellanos destaca aquí la sabiduría de la reina, que con sus virtudes hizo crecer a la ciudad imperial que fundó.

1.6: “mujer siempre, y hasta el fin […] que sube […] hasta la pira alzada del suicidio]”: Pero Dido no solo era una reina con las dimensiones del mito, sino, ante todo, una mujer que, fiel a su pasión amorosa, subiría a la pira del suicidio. Es un contraste que podemos calificar de monumental: la reina más poderosa de su tiempo descubre su vulnerabilidad femenina y cede completamente a la exigencia límite del amor: la muerte. Pero ya volveremos al tema.

2. La lamentación. Unas palabras previas sobre la noción de lamento (commos) en la tragedia griega, de donde proviene, y agradezco las informaciones, sobre este punto, de mi amigo el erudito en griego Raúl Torres. Aristóteles define el Kóµµoζ (commos) como un canto de lamentación, intercalado en los episodios de la tragedia, en donde uno o más actores alternan con el coro. El nombre deriva del verbo Κόπτoμαι (“kóptomai”, golpearse el pecho), lo cual era en la tragedia señal de luto. En la Poética de Aristóteles leemos que las lamentaciones no eran elementos indispensables de las tragedias y que solo en algunas aparecían. Durante el Renacimiento, con el intento del recién inventado arte de la ópera de resucitar y renovar la tragedia griega, florecieron en el canto las arias y los lamentos, que conformaron un gran repertorio. Un ejemplo ilustre es el Lamento d’ Arianna, abandonada por Teseo, de Claudio Monteverdi. No faltan, desde luego, los lamentos de Dido abandonada por Eneas, como en la obra maestra del inglés Henry Purcell, Dido and Aeneas, ópera que se conserva completa. Existen 275, entre óperas completas y fragmentos sobre este tema, muchas con libretos de Metastasio. Era un quehacer fascinante para poetas y compositores: escribir esos lamentos en que la fragilidad femenina se exhibe casi indecorosamente. Es muy verosímil que Rosario Castellanos, formada en el humanismo clásico y dramaturga ella misma, haya concebido su “Lamentación”, no solo poética y dramáticamente sino dramatúrgicamente.

El modelo bíblico de los trenos versiculares es el Libro de las Lamentaciones de Jeremías, profeta que llora la cautividad del pueblo judío y la Jerusalén devastada. Sin embargo, el poema de Castellanos, de tema doloroso y plañidero, nunca se complace en la efusión sentimental. No encontraremos una sola exclamación que exprese su tema: el dolor. Pero el dolor ahí está, pensado, sentido, no descompuesto por la interjección, así como en el Canto Cuarto de la Eneida hay una dignidad marmórea en el sufrimiento de Dido. Su expresión, aunque dolida, posee la grandeza de las tragedias clásicas. En Castellanos, también la “distancia” impuesta por la narración y cierta dignidad y frialdad analítica atemperan los arrebatos pasionales. El final difiere del de su modelo, según el cual la reina Dido, en cuanto ha partido Eneas, edifica una pira y se arroja a las llamas. En el poema de Castellanos, Dido sobrevive para encerrarse voluntariamente en el infierno de su dolor, que es eterno. Por eso Dante la sitúa en el infierno:

L’altra è colei che s’ancise amorosa,
e ruppe fede al ciner di Sicheo[5]

Siqueo era el rey de Tiro, primer esposo de Dido y fundador, con ella, de la ciudad de Cartago. Asesinado por Pigmalión, hermano de Dido, obtuvo para ella el reinado absoluto de la recién fundada Cartago. En el infierno dantesco, Dido preside el tropel de pecadores que, carnales, “someten la razón al sentimiento”. Este ha sido el pecado de los adúlteros y de los suicidas como la reina: “someter la razón al sentimiento”. Según Dante (y según el mismo Virgilio) la culpa de la reina es doble: suicidarse por amor y no respetar la memoria de su primer esposo.

Es significativo que Castellanos no haya continuado en su poema la tradición del suicidio de la reina. En Virgilio su lamento era un prenuncio de su muerte. La tesis de la poeta era otra: afirmar la eternidad, no de la muerte, sino del dolor. La pérdida del amor es para ella un dolor eterno, una condena perpetua, una de las formas del infierno. Porque es precisamente el dolor lo que la hace eterna, como concluye en el poema.

