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Palabras de don Diego Araujo en el homenaje a don Bruno Sáenz

El pasado 11 de enero, la Academia Ecuatoriana de la Lengua rindió un homenaje a la memoria de don Bruno Sáenz Andrade, al cumplirse el primer año de su partida. Compartimos con ustedes las palabras que don Diego Araujo Sánchez preparó para la ocasión.

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El pasado 11 de enero, la Academia Ecuatoriana de la Lengua rindió un homenaje a la memoria de don Bruno Sáenz Andrade, al cumplirse el primer año de su partida. Compartimos con ustedes las palabras que don Diego Araujo Sánchez preparó para la ocasión y que fueron leídas por doña Valeria Guzmán.

«En memoria de Bruno Sáenz Andrade», por don Diego Araujo Sánchez

A un año de la muerte de Bruno Sáenz Andrade, todavía parece irreal el que ya no esté entre nosotros. La última vez que hablé con él, cuando parecía haber superado un problema de salud, que lo mantuvo en estado crítico en la unidad de cuidados intensivos de una clínica en Quito, y se sentía en proceso de recuperación, me dijo que me acompañaría en la presentación de mi novela Las secretas formas del tiempo, de la cual fue uno de los primeros lectores y comentaristas.

Con Bruno había mantenido yo una amistad de más de seis décadas, desde cuando nos conocimos en las aulas del colegio San Gabriel y participábamos en las reuniones de la Academia Literaria. Con él, Ramiro Dávila y Vladimiro Rivas y bajo la dirección de este último publicamos, ya universitarios por la década de los sesenta del siglo pasado, la revista Ágora, en cuyas páginas aparecieron algunas de las iniciales creaciones poéticas de Bruno Sáenz. Después estudió durante algunos años en Francia antes de graduarse de abogado en la Universidad Católica de Quito.

Desde el periodo colegial, se destacó como un gran lector y por su inteligencia y su talante especial marcado por un agudo sentido del humor. Inclusive en momentos de obligada seriedad, cierto duendecillo juguetón dictaba a Bruno observaciones en las que campeaban las ironías con las quebraba las situaciones convencionales del momento. “No puedo evitar los chistes malvados”, me comentaba alguna vez. Ese espíritu le llevaba hacia el guiño burlón.

Al amor por los libros, el arte y la literatura; a sus estudios jurídicos y su formación humanística, Bruno Sáenz sumaba una vocación excepcional por la música: creo que pocas personas en nuestro país han hecho acopio como él de una colección tan amplia, selecta y completa de música clásica. Fue siempre un extraordinario melómano.

A Bruno no le gustaba presumir de sus talentos; tenía una actitud modesta pero siempre digna y austera, propia de las personalidades en verdad valiosas. Con él, Elena y Franz y los hermanos Sáenz participamos en múltiples reuniones entre amigos y familiares.

En los últimos años, nos reunimos cada semana en la Comisión Lexicográfica de la Academia de la Lengua y contamos con sus valiosos y puntuales aportes para la elaboración del Diccionario de Ecuatorianismos.

He leído y comentado buena parte de sus libros de poesía, drama, relato y ensayo. Tanto en sus obras de teatro como en sus narraciones sobresale el carácter poético de sus creaciones. En su libro Mitos, misterios[1], las siete obras escritas entre 2003 y 2014 se ubican en los dominios del teatro poético. No solo por el ritmo, la sintaxis y la capacidad de sugerencia del lenguaje, sea verso libre o sea prosa poética, sino por sus temas y recursos dramáticos. Los temas provienen de los mitos y misterios: unos, de las vertientes clásicas, como Prometo liberado o el de Orfeo que desciende a la región de los muertos en un intento de regresar a la vida a su amada, en Dormición de Eurídice; otros, de las tradiciones locales, como la Piedra de Cantuña y El duende en el baúl, con el mismo tema pero en versión paródica de la leyenda quiteña, al estilo del humor agudo y cerebral de Bruno Sáenz, a ratos con rasgos de aguafuerte goyesco; y otros temas más provienen de los misterios cristianos, como el de Lázaro, un esbozo de drama sacro. Relatos del aprendiz[2], otro de sus libros, contiene 18 relatos, 15 textos narrativos y tres de diálogos. Llama la atención aquello de Relatos del aprendiz. Y recuerda el título del primer libro de poemas de Bruno Sáenz, El aprendiz y la palabra[3]. Me parece que esos títulos sugieren, antes que cierta modestia, una actitud de honradez y exigencia sin concesiones en la relación del autor con las palabas o el arte, porque el escritor tiene conciencia del inacabable aprendizaje del oficio y la experiencia poética. En Relatos del aprendiz, al contrario de lo que podría sugerir el título, se evidencia un trabajo de singular madurez y dominio del exigente arte del cuento; y el rasgo más acusado de los textos es su naturaleza poética.

