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«Elogio del ocio», por don Fabián Corral

Condenados a ganarnos el pan con el sudor de la frente, hicimos del trabajo la razón de ser de la vida, el icono al que deben rendirse todos los esfuerzos, el dios a quien sacrificar los buenos años...

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Condenados a ganarnos el pan con el sudor de la frente, hicimos del trabajo la razón de ser de la vida, el icono al que deben rendirse todos los esfuerzos, el dios a quien sacrificar los buenos años de la existencia. A aquella bíblica condena, la cultura occidental transformó en el valor supremo. Paralelamente, el ocio adquirió ribetes malignos, casi pecaminosos y quienes ejercieron el culto al descanso, quedaron marcados por el descrédito y la sospecha. Así, vagos y vagabundos incurrieron en delito y fueron vistos como seres a quienes había que tolerar, cuando no perseguir con la policía o, al menos, con el descrédito.

Pero, hace algún tiempo, empezó a valorarse el ocio. Tan “subversiva” conspiración contra el rigor puritano de los enfermos del trabajo, se encubrió, primero, bajo el discreto encanto de las vacaciones a la antigua, en el barrio o en la finca, y se promovió, después, con la enorme industria de la distracción, los deportes y el turismo. Se limitaron paulatinamente las jornadas, y se creó la cultura del recreo, que comienza a derrotar a los dogmáticos del trabajo eterno.

La sociedad actual, poco a poco, está devolviendo al trabajo la condición de instrumento para vivir y no de última razón para existir, al punto que aquello de doblar la testuz en infinitas jornadas en pro de un salario, empieza a verse ya no como virtud franciscana, sino como ejercicio inevitable para ganarse unas monedas, y también, para irse de vacaciones y alcanzar el tiempo feliz, siempre hipotético y distante, de “hacer lo que me gusta”, viajar, pasear con el perro, o leer el libro siempre postergado.

Sin llegar a los extremos de la rebelión contra el trabajo —y asumiendo que el drama del desempleo es de los peores que enfrenta ese sujeto ilusionado y siempre inerme que es el hombre—, hay que admitir que el “sentido del ocio” es un refinamiento que no todos tienen. Hay quienes, en ausencia de la labor, en vacaciones elegidas o forzadas, se sienten “como diablo en botella”, se aburren, maldicen y denigran del feriado. Ellos solo se reconocen en el taller o en la oficina, o en la alienación de la perpetua competencia. Sus hobbys son la tarea de siempre, el corre-corre de cada día, la angustia de ganar. Los tiempos vacíos les abruman, no saben llenarlos, no tienen la habilidad de soñar, divagar, leer o estar en familia. No saben viajar ni descubrir nada nuevo en la aventura de salir de la rutina y desordenar los horarios.

El ocio es, paradójicamente, la razón de ser de las largas jornadas de trabajo, porque, en el fondo, a lo que aspiramos casi todos es a irnos de vacaciones, terminar el día, concluir los rigores laborales y enfrentar con ilusión aquello de descansar. Defender los espacios de ocio, ¿no será parte de la lucha por la dignidad?

Este texto se publicó en la revista Forbes.

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