Para que sintamos la grandeza y amplitud del conjunto hay que sentirla en sus partes, en cada verso, en cada metáfora. Por ejemplo, en estos admirables versículos:

Mi cifra se grabó en la corteza del árbol enorme de las tradiciones.
Y cada primavera, cuando el árbol retoña,
es mi espíritu, no el viento sin historia, es mi espíritu el que estremece y el que hace
            cantar su follaje.

En el primero, el lector no espera el salto brusco de sentido que la poeta da, de una imagen grabada físicamente en la corteza de un árbol, a la escritura histórica, “al árbol de las tradiciones”. El lector lo agradece. Es muy bello esto y majestuoso. Y luego, en cada primavera, el retoño y canto del follaje son obra del espíritu colmado de historia de la reina, no del viento ciego. La reina es consciente de que sus actos se han distinguido de los de la naturaleza, de que su acción sobre el mundo ha adquirido significación, historia.

¿Dónde está la poesía?, es la pregunta que me asalta cada vez que leo un poema. Siempre o casi siempre obtengo la respuesta, pero es difícil definirla y más, explicarla. Pero como son hallazgos, procuro explicarme dónde y cómo los encontré. Escribe Castellanos:

Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo.

Qué sorpresiva, inesperada, intensamente dramática, es esa combinación final de dos sustantivos y un adjetivo: “el hachazo de un adiós tremendo”. Es una asociación verbal que corta el aliento, como antes “la escritura en el árbol de las tradiciones”. Si esto no es poesía, ¿qué es, entonces?

Ahora bien, está claro que no es un poema estrictamente musical, a lo Rubén Darío, por ejemplo. La amplitud del versículo no lo permite y sitúa a la poesía en otro lugar: en la amplitud y grandeza del conjunto, en la fuerza de las ideas y los conceptos y la dignísima expresión del sentimiento. Castellanos amaba tanto el versículo, que además de cultivarlo ella misma, tradujo largos fragmentos de Paul Claudel y Saint-John Perse.

Pocos escritores mexicanos experimentaron tal pasión por los libros como Rosario Castellanos. En la parte central del poema residen los admirables versos acerca de la pasión de Dido por la justicia y la lectura: la justicia, es decir, la gobernanza propia de una reina, se ejerce durante el día. Lo segundo, la pasión por los libros, propio de la escritora, en la noche: sus insomnios, sus persecuciones nocturnas, le hacen “cobrar la presa” de una idea en las páginas fugitivas a la vez que permanentes y encontrar la soledad que la conducirá al conocimiento del engaño de Eneas, “fiel a otros dioses, a otras causas”.

El poema de Castellanos es una paráfrasis y una glosa del Canto IV de la Eneida. Por tanto, puede considerarse también una breve explicación del gran texto. Pero al explicarlo, lo interpreta y entonces extrae conclusiones personales de índole antropológica acerca del libre albedrío, en primer lugar. En Virgilio, Dido y Eneas son juguetes de los caprichosos designios de las diosas Juno y Venus, que pugnan entre sí, la primera combatiendo a Eneas; la segunda, favoreciéndolo, por ser su madre. El éxito de Eneas es una victoria de Venus. En el poema de Castellanos, solo la reina, la mujer, queda sujeta al ejercicio y al dolor de la libertad, mientras Eneas, comprometido por una misión providencial, debe marcharse a Italia obedeciendo a los hados.

En segundo lugar, Castellanos expone en contraste la condición de la mujer y la del hombre, en términos de nomadismo del varón y sedentarismo de la hembra. Eneas se va, Dido se queda. Eneas viaja hacia el futuro, hacia la Roma futura, Dido permanece en Cartago sobre la pira de su dolor y en “su raíz de sauce”. Reproduzco a continuación uno de los fragmentos más elocuentes del poema, que no se limita a reprochar al traidor (por cierto, lo hace con enorme dignidad) sino que observa, como uno de los signos del abandono, el carácter nómada del hombre frente al sedentario y doméstico de la mujer, el aventurerismo del varón frente a la permanencia “vegetal” de la hembra:

Aquel Eneas, aquel, piadoso con los suyos solamente;
acogido a la fortaleza de muros extranjeros, astuto, con astucias de bestia perseguida;
invocador de númenes favorables; hermoso narrador de infortunios
   y hombre de paso, hombre
con el corazón puesto en el futuro.

— La mujer es la que permanece, rama de sauce que llora en las orillas de los ríos—.

Y yo amé a aquel Eneas, a aquel hombre de promesa jurada ante otros dioses.
Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz.

Esta concepción de lo masculino y lo femenino en una escritora precursora del feminismo mexicano puede que haya irritado y siga irritando a algunas feministas que quizá menosprecian el sentido de la maternidad en el tiempo. Una madre también genera futuro, nutre futuro, educa y construye futuro.

