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Discurso de incorporación de don Rodrigo Borja en calidad de miembro numerario

Desde el archivo de la Academia compartimos con ustedes el discurso de orden titulado «Choque de civilizaciones», con el que don Rodrigo Borja Cevallos se incorporó en calidad de miembro de número el 20 de septiembre de 2012.

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Desde el archivo de la Academia compartimos con ustedes el discurso de orden titulado «Choque de civilizaciones», con el que don Rodrigo Borja Cevallos se incorporó en calidad de miembro de número el 20 de septiembre de 2012.

Choque de civilizaciones

El profesor de la Universidad de Harvard, Samuel P. Huntington (1927-2008), en un artículo publicado en 1993 en la revista “Foreign Affairs” titulado “The Clash of Civilizations” (“El choque de Civilizaciones”), sostuvo la tesis de que los conflictos entre los pueblos serán en lo futuro —ya han comenzado a serlo— luchas entre civilizaciones y no entre Estados. Afirma que la naturaleza de ellos ha evolucionado a lo largo de la historia: a partir de la paz de Wetsfalia en 1648, de la que surgieron los primeros elementos del Derecho Internacional moderno, durante tres siglos y medio se ha pasado del enfrentamiento entre príncipes al de Estados, luego a la confrontación entre ideologías y hoy a la lucha entre civilizaciones. Como consecuencia de la revolución rusa de 1917 —dada su carga ideológica y las fuertes reacciones que suscitó— el conflicto entre Estados cedió paso a la confrontación entre ideologías —comunismo, nazifascismo, liberalismo, socialismo— hasta que terminó la guerra fría, que fue también una confrontación esencialmente ideológica. Desde entonces advino la interacción entre la civilización occidental y las civilizaciones no occidentales. Los recientes conflictos lo demuestran. La secesión de la Unión Soviética y Yugoeslavia, la guerra del golfo Pérsico, los conflictos separatistas en Indonesia, las confrontaciones armadas de Kosovo, las tensiones racistas y religiosas en muchos puntos del planeta, el conflicto de los combatientes talibanes en Afganistán, la guerra de Irak y las acometidas del terrorismo fundamentalista no tienen otra explicación. Escribió Huntington que “el mundo será moldeado en gran parte por la interacción entre las siete u ocho principales civilizaciones. Éstas incluyen la occidental, la confuciana, la japonesa, la islámica, la hindú, la eslava-ortodoxa, la latinoamericana y posiblemente la africana. Los más importantes conflictos del futuro ocurrirán alo largo de las líneas de demarcación cultural que poseen estas civilizaciones”. Con base en tal hipótesis vaticina el profesor de Harvard que “la próxima guerra mundial, si la hubiera, será una guerra entre civilizaciones”.

Fue el historiador inglés Bernard Lewis, especialista en asuntos islámicos, quien en su ensayo “The Roots of Muslim Rage” publicado en The Atlantic Monthly en septiembre de 1990, al analizar la enmarañada historia del Oriente Medio y referirse a la confrontación entre Occidente y el islam, acuñó la frase “clash of civilizations”, que después la tomó el profesor de Harvard.

Huntington sustentó y amplió sus puntos de vista sobre el tema en el libro que con el mismo nombre de “El Choque de Civilizaciones” publicó en 1997. Y después ratificó sus afirmaciones en su nuevo libro: “¿Quiénes Somos?”, publicado en el 2004.

Sin duda, la tesis de Huntington se inspiró en la noción del “choque de civilizaciones” formulada por el filósofo de la historia Arnold Toynbee (1889-1975), para quien el devenir histórico es una sucesión de civilizaciones más que de naciones y entidades políticas, en el curso del cual aquellas chocan entre sí. En su monumental “Estudio de la Historia” (1934-1961) el filósofo inglés analiza el nacimiento, esplendor y declinación de veintiuna civilizaciones a lo largo de los tiempos, de las cuales quince nacen de otras anteriores —con las que mantienen una relación filial— más algunas que añade por ser derivaciones secundarias de aquéllas. Según el filósofo inglés, las civilizaciones nacen de la relación “reto-respuesta” —challenge y response—, es decir, de la reacción fecunda de los grupos humanos ante los desafíos, obstáculos y dificultades que se presentan en su camino, la mayor parte de los cuales son de naturaleza geográfica y climatológica.

Ha de entenderse por civilización, para los efectos de lo que aquí se dice, un grupo social con historia, cultura y tradiciones propias, que resulta de dilatados años de vida común. La civilización entraña la aplicación práctica, en la organización social y en la producción, de los conocimientos que forman el acervo cultural de una comunidad, acumulados a lo largo del tiempo y de la convivencia. Por tanto, ella es, por decirlo de alguna manera, la cultura aplicada, que se expresa en un modo colectivo y aceptado de hacer las cosas en cada época y lugar.

Las apreciaciones de Huntington se fundamentan en sus observaciones de lo ocurrido en la Unión Soviética y en Yugoeslavia después de la guerra fría. Esos Estados se desintegraron, en forma violenta, bajo la presión y el enfrentamiento de las diferentes civilizaciones que bullían en su seno. Las profundas diferencias culturales, religiosas y étnicas afloraron tan pronto como se aflojó la rígida prótesis del régimen marxista. Allí se pusieron en evidencia las tensiones a las que se refiere el profesor de Harvard.

