«Chaïm Soutine, las entrañas del alma», por don Marco Antonio Rodríguez

La mirada refleja desamparo, turbación, ansiedad. Luce huidiza, dando la sensación de querer volver al sitio de donde salió. Labios y orejas protuberantes. El artista posa junto a su caballete desvencijado frente a un fondo amarillo. Su ropa es la de un trashumante...

Primera parte

“En tus ojos de oleaje navegan colores, luces y sombras; / inmensos paisajes inundados de figuras y trazos / que dialogan entre sí / y remontan océanos de siglos y geografías y el alma desollada de tu ser” (Susana Bentzulul).

La mirada refleja desamparo, turbación, ansiedad. Luce huidiza, dando la sensación de querer volver al sitio de donde salió. Labios y orejas protuberantes. El artista posa junto a su caballete desvencijado frente a un fondo amarillo. Su ropa es la de un trashumante, de aquellos que toman un atado con algo de ropa y comestibles anudado a la punta de una vara y, apoyado en su hombro, se apresta al vagabundeo. La chaqueta azul arrugada y la corbata deshilada denotan el desaliño bohemio propio de su época. Es su autorretrato de 1918. Se llama Chaïm Soutine (Bielorrusia, 1893-Francia, 1943).

“¿Es cuanto parecemos y vemos / tan solo un sueño dentro de otro sueño?”

Nunca habló o escribió sobre su vida o su arte, salvo dos o tres cartas banales por algún compromiso inexcusable o para evitar visitas. Como a ningún otro artista pintor cabe decir que su biografía es su obra. Léopold Zborowski dedicó décadas a una meticulosa averiguación de Soutine y confesó que le había sido imposible dar resultados definitivos sobre su vida y obra.

“Amigos —exclamó su hija cuando la interrogaron sobre una Sociedad de Amigos de Soutine—, él jamás tuvo ningún amigo”. En París, Soutine conoció a Modigliani con quien mantuvo cierta relación parecida a la amistad, pero Amedeo presagió: “Chaïm no podrá tener amigos”.

Soutine prefirió vivir en soledad y hablar lo menos posible. Algunos hechos de su vida se conocen por personas con quienes mantuvo conversaciones fugaces, la mayoría alusivas a sus carencias. Hambriento, excéntrico, irascible, cabizbajo, visitaba los sitios donde faenaban animales o —acaso por el tiempo que siempre le faltó para pintar— por las carnicerías más cercanas.

Con ojos ávidos escogía aves, conejos, peces o piezas de res que creía le servirían para su arte. Una vez adquirió un buey (carne y color, una de las obsesiones de Soutine). Se apasionó por él y lo cargó hasta su vivienda. Pasaron los días —debió haber pintado varias versiones del buey— y un olor inaguantable se apoderó de la casa. Los vecinos reaccionaron y Soutine abandonó su albergue. Animales muertos y desollados fueron parte del género de los “bodegones”. Abundaron a partir del cinquecento (siglo XVI, Italia. Búsqueda del arte clásico y la imitación —mímesis— de la naturaleza).

Vida y obra de Soutine están veladas por su extrañamiento voluntario, muy escasas ocasiones se unió a la bohemia que signaron su larga estancia en París. Un fervoroso admirador suyo escribió en 1930: “Un año después —se refería al que pudo comprar una obra de Soutine—, mientras estaba en el Café de la Rotonde, me enteré de que Soutine estaba en París y se dirigía al café. En cuanto apareció en la puerta, se armó un alboroto, que se intensificó cuando sus supuestos amigos se dieron cuenta de que llevaba ropa nueva y limpia”.

Si el ocultamiento de Soutine veló su biografía, coadyuvó también su origen judío. Una verdadera refriega intelectual se generó entre críticos judíos y franceses respecto de su arte. La comunidad interpretativa judía seguía los comentarios de Posèq, reputado crítico judío, quien afirmaba que la obra de Soutine estaba “impregnada de la vehemencia del misticismo judío”, lo cual fue refutado por críticos franceses que expresaban que se formó como artista a la luz de los pintores reunidos en París y sus predecesores.

¿El misticismo judío o el modernismo francés?, ¿de cuál de las dos vertientes emergió el arte de Soutine? Una exigua correspondencia que mantuvo con Sèrouya, experto en las dos tendencias, citado por Prylucki y otros en La vida yiddish de Chaïm Soutine (2020), no alumbró mayormente la cuestión, más bien acrecentó las discrepancias entre unos y otros.

Naturaleza muerta con pez raya abre el libro mencionado. Festival de colores. El pez cobra vida en el lienzo. Abre sus aletas multicolores y, desde el ángulo superior de su figura, despeja sus ojos que horadan al espectador, a pesar de que son ojos muertos. El pez yace erguido sobre un lecho amarillo en cuyo centro se estremecen de vida un puñado de frutos rojos como la sangre, como la vida, como la música silente que se desprende del cuadro. En el costado izquierdo miran desde su ropaje negro dos ojos aviesos que ven a quienes quieran verlos y, en el costado derecho, un pincel húmedo descansa en un lavapinceles.