Quizá, por evidente, no reparemos en que, en la “Lamentación” circula otro tema caro a la obra entera de Castellanos: la pervivencia, en formas diversas, del pasado en el presente. Si el pasado indígena subsiste, persiste, en la vida de los mestizos y los blancos de sus novelas y cuentos, así también, esa antigua forma del dolor, la de Dido, pervive en la voz poética de la poeta porque, como ha escrito en el poema, esa voz antigua es sempiterna.

De la afirmación del dolor en Castellanos se deriva otro problema: la relación del dolor con la verdad: “Duele, luego es verdad”, escribe en el “Memorial de Tlatelolco”. El dolor, como en Vallejo, es la prueba de que se es humano. Es una experiencia subjetiva pero real y profundamente sensible. Sólo que en Castellanos es menos intensa y profunda que en Vallejo y su afirmación del dolor es más discreta. El criterio de la verdad es un criterio lógico y filosófico; el del dolor pertenece al mundo de los sentimientos y no es menos verdadero. Lo primero se razona; lo segundo, se siente. La Dido de Castellanos afirma la existencia del dolor como una verdad eterna, es decir, inherente al ser humano y de duración ilimitada. Pero la tiempla con la fuerza del razonamiento y la argumentación propia de un ser histórico, que tiene que rendir cuentas a su pueblo y al futuro de ese pueblo. En el Infierno dantesco, pese a sus razonamientos de monarca de un imperio, la reina Dido preside la cohorte de pecadores lujuriosos, que han sobrepuesto el sentimiento a la razón. Y eso, someter la razón al sentimiento ha sido su culpa y no tuvo ni tendrá perdón.

Los filósofos y poetas cristianos, desde San Agustín hasta nuestros días, han reflexionado acerca de la fuerza purificadora del dolor. Escribe el ateo Schopenhauer:

El dolor es un medio de purificación que, en la mayoría de los casos, basta por sí solo para santificar al hombre, es decir, para hacerle abandonar el errado camino de la voluntad de vivir.[6]

Evidentemente, la paradoja de esta afirmación solo se entiende desde el pesimismo radical del filósofo alemán, según el cual el abandono de la voluntad de vivir (y subrayo voluntad) no significa deseo de muerte, sino ascetismo, renuncia al mundo, a sus obras y sus pompas. Por eso la Dido de Castellanos no se quita la vida; renuncia a ella, pero no biológica sino emocionalmente: en otras palabras, se queda con el flagelo de su dolor, que no tendrá fin.

BIBLIOGRAFÍA

Carballo, Emmanuel. Protagonistas de la literatura mexicana. México, Secretaría de Educación Pública. Serie Lecturas mexicanas, 48, 1986.

Castellanos, Rosario. “Lamentación de Dido” en Jaime Labastida. El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana. México, Siglo XXI, 2015.  pp. 203-207.

_____ Obras I. Narrativa. México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

_____ Obras II. Poesía. Teatro y Ensayo. México, Fondo de Cultura Económica, 2016.

Dante Alighieri. Comedia. Infierno. Texto original y traducción, prólogo y notas de Ángel Crespo. Barcelona, Seix Barral, 1973.

Espinosa Pólit, Aurelio. Virgilio en verso castellano. Bucólicas, Geórgicas, Eneida. México, Jus, 1961.

Labastida, Jaime. El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana. México, Siglo XXI, 2015.

Poesía en movimiento México, 1915-1966 (Selección y notas de Octavio Paz, Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis. Prólogo de Octavio Paz). México, Siglo XXI, 1973.

Schopenhauer, Arturo. El mundo como voluntad y representación. 3 t. Traducción de Eduardo Ovejero y Mauri. Buenos Aires, Aguilar, 1960.

Virgilio. Eneida. Traducción y notas de Javier de Echave-Sustaeta. Madrid, Gredos, 1997.


[1] Domínguez Caparrós, pp. 446, 475-477.

[2] Octavio Paz, El laberinto de la soledad, p. 35.

[3] Emmanuel Carballo. Protagonistas de la literatura mexicana. México, Secretaría de Educación Pública, Lecturas mexicanas, 1986, p. 524.

[4] Eneida, L. IV, vs. 101-103.

[5] La otra al suicidio se entregó amorosa.

y las siqueas cenizas traicionó; [trad. de Ángel Crespo].

[6] Arturo Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación, T. III, p. 248.