Según la opinión de Huntington, el choque de las civilizaciones se dará ineluctablemente porque las diferencias entre ellas son de tanta profundidad que sería una quimera tratar de conciliarlas. Esas diferencias se originan en la historia. Los pueblos de Oriente no compartieron las experiencias históricas europeas: el feudalismo, el monarquismo, el despotismo ilustrado, la reforma protestante, la Ilustración, la Revolución Francesa, la revolución industrial, el socialismo, el fascismo, la revolución electrónica, la sociedad del conocimiento. Su itinerario histórico fue diferente. La propia división de la historia en sus diversas eras fue distinta. La occidental fue formulada en el siglo XVII, desde una perspectiva estrictamente eurocéntrica, por el humanista alemán Christopher Keller —llamado también Cristophorus Cellarius, en latín—, quien dividió el acontecer histórico de Occidente en tres grandes períodos: la Antigüedad, que se extendió desde la invención de la escritura hasta la caída del Imperio Romano de Occidente; la Edad Media, hasta fines del siglo XV; y los Tiempos Modernos. Pensadores posteriores agregaron nuevas épocas. Pero estas fueron también categorías netamente occidentales, inaplicables a la historia de las civilizaciones de Oriente. Los pueblos musulmanes dividieron la historia de manera diferente. Tomando como referencia la hégira, o sea la huida de Mahoma de la ciudad de La Meca en el año 622 de la era cristiana, establecieron esa fecha como el año uno de su calendario.

De modo que su itinerario histórico ha sido diferente y distinto su acervo cultural. Las ideas occidentales sobre individualismo, liberalismo, constitucionalismo, derechos humanos, igualdad, libertad, imperio del derecho, democracia, mercados libres y separación de iglesia y Estado han tenido poca resonancia en las culturas orientales, como la islámica, la confuciana, la japonesa, la hindú, la budista o la ortodoxa.

Y no es fácil, como pretenden hoy los líderes occidentales de la globalización, cambiar identidades culturales y tradiciones hondamente arraigadas en pueblos en los que la religión y las supersticiones no cesan de aumentar su influencia social, política, familiar e individual. La globalización de las ideas y los principios de Occidente tiene ese límite. Si bien el mundo se ha “achicado” a partir de las comunicaciones por satélite, los pueblos de Oriente no parecen dispuestos a aceptar los valores culturales que les vienen de fuera. Los propios conceptos de “globalización” y “universalización” son netamente occidentales. En consecuencia, la interdependencia no se presenta ante los ojos de las civilizaciones orientales como una fuente de cooperación sino de conflicto porque saben o intuyen que, en el fondo, es dependencia. Por eso Huntington concluye que “los esfuerzos de Occidente para promover sus valores de democracia y liberalismo como valores universales, para mantener su predominio militar y para desarrollar sus intereses económicos, engendrarán respuestas contrarias de otras civilizaciones”, por lo que, en su opinión, el choque entre ellas no sólo resulta inevitable sino que además es un obstáculo para cualquier proyecto de alcance mundial.

Es evidente que la confrontación cultural se plantea en el mundo cada vez con mayor fuerza. Este es un dato de la realidad, al margen de los culturalismos, esencialismos, confesionalismos y etnicismos, tan propios de los fundamentalismos de un lado y del otro, con que se ha enredado el tratamiento del tema; y al margen también del sustento que los planteamientos de Huntington han dado y pueden dar a los afanes hegemonistas de ciertos sectores norteamericanos, inspirados en la estrecha visión del mundo de Francis Fukuyama de que la única y posible “civilización universal”, después de la contienda de la guerra fría, es la que se inscribe en la democracia liberal y capitalista con mercados abiertos. Al margen de todo esto, es claro que existe una profunda pugna entre culturas y civilizaciones. De un lado está la indignación de los pueblos orientales por la agresiva penetración cultural occidental, y, de otro, los intereses políticos y económicos concretos de las potencias de Occidente que ven al mundo como un solo y gran mercado que debe ser controlado y abastecido.

En este marco, obviamente, nada preocupa más a Occidente que la posibilidad de un país islámico con armas nucleares.

Vivimos una época esquizoide y contradictoria en la que, a pesar de la intensificación de la migración, el intercambio de ideas y la libertad científica, el concepto de “choque cultural” resuena con mayor fuerza y de manera inquietante porque no han podido encontrarse respuestas válidas a la antigua pregunta de cómo manejar y atenuar los conflictos en torno a las pugnas culturales, religiosas y étnicas que han proliferado en el mundo.

Sin embargo, hay quienes afirman, no sin razón, que la “cultura occidental” es una noción que por demasiado amplia e imprecisa no responde a la realidad —existen varias culturas occidentales—, por lo que más preciso sería decir que el choque es entre el fundamentalismo islámico y la constelación de los intereses geopolíticos y geoeconómicos de los grandes países de Occidente.

Uno de los elementos que entraron en la consideración del controvertido profesor Huntington fue el proyecto, reiteradamente propuesto por los líderes musulmanes de varios países, de formar un amplio frente panislámico en respuesta a los afanes de dominio occidental, aunque esa iniciativa no llegó a consolidarse a causa de las fricciones internas, las purgas partidistas, los fanatismos religiosos, las enconadas rivalidades personales y los desencuentros entre los líderes de los países árabes.

De todas maneras, el sentimiento panislámico ha sido uno de los ingredientes de la confrontación. Invocando su identidad cultural y religiosa, los países árabes, portadores de un complejo y, en muchos aspectos, primitivo programa político-religioso de lucha contra los “infieles” y de rescate de la cultura islámica, herida por la penetración occidental, han impulsado movimientos de resistencia de los musulmanes unidos contra las acechanzas occidentales. Por el otro lado, los países industriales de Occidente han alimentado la confrontación con su indisimulable animadversión hacia la manera de ser de los pueblos islámicos y su rechazo a la inmigración árabe y musulmana en sus territorios.