Por las características predominantes de su teatro y los relatos, en esta reunión en su memoria quiero centrar mi atención, una vez más, en la poesía de Bruno Sáenz, en su palabra iluminada[4].

Su tarea continua en el ámbito de la poesía es una señal de que esta no constituía para él un ejercicio esporádico, ni el fruto de un momento privilegiado o de la súbita inspiración, ni una fugaz etapa para encender ese fuego mágico de la creación poética, según el persistente mito romántico; para él, el oficio del poeta era una actividad de todos los días, un hábito creador, el resultado de un trabajo consciente, arduo; una forma de ser cotidiana.

Resulta imposible dar cuenta, en un breve comentario, de la carga conceptual, los significados de un mundo poético construido en más de medio siglo de continua creación. Primero porque el auténtico lenguaje poético se caracteriza por la inagotable multiplicidad de su significación. Segundo porque, en el caso de los poemas de Bruno Sáenz, los espesores estéticos y connotativos son bastante mayores y de más densidad que otros lenguajes poéticos.

No es fácil leer la poesía. Nunca lo ha sido. Sin duda es la lectura más exigente. Pero mucho más lo es la lectura de la poesía después de las vanguardias y las grandes innovaciones de la poesía del siglo XX, después de la descomposición de la metáfora tradicional, de aquella que se sustenta en una relación lógica entre el vehículo de esta y el plano evocado; con aquella descomposición son posibles las analogías insólitas, la afinidad que descansa en las emociones, la intuición o los sueños o en una libérrima fantasía. En la poesía en lengua española, las relaciones lógicas como fundamento de la imagen se pierden después del modernismo. Trilce de César Vallejo, expresión mayor de innovación y lenguaje poético alógico, se publica en 1922. Una poesía que exige más lectores poetas es, me parece, una poco ortodoxa pero posible y bastante real caracterización de buena parte de la poesía contemporánea. Esta reflexión general quiere poner de relieve otra de las características constantes de la poesía de Bruno: su predominante sensibilidad estética.

Me impresiona el hondo carácter religioso en la raíz de su creación literaria. No solo por las referencias constantes a símbolos y figuras de la fe cristiana o la intertextualidad bíblica sino, en un sentido más amplio, por la complejidad de la palabra que no es concebida por el poeta como pura técnica, ni simple artificio, sino que al asumir su forma específica en el poema avizora en el horizonte la trascendencia de la vida humana. La palabra poética es carne, sangre y espíritu. La palabra, como la vida, es trascendente.

El poeta se define como un aprendiz de la palabra. No es fácil que esta despierte y cobre vida; esa es la lucha permanente del artista para dar forma exacta a la expresión: “Pesa, pesa la lengua/ en la cuenca sedienta de la boca.// Pesa, pesa la tinta/ en la espada sin filo de la pluma.// Pesa, pesa la sangre/ en la bolsa de la vísceras. // Pesa, pesa el silencio/ en el eco que aguarda, / en la oquedad alerta del oído.// Pesa, pesa la ausencia/ en la voz que se quiebra,/ en la mano que calla, que sofoca la letra/ sobre el papel en blanco/”, leemos en “Dormición de la palabra”. Y en el poema que sigue a este, se expresa la otra cara de la moneda: el poder de la palabra que ha despertado: entonces es voz persuasiva y apoyo para el ser humano al que conduce desde la sombra a la mesa iluminada; es la idea radiante, armoniosa, verdadera semejante a la mujer desnuda, y es sobre todo la letra, “huella ardiente de la gota de sangre, en la piel o en la tela donde se asienta el pacto del hombre con su alma, del ser con su tiniebla”. La voz, la idea, la letra comparten, pues, un lugar trascendente, “en la piel o en la tela donde se asienta el pacto del hombre con su alma…”

El poeta es como un pescador de palabras. Esa pesca nos deja con la vida misma, en toda su desnudez e intensidad. Cuando el pez-palabra muerde el sedal del poeta, “como un tajo, la idea corta la transparencia/ Y cede.// Queda la carne sola,/arrimada a las brasas”, leemos en el poema “Quiebra”.

