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«La manía lectora», por doña Cecilia Ansaldo

Pero, como se sabe, leer es una actividad solitaria. Los años van nutriendo la capacidad de estar solos por fuera como exigencia de la turbamulta que se mueve dentro de la imaginación en la medida en que se avanza...

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Una conversación con mi sobrino nieto de 16 años justifica esta columna. Le mostraba yo mis cómics, amorosamente guardados por décadas, cuando él, ojeándolos, prorrumpió: “ustedes no han de haber tenido mucho en qué divertirse para leer tanto”, refiriéndose a su abuelo y a mí. Y me ha obligado a repasar esa idea para preguntarme por enésima vez, por qué leo.

Que no se piense, eso sí, que antes de la televisión no tuvimos infancias divertidas. Los juegos exigían creatividad y en el “tú eres…” y el “yo soy” desfilaron muchos personajes, así como los naipes y el parchís reunían a los chicos del barrio en torno de una mesa, así como corríamos a las bicicletas. Que todos leíamos era innegable. Había horas de intercambio de los cómics y sentados en cualquier sala, los consumíamos en perfecto silencio.

Pero, como se sabe, leer es una actividad solitaria. Los años van nutriendo la capacidad de estar solos por fuera como exigencia de la turbamulta que se mueve dentro de la imaginación en la medida en que se avanza por las líneas, ya sea de animales, héroes o santos: No puedo dejar de lado la realidad de que las chicas teníamos menos personajes para identificarnos (qué pereza ser la princesa dormida, la Blancanieves envenenada, por eso uno de mis primeros libros favoritos se llamó Cuando las grandes heroínas eran niñas, donde brillaba una Juana de Arco muy valiente). Los niños con culto por la soledad apuntalan gusto por pensar y construir sus propios sueños.

La adolescencia lectora enriquece la visión del mundo que las asignaturas dejan inexplorada. Una sosa clase de Geografía puede ser tocada por la varita mágica de un libro de aventuras para recorrer desiertos, mares encrespados, urbes modernas; la enumeración de hechos históricos, por la enredada trama de una novela trepidante sobre la Guerra Civil española o el choque de españoles y aborígenes en la malentendida hazaña del descubrimiento de América. La mente juvenil ejercita la deducción, aprende que las palabras comunican más de lo que significan.

Una adultez que practica la lectura conoce la sensación —solo la sensación— de lo infinito. Siempre hay un libro más, un tema nuevo, un autor que promete la renovación de lo conocido, una ruptura de lo tradicional o, simplemente, una historia interesante, con esa poderosa vida interior que las imágenes no puede recoger a menos que integren una voz en off que apriete en declaraciones lo que en la narrativa es una inmersión en la psiquis. Si bien, posiciono a la literatura en la cumbre de la lectura —el lenguaje más completo— no descarto todos los otros ámbitos que se expansionan en los libros. Actualización, se decía antes, para justificar el afán de conseguir el último título en el área de cada profesión. Hoy, el fenómeno de la escritura indexada y las suscripciones digitales cubren ese aspecto. ¿Estoy sublimando, acaso, lo que es una pasión, una práctica compulsiva, una adicción tan fuerte como la de las drogas? ¿O acaso merecen una “defensa” el apego demencial de don Quijote o el ejercicio evasivo de Emma Bovary, que transformó sus vidas, tanto, como para alejarlos de la realidad? ¿Los locos que se creen Jesucristo no son también víctimas de las palabras? Todo puede ser, pero estoy segura de que en un punto de sus afanosas andaduras fueron felices.

Este texto se publicó en el diario El Universo.

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