El 22 de marzo de 1945 se concretó la fundación de la Liga Árabe, que a pesar de todas sus fracturas y grietas internas ha sido un instrumento del panislamismo en la confrontación contra Occidente. Fueron siete los Estados fundadores: Egipto, Irak, Jordania, Líbano, Arabia Saudita, Siria y Yemen del Norte. Después se incorporaron Libia, Sudán, Marruecos, Túnez, Kuwait, Argelia, Emiratos Árabes Unidos, Bahrein, Catar, Omán, Mauritania, Somalia, Palestina, Yibuti y Comoras. Sus confesados propósitos fueron: “Servir el bien común de todos los países árabes, asegurar mejores condiciones para todos los países árabes, garantizar el futuro de todos los países árabes y cumplir los deseos y expectativas de todos los países árabes”. Pero detrás de ellos había varios otros, como el de evitar que en el protectorado británico de Palestina se creara el Estado de Israel. Por eso, la Liga suspendió su membresía a Egipto a raíz de la suscripción por su presidente, Anwar al-Sadat, de los acuerdos de paz de Camp David con Israel y el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Estado judío.

En realidad, en noviembre de 1977 ocurrió un hecho impensable que cambió el curso de los acontecimientos en el Cercano Oriente: el presidente egipcio viajó sorpresivamente a Jerusalén y se presentó en el parlamento israelí para proponer la iniciación de conversaciones de paz. Acto que dejó absorto al mundo. Esas conversaciones se realizaron en la residencia vacacional del presidente norteamericano Jimmy Carter en Camp David (Maryland) y después de duras y prolongadas negociaciones los archienemigos firmaron en Washington el 26 de marzo de 1979 un tratado de paz.

Durante la guerra fría el gobierno de Moscú trató de manipular el sentimiento panislámico y de valerse de él para formar un frente común contra las potencias occidentales, pero no lo logró plenamente porque hubo de por medio profundas incompatibilidades de orden político y religioso. La Unión Soviética alentó luchas de liberación en los países islámicos, pero algunos de los gobiernos de la Liga Árabe eran irrevocablemente anticomunistas. Los musulmanes nunca olvidaron que el gobierno soviético contribuyó con su voto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para la creación del Estado de Israel en 1948, aunque después haya apoyado incondicionalmente la política de los Estados árabes sobre la comunidad hebrea. Y tenían además sus reservas frente a un régimen político prescindente de la divinidad. A su vez, los soviéticos desconfiaban de regímenes teocráticos manipulados por la clerecía fanática. Lo cierto es que el gobierno de Moscú nunca pudo estar seguro de la lealtad de los árabes ni estos confiaron en Moscú. Incluso durante la Segunda Guerra Mundial hubo sospechas de que varios gobiernos árabes simpatizaban con las potencias del eje Roma-Berlín-Tokio.

En 1956 se produjo una de las más graves confrontaciones internacionales de la guerra fría: fue la denominada crisis de Suez, que puso en peligro la paz del mundo. Se desencadenó a causa de la nacionalización del canal de Suez decretada por el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser, como respuesta a la decisión del presidente Dwight Eisenhower de los Estados Unidos, apoyada por el gobierno británico del primer ministro Anthony Eden, de suprimir la ofrecida asistencia financiera para la construcción de la presa de Aswán. Vino entonces la firma del tratado egipcio-soviético para la compra de armas por parte de Egipto, que fue el detonante de la crisis. Las fuerzas militares anglo-francesas invadieron y ocuparon la zona del canal en coordinación con las fuerzas armadas de Israel. La Unión Soviética estuvo lista a intervenir militarmente. Los Estados Unidos, para mantener fuera del conflicto a los soviéticos, presionaron a sus amigos de Occidente para que cesaran las hostilidades. Finalmente, las Naciones Unidas pudieron lograr un acuerdo de tregua, el cese del fuego y el retiro de las tropas invasoras.

La integración del Partido Socialista del Renacímiento Árabe (Arab Socialist Ba’th Party), de alcance multinacional, cuya fundación se atribuye a los intelectuales sirios Michel Aflaq y Salah al-Din al-Bitar en 1945 en la ciudad de Damasco, fue precisamente un intento de alcanzar la anhelada unidad política del mundo árabe. Este partido nació como un ala radical y secular de izquierda del Partido Árabe Nacionalista —Arab Nationalist Political Party— y pronto abrió ramificaciones en varios países árabes —Líbano, Irak, Jordania, Arabia Saudita, Yemen, Libia, Egipto—, con mayor fuerza en Siria e Irak, donde alcanzó el poder en 1963 mediante sendos golpes de Estado e implantó regímenes de partido único. Gobernó Irak en tres períodos: el primero —un período muy corto—, de febrero a noviembre de 1963, bajo el liderazgo del coronel Ahmad Hassán al-Bakr; el segundo, desde julio de 1968 hasta julio de 1979, nuevamente bajo el mando de al-Bakr, como Presidente de la República y del Consejo del Mando Revolucionario; y el tercero, bajo el absoluto dominio de Saddam Hussein, desde julio de 1979 hasta el 20 de marzo del 2003, cuando la invasión militar anglo-norteamericana lo derrocó.

Los tres principios ideológicos fundamentales de los partidos del “renacimiento árabe” son: el socialismo árabe, el nacionalismo y el panislamismo.

Pero el concepto de “resurrección” o “renacimiento”, que formó parte de las preocupaciones centrales de los ideólogos árabes de aquel tiempo y que tuvo tanta fuerza que dio nombre a los movimientos y partidos que por entonces —hablo de los años 40 del siglo XX— se formaron en el mundo árabe, resulta muy elocuente a la hora de analizar el choque de civilizaciones,  puesto que arranca de la idea de la agonía o, al menos, la postración de los países árabes. La palabra árabe ba’th —que sirve de nombre común para estos partidos— significa “resurrección” o “renacimiento”. Entraña, por tanto, la idea de “resucitar” algo que está muerto. Por eso, en el fondo de toda esta ideación “resucitadora” yace un sentimiento reivindicativo de los pueblos árabes, lleno de rencor contra Occidente, mezclado con el fanatismo religioso y las aprensiones étnico-culturales del islamismo.

