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Palabras introductorias de doña Susana Cordero de Espinosa en el acto de recepción a don Ernesto Albán Gómez como miembro correspondiente de la AEL

El pasado 22 de septiembre, don Ernesto Albán Gómez se incorporó en calidad de miembro correspondiente. Compartimos las palabras que doña Susana Cordero de Espinosa pronunció en la ceremonia.

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Foto: Gonzalo Ortiz Crespo

Dedicamos esta sesión solemne, la segunda presencial en nuestra casa corporativa después de la pandemia que amenazó con devastarlo todo, a recibir en calidad de miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua al excepcional jurista, catedrático y maestro don Ernesto Albán Gómez. Cuando se le comunicó su nombramiento y la fecha posible de su ingreso, que, por la circunstancia citada, debió cumplirse virtualmente, él eligió, en un acto de fe y de confianza en sí mismo y en la vida, ser recibido presencialmente cuando volviéramos a casa, y llegó el día, a pesar de nuestra desconfianza, y aquí estamos. En cuanto a este gesto y a algunos de los suyos, debo confesar que me sorprende en su carácter, la paradoja de su vasta erudición, su bondadoso y amable trato, la dignidad y sabiduría de su escritura y su práctica jurídica y la parquedad, casi el silencio de su índole íntima.

Nos conocimos hace muchos años de ir y venir por la querida, y entonces familiar Universidad Católica de Quito, cada uno en la aventura diaria de confluyentes tareas: la cátedra en facultades distintas, los amigos comunes y la sincerísima voluntad compartida de enseñar lo mejor que podíamos, aprendiendo, a la vez, que solo al enseñar aprendíamos verdaderamente lo que nunca supimos ni sabremos de manera total.

Hay entre nosotros algo común, que se me ha revelado con más claridad, gracias al discurso que él leerá hoy ante nosotros y del cual, estatutariamente, tuve una lectura previa; lecturas y preocupaciones comunes de años jóvenes llenos de inquietudes intelectuales, de dudas sobre la propia condición humana y a la par, de adhesión y búsqueda de la alegría entre cierta angustia existencial sobre las reales posibilidades que nos ofrecía la vida; mucho ha cambiado desde entonces; desde hace alrededor de treinta años una nueva conciencia nos abruma. Muchas de las circunstancias actuales nos fuerzan a aceptar que más que vivirlas tenemos que sufrirlas. Quiero aportar a ellas una rápida y sincera visión, a fin de permanecer alertas a cada forma y expresión, a cada suceso de la patria y del mundo. Ya que no podemos eludir la abundancia de información de la red, en la mayoría de los casos más amenazante que promisoria, más difícil de comprender y aceptar que apetecible, asumamos que en el lapso de dos, tres décadas, nuestra vida, nuestra subjetividad e intimidad son asediadas por la presencia contradictoria de lo informático, y asisten a diario a la historia individual y universal, ¡tan poco fértiles, por desgracia, en razón y felicidad!, plagadas de noticias penosas que inevitablemente nos tocan de más cerca o más lejos, pero que, como lo preveía el gran Albert Camus, constituyen una historia que, de puro humana resulta inhumana, lo que nos fuerza a la aceptación de la presencia del absurdo en el existir personal y común. El absurdo que, fuera de ámbitos espirituales y religiosos en los que no podemos entrar, parece responder con su sinsentido a la antigua búsqueda de significado del mundo.

Sin duda, la condición personal de cada uno de nosotros no puede desprenderse de este caudal de incertidumbre y negación al que asistimos, pero tampoco, podemos dejarnos arrastrar por este río de incertezas; por esto, casi sabiamente, cada uno preserva su individualidad como el tesoro con que cuenta para seguir existiendo en dignidad. Y, a pesar de esta autoprotección muy fácil de aceptar y entender, surgen desde lo hondo preguntas de respuestas sustanciales: ¿Nuestra forma de vida prodiga plenitud o carencia, bondad o excusas?; ¿actuamos para protegernos por necesidad real de paz, o por egoísmo? son preguntas de cada uno para sí mismo, en el ámbito de esta totalidad incierta que es nuestro existir.

Urge traer en estas palabras iniciales algunas de las preguntas, noticias y datos que constituyen el caudal opresor en que caminamos: los asesinatos de defensores del medio ambiente, líderes ecológicos que buscan evitar que siga la sobreexplotación de nuestra devastada naturaleza y los de los periodistas que los apoyan y publican su trabajo; los continuos femicidios que nos hablan de un poder infausto y desgraciado; la eclosión del mercado ilegal de la droga y el oro; la existencia de gobiernos y gobernantes que llevan a sus pueblos a una guerra impensable, en ávida aspiración de poder y dinero. La insaciable corrupción: y lo dijo Inocencio Boschensky, en su amplia actividad difusiva de la filosofía, en los años setenta: ‘El dinero es el peor invento del ser humano’: sin dinero no hay poder y parece también que sin poder no hay dinero; de ansia en ansia, de ambición en ambición, siempre en detrimento de una gran mayoría humana desgraciada, llegamos a la llamada ‘sociedad del cansancio’, a la que creemos asistir de lejos, pero que nos habita, está en nosotros. Queremos eludirla, pero se anuncia en cuanto vivimos, recibimos y hacemos. Por otra parte, vivimos en la contradicción de que, a pesar del dominio informático, o quizás por su misma extensión, vamos perdiendo la comunicación interpersonal, la conversación amigable e inquieta y en este maremágnum de incertidumbre, perdemos también nuestra esperanza en los jóvenes que choca ante la evidencia de que, para muchos de ellos, más que la bondad, importa la eficacia; la búsqueda de llegar a sus metas materiales, por sincera y esforzada que sea, los agota y destruye y descompone la antigua familia, la amistad, la presencia sencilla, poco interesada, espontánea y libre.