En la visión de Sáenz, el universo no es una radical disonancia: es la suya la visión de un hombre de fe. Por ello, en su interpretación poética del Génesis, halla un acto esencial de Amor: “En vos baja habla Dios:/ crea el oscuro polvo./ Mancha de sombra el ruedo de su manto./ Con saliva amasa al hombre;/ su solo aliento anima el barro. /No necesita abrir los labios;/ nace la estrella de su silencio./ Sobre ella sopla Amor.// Aquí se inicia el vasto coro./Se pone en marcha la galaxia”. (“Del Génesis”)

Sáenz nunca se cierra a la perspectiva de la fe. Una de las señales es la insistencia en el motivo de la resurrección; por ejemplo, cuando en su evangelio, Mateo narra la muerte de Jesús, el poeta se detiene en los versículos 52 y 53 para su “Estrofa pascual” : “.. También algunos sepulcros se abrieron y fueron resucitados los cuerpos de muchos creyentes. Estos salieron de las sepulturas después de la resurrección de Jesús”, leemos en los versículos de Mateo a los que nos remite el poema. El poeta evoca la escena en estos versos: “Se alzaron de las tumbas./ Con las manos, se quitaron el sol de las pupilas./ Aún tenían los ojos cargados de tinieblas./ En las cumbres, ardían los linderos del cielo y de la tierra./ Los muertos aprendieron a anhelar, ese día, los caminos del mundo”.

Otra vertiente significativa de su poesía es la presencia exultante de la vida, esos momentos de iluminación, intuición y hallazgo de plenitud y transparencia, como los que se expresan en la “Pequeña revelación matutina”: “Mi alma despierta con la aurora,/ Tiene los ojos llenos:/ la luz, la transparencia,/ el agua del bautismo./Conserva la argentina/ memoria de un lucero, fría como los dedos/ azules de la amante,/ cuando abandona el lecho, /subrepticia/ vestida de susurros y de vuelos,/ ¿Quién pronuncia la sílaba en voz baja?/ ¿Quién empuja la voz hasta el borde del labio?/ ¿Quién alza el pabellón de la trompeta?/ No hay para qué aguardar a la mañana/ de la resurrección./ No hace falta apurar el sentido del Verbo./ El hombre que se empina,/ nuevo,/ brote recién abierto del árbol del Edén,/ desconoce las brumas de las reminiscencia./ Todo es para él presente,/ día de hoy:/ el sol recién nacido, su Dios/ la ciudad parpadeante,/ la mujer, el futuro./ (La mirada arrebata la Visión de un espacio/ que muge y se desdobla, /que anuncia y que se esquiva/ igual a un ángel)”.

Los motivos opuestos a esta experiencia exultante de la vida, cuando todo parece nacer bajo el amparo del Paraíso, son la muerte, la conciencia de la vida fugaz, el tiempo disgregador e inclemente, la soledad… Qué distintos a los de “Revelación matutina” son los versos del “Epitafio para una fosa común”: “El aliento de la muerte/ me ha tocado/ como un ala cenicienta,/ como una espada benigna/ en los ojos, en la boca/ en los pliegues más secretos,/ en los rincones más tiernos/ de la piel./ Es un látigo, es el viento: asciende desde el abismo de las vísceras…”