La cultura occidental, por la vía del avance científico y tecnológico, está en su mejor momento y su influencia sobre el planeta es tan fuerte que precisamente por ello ha despertado reacciones violentas en las viejas culturas de Oriente. Como bien afirma Huntington, “la desintegración de la Unión Soviética eliminó al único contrincante serio para Occidente y, como resultado de ello, el mundo está moldeado, y lo seguirá estando, por los objetivos, prioridades e intereses de las principales naciones occidentales, con quizá una ayuda ocasional de Japón”.

Occidente domina el sistema bancario internacional, le pertenecen todas las divisas fuertes, manda en los mercados internacionales de capital, proporciona la mayor parte de los productos acabados al mercado mundial, controla las rutas marítimas, dirige la educación técnica de punta, impera en el espacio sideral y en la industria aeroespacial, mantiene la hegemonía en las comunicaciones internacionales, es dueño del lenguaje digital —produce cuatro de cada cinco palabras y cuatro de cada cinco imágenes en las comunicaciones planetarias—, domina la industria de armamentos de alta tecnología y es el depositario de los secretos de la revolución genética.

Comentan Alvin y Heidi Toffler, en su libro “La revolución de la riqueza” (2006), que “la producción de arte y entretenimiento forma parte de la economía del conocimiento, y Estados Unidos es el mayor exportador mundial de cultura de masas, que incluye moda, música, series de televisión, libros, películas y juegos de ordenador”. Eso les permite ejercer una gran influencia sobre la población mundial con sus valores y desvalores. “La influencia de esa basura es tan poderosa —comentan los esposos Toffler— que en otras sociedades se temepor la supervivencia de las raíces autóctonas”.

En realidad, es tan amplia y determinante esa influencia, que en un lugar tan lejano como Tombuctú en África occidental —según relatan los Toffler—, mientras que los habitantes nómadas conducen sus recuas de asnos al mercado, vestidos con sus turbantes, túnicas y velos “que esconden todo menos los ojos”, los adolescentes negros, blancos y morenos visten a la usanza occidental: con “pantalones de chándal oscuros, zapatillas deportivas de alta tecnología y anchas camisetas de baloncesto sueltas, con los nombres de equipos como los Lakers en tanto que “las chicas llevan tejanos ceñidos, deportivas y sudaderas”. Y añaden que, gracias a la televisión por cable que esparce por el mundo las usanzas y estilos de vida estadounidenses, “los jóvenes de Tombuctú descubrieron el rap hace un par de años, pero ahora es su música favorita”.

El choque entre el cristianismo occidental y el islam es muy antiguo. Hunde sus raíces en la vieja confrontación católico-musulmana comprometida desde remotos tiempos en un combate a muerte por conquistar poder, tierras y almas.

El catolicismo y el islamismo son religiones con aspiraciones universales y exclusivistas. Tienden a ver al mundo en términos duales y poseen una concepción maniquea de la vida. Proclaman que su fe es la única verdadera e imponen a sus fieles la obligación de convertir a los no creyentes o a los creyentes de otras deidades. Su afán de conquista llevó al uno a organizar las cruzadas y al otro a promover la yihad, dos grandes expresiones de fanatismo. Lo curioso de todo esto es que el conflicto entre ellos surgió, paradójicamente, más por lo que les asemeja que por lo que les separa: su monoteísmo, su sentido misional de la vida, su vocación de dominio político. sus afanes de poder temporal y su intransigencia. La conquista de España por el general Tariq ibn Ziyad a la cabeza de las fuerzas musulmanas en el año 711 —que llevó a Europa los más avanzados conocimientos de su tiempo sobre geografía, astronomía, matemáticas, geometría y medicina— y, siete siglos más tarde, la culminación de la larga guerra de reconquista y la expulsión de los moros del territorio español, se inscribieron en la confrontación católico-musulmana. Las cruzadas fueron también parte de la conflagración. Las expediciones armadas que enviaron los papas y los reyes desde Europa para rescatar los lugares santos de Palestina que estaban en poder de los turcos otomanos —que se iniciaron a fines del siglo XI por iniciativa del papa Urbano II— tuvieron el propósito de reconquistar la tumba de Jesús y la ciudad de Jerusalén en poder de los “infieles” y de impedir que los musulmanes avanzaran hacia Occidente para tomar Constantinopla, que era la capital del Imperio Romano de Oriente. Pero ese avance se dio pese a todo. Los turcos otomanos conquistaron Constantinopla en el año 1453 e impusieron su dominio imperial sobre los Balcanes. La cruenta batalla de Lepanto —del 7 de octubre de 1571— entre las escuadras aliadas de España, Venecia y el Papado, bajo el comando de don Juan de Austria, y la escuadra turca conducida por Alí Bajá, fue determinante para frenar el avance musulmán en el Mediterráneo. El imperio otomano fue, desde el siglo XIV hasta comienzos del XX, la avanzada islámica sobre Occidente. De modo que la expresión “choque de civilizaciones” es una locución moderna para designar un hecho antiguo. Lo que ocurre es que, al desaparecer la división ideológica de Europa con el colapso del comunismo, el levantamiento de la cortina de hierro y la terminación de la guerra fría, recrudeció la vieja confrontación cultural entre el cristianismo occidental y el islam, cuyas raíces —esencialmente religiosas— se hunden en la historia.