Soutine pintó las entrañas del alma. Tímido y lúcido, atormentado y desconfiado, detestaba oír necedades o vacuidades; cuando no podía rehuirlas, reía, solo, por su lado, a todo pulmón —socarrón y marrullero—, por lo que también tuvo fama de orate.

Segunda parte

“Si vas a esos grandes almacenes y recorres esos grandes salones de muerte, ves carne y pescados y aves, todo muerto. Somos carne, somos armazones potenciales de carne. Cuando entro en una carnicería pienso que es asombroso que no esté yo allí en vez del animal”, proclamaba Francis Bacon (Irlanda, 1903-1993), discípulo de Chaïm Soutine a distancia.

La influencia de Soutine en Bacon fue poderosa. La furia con que pintaba. El culto a la carnalidad. La iracundia fecunda con que fraguaba sus colores. La búsqueda del esmalte oculto de los temas que recreó, la ímproba capacidad para desbordar la línea, la imagen, a fin de erigir estructuras y cuerpos que se levantan y se disgregan.

En los artistas anteriores a Soutine, había la intención de mostrar el memento mori, es decir, el fragilismo humano, el hacinamiento de fruslerías que buscamos durante nuestra precaria aventura existencial, y en la hora de la hora nos vamos como vinimos, desnudos, solos. Lo de Soutine es elogio del color, de la luminosidad —llameantes y sangrantes tonalidades—, exaltación de las luces y penumbras más recónditas de paisajes, retratos, animales. Asedio de los confines de la vida y sus colores.

De las reducidas frases que él pronunció sobre su arte, esta lo define: “La verdad, sin verdad no hay arte, y esa verdad está después de nuestras vidas”.

Lo de Bacon fue una cruel vivisección del ser. Pintura que propone el cuerpo humano como un error irremisible de la creación. Despedazamiento, escocedura, mutilaciones. Y, si se quiere, lo que Gilles Deleuze juzgó “emancipación de la carne”.

Soutine nació y creció en una aldea cerca de Minsk bajo la férula del zarismo. “Casas destartaladas y chozas a punto de derrumbarse”, la describe un reseñista ruso. Décimo hijo de once que formaban una familia obediente de un padre déspota, estudioso del Talmud. Viajó a París donde se convirtió en pintor, desacatando las creencias judaicas (una interpretación del Antiguo Testamento prohíbe el tipo de arte figurativo que él quería seguir).

El pastelero de Cagnes, 1923. Visceralidad. Emotividad. Color y forma en amalgama sabia. La figura emana intimidad, recogimiento de un ser en su yo o en su otro yo, aprehensión de esos actos que los mortales (el sabio o el ignaro) suelen tener de forma repentina, y al que Gabriel Marcel describe como “vivir y trabajar cual si la eternidad estuviera frente a nosotros”.

Las figuras (elegidas en calles y suburbios), así como los retratos de Soutine, irrumpen de un fondo que se esparce en imágenes abstractas de ambientes oníricos. Distorcionador de la realidad en busca de lo más secreto del color y la línea, vivió largos años de miseria. Soutine, a un paso de su consumación, pintó paisajismo impetuoso, exaltado, violento. La pintura cae desbordada para ahogar casas, árboles, plantas… Los elementos se revuelven en raudas precipitaciones, estampas que traslucen trágicos cataclismos.

Sus retratos son necropsias de sus modelos. Los cuerpos de sus retratados son desarticulados con ensañamiento, pero logra —quizás por esas manipulaciones frenéticas de pinceles y colores y su inagotable emotividad— exhibir el dolor íntimo de sus modelos. Es —lo que llamo— la vida vivida de cada uno de los modelos la que Soutine exalta en sus retratos.

Ningún artista grande se libra de la mitología que se siembra en torno de ellos. Soutine fue denostado porque corrió el rumor de que era un convicto que había fugado de prisión; se lo tildó de “demente” huido de un sanatorio, o, por fin, de “bufón” que se reía al pintar con sus manos embadurnadas de pigmentos, o que pintaba sobre lienzos usados adquiridos en ferias populares.

Soutine dejó de aspirar el aire de las acuciantes necesidades que le asfixiaban cuando un coleccionista se aficionó por sus cuadros y adquirió seis de ellos. Murió en 1943. Pocos acompañantes. Picasso, que no perdía oportunidad para exhibir su gloria, fue uno de ellos.

Soutine, el artista que vivió entre dos mundos, el judaísmo y el orgiástico París de inicios del siglo XX, vivió fisgoneando y encarnando lo grotesco de la realidad, para convertirla en callada poesía del color y las formas en su creación. Debió transcurrir un siglo para que su arte fuera reconocido. En la actualidad, obras suyas se han vendido a precios exorbitantes.

El hombre del fular rojo, enhiesto, chaqueta negra, las manos enormes posadas en sus rodillas, pelo corto engominado, mirada despectiva, igual a la de esos divos del cine que han alcanzado el firmamento, rumiando lo que fue Soutine, su hacedor: un ser que escondía angustias y miedo. “Vivió atormentado; rehuía a los demás quizás por timidez o porque simplemente este mundo no era para él” (Albert Barnes).

Este artículo se publicó, en dos partes, en el diario El Comercio.
Primera parte || Segunda parte