Sin embargo, el horizonte de la vida más allá de la experiencia terrena puede cambiar la dolorosa realidad de la muerte que es la necesaria puerta hacia la trascendencia. Así es posible cantar a la muerte y hasta tratarla con un franciscano tono fraternal, en “Del cántico de las criaturas”: “Loado seas, altísimo, omnipotente, buen señor, por nuestra hermana la muerte corporal,/ humilde, limpia y casta, que cumple la tarea de separar el alma de la carne, la estatura del hueso, el nombre de la boca, el paso de la huella;/ que es servicial y fiel e inexorable y conserva en la tumba la memoria del hombre, a fin de preservarla de las devastaciones del tiempo y del pecado hasta el último día”. La muerte es vista como el encuentro con el Ser. El límite mayor, infranqueable, se desvanece desde la visión trascendente de la vida humana: “No la esperanza ya, sino el descubrimiento./ No la interrogación (solo la certidumbre)/ El Amor, no el deseo./Nunca la posesión; no sus linderos, sino la plenitud. /No la huida del tiempo ni la existencia vana,/ sino el Ser” ( “Epitafio”)

Otros motivos omnipresentes en la poesía de Bruno Sáenz son la familia, la naturaleza, ciertos dones que ofrece la experiencia humana. También se hallan presentes en su mundo poético la ciudad, los libros, la música, algunos de sus artistas preferidos.

La voz más sostenida es la de un yo poético que describe la realidad, interroga y se interroga, sugiere, reflexiona. La emoción, que existe y en abundancia, no se desborda, es controlada por la inteligencia, con la que el lenguaje de la poesía brilla y cobra fuerza y todo su poder de sugerencia.Más que fiesta de los sentidos, la poesía de Saénz es celebración de la inteligencia. A través de ella la realidad nos llega ilumnida desde otros ángulos. Por ejemplo, en el poema “Plaza Mayor”, la Plaza Grande aparece desde el gallito de la catedral, que no se halla a los pies de la sobria majestad de la nave en el interior del templo, sino afuera, en la cúpula, por si lo nota “Tal vez un pasajero que no ha perdido el hábito de contemplar las nubes,/ o un ángel de la guarda que arrebata su carga de los brazos de la muerte y la lleva sin prisas a la puerta del cielo”. Junto a las imágenes de ese gallito con plumas de hierro, que cantó con una profusión de metáforas Jorge Carrea Andrade, este poema incorpora la reflexión de cuán largo ha de ser para el gallo de la catedral el camino de la memoria en la ciudad colonial y evoca a otro gallo, aquel que cantó a Pedro las verdades, después de que el discípulo negó por tres veces al Señor. Después, en otro pequeño poema, el gallito de la Catedral se humaniza cuando el poeta lo sorprende en una pesadilla: “¿Qué falanges sacrílegas, qué hierros clandestinos, /piedra a piedra,/ quieren desencajar el muro de la iglesia/catedral?/ El gallo de la cúpula cambia, filosóficamente,/ de costado”. ( “Pesadilla”,) El recurso de insinuar, la sugerencia, son formas de aprehender la realidad desde una visión estética.

En la concepción del universo como una armonía me parece que esta poesía se encuentra con la tradición de la lírica de un poeta admirado por Bruno Sáenz, Fray Luis de León; en la musicalidad, la poesía rinde tributos a Rubén Darío; en la fuerza religiosa, a Paul Claudel; en el rigor, la condensación expresiva, a Jorge Luis Borges.

Creo que la obra poética de Bruno Sáenz es de lo más vigoroso, de lo más trabajado con conciencia estética, de lo mejor que ha producido la lírica ecuatoriana en las últimas generaciones.

Al recordar en este primer aniversario de su fallecimiento a nuestro querido amigo Bruno, creemos que se abrirá otra puerta para el reconocimiento y valoración de su extraordinario aporte a la poesía ecuatoriana cuando se conozcan sus libros que, estando listos, no alcanzó a verlos publicados.


[1] Bruno Sáenz, Mitos, misterios, Colección Tramoya de Dramaturgia, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2015.

[2] Bruno Sáenz, Relatos del aprendiz, Quito, Ediciones Rayuela, 2011.

[3] Bruno Sáenz, El aprendiz y la palabra, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1984.

[4] Cfr. “La palabra iluminada de Bruno Sáenz”, en Diego Araujo Sánchez, A contravía, páginas críticas, Quito, Editorial El Antropófago, 2014. Las páginas que siguen contienen parte de este ensayo.

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