Abonando de cierta manera a esta tesis, el polítólogo italiano Giovanni Sartori, en su libro “La Tierra explota” (2003), al afrontar el tema de la explosión demográfica del planeta que amenaza la existencia misma de la humanidad —de la que inculpa directa y principalmente a la Iglesia Católica por su condena a la anticoncepción, que impide un efectivo control del crecimiento de la población—, afirma que los países islámicos han adoptado como arma en la confrontación internacional la “producción de niños”, lo cual ha contribuido a la superpoblación de las regiones atrasadas del planeta y a la emigración descontrolada hacia el norte, donde establece guetos, no sólo ajenos, sino hostiles a las reglas de las sociedades desarrolladas en que se afincan, con los consiguientes conflictos culturales, intolerancias y violencia. Al hablar sobre su libro, afirmó Sartori en una entrevista al periódico El País de España en mayo del 2003 que especialmente difícil es la integración de los inmigrantes islámicos a los países que los reciben. Y se refiere a “las enormes dificultades que existen para integrar a inmigrantes musulmanes en sociedades democráticas abiertas, porque rechazan la separación Iglesia-Estado y porque su única fuente de autoridad reconocida está en la mezquita y en el imán”. Y, aunque no cree que el choque de civilizaciones desemboque en guerras, no deja de anotar que “el mundo islámico seguirá siendo un mundo hostil a nuestra civilización y que, si pudiera, intentaría someternos”.

La hipótesis de Huntington, no obstante partir de un punto de vista estrictamente occidental, es compartida por pensadores y líderes políticos de la vertiente musulmana, que ven que las tensiones entre la civilización occidental y la islámica pueden conducir realmente a un choque de civilizaciones. Por ejemplo, el escritor y periodista musulmán hindú M. J. Akbar afirma que el próximo enfrentamiento contra Occidente “vendrá sin dudas del mundo musulmán” y que “la lucha por un nuevo orden mundial comenzará con la presión de las naciones islámicas, desde Maghreb a Pakistán”. No obstante su rusticidad, Saddam Hussein intentó definir la guerra del golfo como una acción de Occidente contra el islam, o sea una guerra entre civilizaciones. Y sus últimas palabras, instantes antes de morir ahorcado el 30 de diciembre del 2006 por sus crímenes contra la humanidad, fueron: “Larga vida al islam, abajo el Occidente”. El ayatolá Jomeini de Irán, en el entendido de que   Estados Unidos es la avanzada de Occidente, manifestó que “la lucha contra la agresión, la codicia, los planes y las políticas estadounidenses se considerará como una yihad, y quien muera en ella será un mártir”. Esta fue una declaración de “guerra santa” contra Occidente. El rey Hussein de Jordania, con referencia a los acontecimientos del golfo Pérsico, afirmó: “Ésta es una guerra contra todos los árabes y todos los musulmanes, y no sólo contra Irak”. Huntington, en su obra ¿Ouiénes Somos?, escribió que “los sermones pronunciados ante los dos millones de musulmanes congregados en el hajj anual a La Meca de febrero de 2003 fueron ( … ) sermones que resonaban con un eco de choque de civilizaciones”. En un violento discurso ante el parlamento a finales del año 2005, el ultraconservador presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, habló de la “invasión cultural que amenaza la identidad iraní”. Y tres años después, aduciendo que la mayoría de las páginas de Internet tiene “contenidos inmorales o antisociales” y ataca la “identidad religiosa de Irán”, prohibió en su territorio el acceso a cerca de cinco millones de sitios de la red. En consecuencia, las autoridades iraníes obligaron a los suministradores de acceso a Internet a poner filtros en sus sistemas para impedir las conexiones con las páginas prohibidas. En abril del 2006, Ossama Bin Laden, jefe de la banda terrorista al Qaeda, en un vídeo grabado en su escondite y difundido por la cadena televisiva Al Yazira —que los organismos de seguridad norteamericanos consideraron auténtico—, habló de la “invasión cultural” de Occidente contra el mundo islámico por medio de las “cadenas de televisión y radio occidentales” y llamó a los musulmanes de todo el mundo a una “resistencia prolongada”.

Ahmadinejad —miembro de la “secta” de los negadores del holocausto nazi y exculpadores de Hitler— expresó el 26 de octubre del 2005 ante una multitud de estudiantes, tras de invocar el recuerdo del ayatolá Ruhollah Jomeini, que “Israel debe ser borrado del mapa” y que este “no es el único objetivo de Irán, sino simplemente el primero”. Lo cual provocó una serie de protestas en el mundo occidental, empezando con las Naciones Unidas y la Unión Europea y terminando con Fidel Castro, que en una entrevista concedida a la revista norteamericana The Atlantic a mediados de agosto del 2010, criticó con dureza a Ahmadinejad por su antisemitismo y por negar el holocausto. Y comentó: “Yo no creo que nadie haya sido más injuriado que los judíos, diría que mucho más que los musulmanes”.

Ahmadinejad era un oscuro fundamentalista islámico, que como alcalde de Teherán años antes obligó a los empleados públicos a usar barba y camisas de manga larga, estableció ascensores separados para hombres y mujeres en los edificios gubernativos, clausuró restaurantes de comida rápida, suprimió todos los programas culturales “no islámicos” y prohibió una campaña publicitaria que utilizaba una imagen occidental: la del futbolista inglés David Beckham. En ese momento Ahmadinejad era el hombre más temido por Occidente por haber reiniciado el programa nuclear iraní.