Por esto, qué importante sigue siendo la palabra. Sin ella nada podemos, con ella, decimos. Y por esta necesidad de decir que late en el fondo de nuestra desesperanza, y aunque pueda pecar de pesimista, no he querido dejar de manifestar preocupaciones en que todos coincidimos hoy. La calidad de nuestro decir nutrido de ansia de saber debe contribuir a comprender, a dolernos de lo que vivimos y a amar a los hermanos, que son todos, y a agradecer, porque la vida ha sido y sigue siendo generosa, a pesar de nuestra justificada desesperanza. Si somos complejos y paradójicos, y lo decía un antiguo profesor, hay gente buena en la tierra. Creo que Ernesto Albán es uno de ellos; desde su propia trinchera del derecho y el trabajo cotidiano, nos hace ver la necesidad de abrir los ojos, de salir del engaño y de la trampa; de vivir en plenitud de presencias y afectos, de ideas y sueños.

Finalmente, traigo las respuestas a algunas de preguntas que le hice para iniciar este acto entrañable:

—Ernesto, ¿en qué sentido, el absurdo en el que desembocamos cuando leemos a Kafka, a quien usted cita en su discurso, puede ser una respuesta?
—La novela “El proceso” es la obra que mejor sintetiza la visión de Kafka sobre el absurdo: un juicio que se inicia nadie sabe por qué, que se desarrolla con episodios inexplicables y concluye con una sentencia de muerte que no se fundamenta en prueba alguna. Esa es la vida. Así responde Kafka por si alguien quisiera una explicación.
—Imagino que haber elegido la profesión de derecho le trajo alegrías y penas; ¿cuáles? ¿Duran hasta hoy?
—El paso de los años me ha confirmado que acerté al escoger la profesión de abogado. Me vinculó a la Universidad, a la Justicia, me puso en contacto con amigos entrañables. Me llevó a profundizar en el estudio del Derecho en uno de sus flancos más complejos (el Derecho Penal) en el que confluyen los aspectos más dramáticos de la vida social (crimen y castigo), aquellos en los que la conducta humana se revela en sus formas más duras y hasta brutales. Orientar la respuesta de la Ley, del Estado ante tales hechos, es una de las tareas más difíciles en que debe empeñarse el jurista. Inclusive los momentos más duros que debí afrontar (la condenable destitución que sufrimos los jueces en diciembre de 2004) terminaron convirtiéndose en una lección que algunos supimos aprovechar. Fue la resolución más adecuada que pude adoptar, pues mi pasión por el derecho me permitió afrontar su enseñanza con una visión que iba más allá del tiempo transcurrido en un aula.
—¿Cuáles considera usted los flancos más débiles de nuestra vida política, y los más fuertes?
—Además de la catástrofe ambiental que ya estamos sufriendo, siguen en pie los viejos problemas, como la guerra: la de Ucrania hoy, demuestra que la guerra sigue siendo un peligro permanente. El hambre, la discriminación, la violencia, las drogas y la forma equivocada que los Estados han adoptado para enfrentarlas.
—¿Qué puede decirnos sobre el énfasis que el feminismo actual pone en la existencia de la mujer?
A este propósito, piensa largamente, pero nada añade a su convicción, y contesta manifestando su compromiso con esta causa actual y, a menudo, tan mal aceptada: Creo en la plenitud de sus derechos.
—¿Cuál es el problema que nos muestra su peor rostro en el Ecuador?
—Tal vez todos se resumen en el desastre político que hemos vivido y estamos viviendo y del cual no atinamos a salir. Querría creer que solo la palabra nos puede salvar.
—¿Sobre su vida personal, familiar y social?
—Hace pocos días hemos cumplido con María Eugenia cincuenta y cuatro años de matrimonio. Tenemos tres hijos y cinco nietos. Estas dos frases, que no necesitan adjetivos, son la mejor justificación de mi vida.

Me quedo con estas sabias palabras suyas, repletas de esperanza y con estas, que repito: “Elegí el estudio del Derecho en uno de sus flancos más complejos (el Derecho Penal) en el que confluyen los aspectos más dramáticos de la vida social, aquellos en los que la conducta humana se revela en sus formas más duras y hasta brutales.

Parco, seguro y firme es Ernesto Albán. Él nos ayudará, en cuanto se relaciona con la futura reedición del Diccionario panhispánico jurídico, que, como todas las obras que realizan las corporaciones, unidas en la Asociación de Academias es, lo indica su título, una obra en la que trabajan y confluyen todas las Academias.

Esta, entre tantas otras, es razón de su presencia entre nosotros y será la justificación del espíritu de los casi ciento cincuenta años que nos cobijan, del inmenso trabajo de gente buena como él, académicos a cuya constancia debemos también, hoy, la presencia de Ernesto Albán Gómez entre nosotros.

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