En abril del 2006 se agregó un nuevo elemento a la confrontación de civilizaciones: el anuncio del presidente iraní de que sus plantas nucleares habían completado el ciclo de producción de uranio enriquecido y que, por tanto, Irán había ingresado al “club de los países nucleares”. En esos días de alta tensión internacional por el anuncio iraní, The Sunday Times de Londres, en su edición dominical de abril 16/06, informó que el gobierno de Irán tenía listos para entrar en acción cuarenta mil terroristas suicidas bien preparados, destinados a golpear objetivos de Estados Unidos e Inglaterra si sus plantas nucleares de enriquecimiento de uranio fueran atacadas. En esos días Hassan Abbasi, director del Centro de Estudios Estratégicos Doctrinales de los Guardianes de la Revolución de Irán, en un discurso recogido por el periódico inglés, afirmó que tienen identificados veintinueve objetivos occidentales y que estaban “preparados para atacar puntos sensibles de Estados Unidos y Gran Bretaña si ellos atacan las instalaciones nucleares iraníes”, y juró que “la desaparición de Gran Bretaña está en su agenda”. El diario explicó que en marzo del 2006 desfilaron por primera vez en las calles de Teherán los “batallones de kamikazes” guardianes de la revolución, vestidos con uniformes militares verde olivo y cinturones de explosivos en la cintura.

Un libro muy significativo sobre el tema es “El Choque de los Fundamentalismos” (2002), que se debe al intelectual pakistaní marxista Tarik Alí, quien enjuicia el itinerario histórico de las relaciones y conflictos entre las civilizaciones, cuyo origen lo atribuye a la agresividad del imperialismo católico occidental, que comenzó en el siglo XV por destruir el proyecto islámico del califato de Córdoba, destinado a extender hacia Europa el esplendor del islamismo oriental, y siguió, siglos más tarde, con las acciones colonialistas e imperialistas norteamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, que asumieron dimensiones planetarias a partir de la implosión de la Unión Soviética. Según el autor, estos hechos, junto con la gravitación del petróleo en la economía mundial y la creación del Estado de Israel en 1948, generaron como respuesta el “nacimiento del nacionalismo árabe”.

Sin embargo, la jurista iraní Shirín Ebadí, premio Nobel de la Paz 2003, discrepa de estas opiniones y considera que quienes sostienen la tesis del choque de civilizaciones buscan justificar las guerras. En una entrevista al diario El País de España el 3 de julio del 2004 afirmó que “las personas no luchan contra otras civilizaciones, son los gobiernos injustos quienes llevan a su gente a la guerra”.

Un episodio de esta confrontación fue, sin duda, la denominada “valla de seguridad” —de 705 kilómetros de largo— construida por el gobierno israelí entre mediados del 2002 y el 2005 para separar Cisjordania e Israel e impedir el terrorismo suicida palestino, que había dejado un alto número de víctimas inocentes entre la población israelita. Los palestinos, en cambio, afirmaron que la cerca electrificada —a la que llamaron muro— era una forma abominable de apartheíd.

Más de doscientos muertos y dos mil heridos fue el saldo de los enfrentamientos entre musulmanes y cristianos en la ciudad argelina de Kaduna los días 20, 21 y 22 de noviembre del 2002, originados en el certamen de elección de míss mundo programado para el 7 de diciembre de ese año en Nigeria. El periódico This Day deKaduna publicó un artículo escrito por Isioma Daniel —un periodista nigeriano de fe cristiana— que decía que el profeta Mahoma estaría encantado de casarse con una de las bellas participantes del concurso. Bastó esto para que enardecidos musulmanes, en nombre de Alá y en protesta por la “injuria” inferida a Mahoma, incendiaran las instalaciones del diario y promovieran las más brutales acciones de violencia contra la minoría cristiana.

A comienzos de febrero del 2006, ocurrieron episodios de violencia que evidenciaron el grado de confrontación cultural y religiosa entre Occidente y el mundo árabe. En las calles de los países musulmanes —desde el norte de África hasta el golfo Pérsico, incluidos Siria, Jordania, Líbano, Irán, Afganistán, Irak, Pakistán, Indonesia, Mauritania y Malí— se produjeron grandes e iracundas movilizaciones de masas en protesta por la publicación de unas caricaturas de Mahoma en el periódico danés Jyllands-Posten y en la revista noruega Magazínet, reproducidas después por los diarios France Soir y Le Monde de París. El odio de los musulmanes se disparó contra Dinamarca, Noruega y Francia, principalmente. Se quemaron banderas europeas y norteamericana. En Damasco la muchedumbre prendió fuego a las sedes diplomáticas de Dinamarca y Noruega. Bajo el rugido de “muerte a Europa” fue atacada con bombas molotov laembajada danesa en Teherán. En Beirut, al grito de “no hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta”, turbas enloquecidas incendiaron el consulado danés y destrozaron iglesias y locales comerciales en el barrio cristiano de Achrafiyé. Algunos gobiernos árabes rompieron relaciones con esos Estados y decretaron el boicot comercial a sus productos. Resonaron iracundas amenazas islámicas de represalias terroristas contra objetivos occidentales. Un coche-bomba estalló frente a la embajada danesa en Islamabad y mató a ocho personas e hirió a 27. El ultraconservador y fundamentalista presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, decretó la insubsistencia de todos los contratos celebrados con Dinamarca, Noruega y Francia. El mulá talibán Dadullah ofreció cinco kilogramos de oro por cada cabeza de soldado noruego acantonado en Afganistán. Mientras tanto, la prensa europea reivindicaba la libertad de expresión y decía que ningún dogma religioso puede estar sobre ese derecho y sobre los destinos de las sociedades democráticas y laicas de Occidente. France Soir publicó una caricatura que mostraba a los dioses de las principales religiones, montados en una nube, que decían al profeta del islam: “No te quejes, Mahoma, todos hemos sido caricaturizados aquí”. Y es que, en una sociedad libre, se debe reconocer y respetar el derecho de los no creyentes a ridiculizar, por medio de caricaturas u otros medios, a los profetas y a los dioses. Y nadie debe suprimir esa libertad en nombre de dogmas o fundamentalismos religiosos. El editor político del periódico Jyllands-Posten declaró: “Esta polémica ya no tiene nada que ver con las caricaturas: se ha transformado en un conflicto de civilizaciones”. Y, desde la vertiente oriental, el expresidente iraní Hashemi Rafsanyani consideró que la publicación de tales caricaturas “es un complot del mundo occidental contra el islam”.

Cinco años después de esos acontecimientos, el Servicio de Seguridad e Inteligencia danés (PET) informó el 29 de diciembre del 2010 que detuvo a cuatro milicianos islámicos que habían planificado un ataque terrorista al diario Jyllands-Posten de Copenhague, que publicó las caricaturas del profeta Mahoma. Precisó Jakob Scharf, director del PET, que los detenidos fueron un ciudadano tunecino de 44 años, un libanés de 29, un iraquí de 26 —que residía en Copenhague mientras solicitaba asilo— y un residente sueco de 30, cuyo origen no se reveló.

El dibujante sueco Lars Vilk publicó en el diario Neríkes Allehanda en el 2007 unas caricaturas de Mahoma que enfurecieron al mundo islámico. Y desde ese momento ha sido perseguido de sol a sombra por sus fundamentalistas. Pesó sobre él la pena de muerte decretada por los sectores radicales del islamismo, con recompensa económica para quien la ejecute. Fue agredido en la Universidad de Uppsala mientras dictaba una conferencia. Su casa en Nynashamnlage, en el sur de Suecia, fue incendiada. Y en la tarde del sábado 11 de diciembre del 2010 el kamikaze islámico iraquí Taimour al-Abdaly -de 29 años de edad, vinculado con al Qaeda, padre de dos hijos pequeños de 3 y 2 años, que estudió en una universidad inglesa- se inmoló en su intento fallido por producir una gigantesca matanza en el céntrico y concurrido sector comercial de Estocolmo. Su intención quedó frustrada porque no explosionó su coche-bomba, no estallaron todos los explosivos que llevaba en su mochila. Como resultado de esa operación murió solamente el kamikaze y dos peatones quedaron heridos. La motivación: las “blasfemas” caricaturas de Mahoma y la presencia de quinientos soldados suecos en Afganistán, según pudo saberse por el mensaje electrónico enviado por el terrorista momentos antes de su acción.

La quema de un ejemplar del Corán por el predicador cristiano estadounidense Terry Jones en una pequeña iglesia de Gainesville en Florida el 20 de marzo del 2011, bajo la acusación de que el libro sagrado de los musulmanes era culpable del “asesinato, violación y tortura de personas por todo el mundo cuyo único crimen es no profesar la fe islámica”, suscitó una nueva ola de indignación y violencia de los musulmanes.

Manifestantes afganos, enfurecidos por la quema, invadieron el edificio de la ONUen Mazar i Charif, al norte de Afganistán, y mataron a siete de sus funcionarios. El grupo terrorista Hezbolá ofreció una recompensa de 2,4 millones de dólares por la cabeza del pastor fundamentalista norteamericano. Fue una nueva jornada del enfrentamiento entre el mundo islámico y Occidente. La condena del acto por si presidente Barack Obama no evitó los pronunciamientos antinorteamericanos y antioccidentales de los integristas islámicos. Mientras en Occidente la acción de Jones se vio como una excentricidad sin mayor importancia, en los pueblos musulmanes se la consideró como una imperdonable profanación religiosa.

Como contrapartida, un joven fundamentalista cristiano noruego de ultraderecha, llamado Anders Behring Breivik, simpatizante del nazismo y antimusulmán —que sostenía que el islamismo era “la principal ideología genocida”—, hizo estallar el 22 de julio del 2011 un coche-bomba en el centro de Oslo, que causó ocho muertos y grandes destrozos en los edificios gubernamentales, y dos horas después en la cercana isla de Utoeya abrió fuego de fusil contra seiscientos jóvenes concentrados en un campamento vacacional de verano, hijos de militantes del Partido Laborista noruego del primer ministro Jens Stoltenberg, y mató a setenta y seis de ellos. Según dijo en un mensaje por Internet, lo hizo para “salvar a Europa del Islam” y acusó al Partido Laborista de haber “importado musulmanes de forma masiva”. Declaró que sus motivaciones fueron el odio a los islámicos, el repudio a la “colonización árabe” en Europa y el cumplimiento de “la obligación de diezmar al marxismo cultural”.

El papa Benedicto XVI, en una conferencia que dictó en la universidad de Ratisbona el 11 de septiembre del 2006 durante su visita a Alemania, condenó la “guerra santa” de los islámicos —la yihad— y dijo que “la violencia contrasta con la naturaleza de Dios”, al tiempo que citó las frases del emperador bizantino Manuel II pronunciadas a fines del siglo XIV: “Muéstrame algo nuevo que ha traído Mahoma y ahí sólo encontrarás cosas malas e inhumanas como su orden de difundir la fe usando la espada … ” Esto levantó una ola de indignación, movilizaciones y protestas en el mundo islámico, desde Bangladesh hasta Marruecos, cuyos líderes religiosos acusaron al pontífice romano de iniciar una campaña de difamación contra el islam, e incluso lo amenazaron de muerte. La Organización de la Conferencia Islámica (OCI) levantó su voz de protesta. El parlamento pakistaní exigio que el papa retirara sus palabras. Los clérigos musulmanes de la India calificaron de “blasfemas” sus afirmaciones. Para el ayatolá Ahmad Jatamí, uno de los importantes clérigos chiitas de Irán, la declaración del papa “es una prueba de su ignorancia de la tolerante religión islámica”. El ministro de asuntos exteriores de Egipto, Ahmed Abul Gheit, advirtió que las palabras del papa “pueden obstaculizar el acercamiento entre Oriente y Occidente”. El primer ministro palestino Ismail Haniyeh afirmó que el pontífice “ha ofendido a todos los musulmanes” y promovió manifestaciones masivas de protesta en la franja de Gaza. La célula iraquí de al Qaeda prometió seguir con la yihad “hasta la derrota de Occidente”. En un comunicado firmado por Ansar al Sunna y publicado en Internet se afirmaba que “está cerca el día en que los ejércitos del Islam destruirán los muros de Roma”. El Vaticano respondió por medio del cardenal Tarcisio Bertone, secretario de Estado, que el papa Benedicto XVI lamentaba profundamente que sus comentarios sobre el islam hayan parecido ofensivos a los creyentes de la religión musulmana. Pero eso no detuvo las protestas.

La indignación conmovió al mundo islámico. Fue este un nuevo episodio en la conflagración entre las civilizaciones, dado que el papa es una figura emblemática en la civilización occidental.

En un referéndum realizado el 29 de noviembre del 2009, los electores de Suiza votaron mayoritariamente por la prohibición de construir minaretes o alminares —las espigadas torres que se levantan sobre las mezquitas, desde donde los almuédanos convocan en voz alta a los musulmanes para que acudan a la oración— en el territorio helvético. La “Unión Democrática del Centro”, partido político de la derecha nacionalista, pidió la consulta popular y sostuvo que los minaretes son símbolos agresivos del poder musulmán, que representan la pretendida supremacía del islamismo sobre las otras religiones, lo cual era incompatible con el régimen jurídico y el laicismo estatal suizo. En el país vivían en ese momento alrededor de 400 mil musulmanes y había cuatro minaretes. “El minarete no es un edificio inocente; se ha empleado históricamente para marcar territorio y la progresión de la ley Islámica en territorio extranjero”, declaró Oskar Freysinger, parlamentario de la UCD, y citó las palabras del Primer Ministro musulmán de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, quien había dicho que “los minaretes son nuestras bayonetas”. Los promotores de la prohibición argumentaron que el Tribunal Europeo de los Derechos Humanos había señalado que la cruz cristiana tampoco podía exhibirse en edificios ni en lugares públicos de Suiza. Sus opositores, en cambio, arguyeron que ella atentaba contra la libertad de culto garantizada por las leyes. Pero el voto mayoritario en el referéndum zanjó la discusión.

La respuesta fanática del dictador libio Muammar Gadafi —que solía autoproclamarse “la conciencia panárabe”— fue convocar a los musulmanes a la yihad —guerra santa— contra Suiza. A finales de febrero del 2010, en un discurso pronunciado en Bengasi, expresó que Suiza es “infiel y apóstata, que destruye las casas de Alá, contra la que debe ser proclamada la yihad, que debería ser llevada a cabo por todos los medios”. Y añadió: “Cualquier musulmán, en cualquier parte del mundo, que trate con Suiza, es un apóstata, está contra Mahoma, contra Dios y el Corán”.

Seis meses después, este mismo fanático en su visita oficial a Italia por invitación del primer ministro Silvio Berlusconi promovió una ola de protestas antiislámicas y una tormenta mediática con su imprudente declaración de que “el islam debería ser la religión de toda Europa” y que el primer paso para islamizar el Viejo Continente “será la entrada de Turquía en la Unión Europea”. Estas declaraciones volvieron a poner en evidencia la irreductible contradicción entre el mundo católico occidental y el Islam.

Todos estos hechos representaron un retroceso histórico de casi diez siglos, que nos llevó a los tiempos en que la Iglesia Católica, bajo la invocación de castigar la blasfemia, defender su iconografía y “combatir a los infieles”, organizó las órdenes militares de los Hospitalarios o Johanitas en el año 1100, los Templarios en 1118, los Teutones de Judea en 1190, los Porta espadas de Livonia en 1201, los Caballeros de Alcántara en varios lugares de España y los Caballeros de Aviz en Portugal, para defender a sangre y fuego sus creencias religiosas e imponerlas a los demás.

No hay duda de que las consideraciones ideológicas han cedido el paso a las cuestiones culturales de naturaleza religiosa y étnica. El antagonismo entre Estados ha sido sustituido por la lucha dentro de los Estados. Hacia el futuro se puede vislumbrar que se intensificará la confrontación que se ha agudizado entre la civilización occidental y la civilización islámica. La primera, triunfadora de la guerra fría, en su extraordinaria cima de poder con relación a otras civilizaciones, dotada de la enorme fuerza expansiva que le han dado los avances científicos y tecnológicos, ha tratado de penetrar en la segunda —y de hecho la ha penetrado— pero esta se ha sentido humillada y ha respondido con actos de violencia terrorista inspirados en un profundo odio hacia Occidente. Muchos observadores de las realidades políticas internacionales ven con preocupación estos hechos. Piensan que la declaración de guerra del islamismo contra Occidente está planteada y que los actos que el terrorismo fundamentalista ha consumado en las calles de Nueva York, Buenos Aires, Londres, Madrid o París no son más que el anuncio de lo que vendrá. Observan que hay una gran agitación integrista en Egipto, Argelia, Irán, Pakistán, Afganistán, Cachemira, Turquía, Libia, Chad, Níger, Nigeria, Mauritania, Etiopía, Sudán, Malí, Túnez, Somalia, Kenia, Uganda, Mozambique, Tanzania, Marruecos, Yemen, Omán, Siria, Irak, Bosnia, Bulgaria, Azerbaiyán, Uzbekistán, Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán, Bangladesh, Indonesia, Malasia, Sri Lanka y otros países, en todos los cuales grupos integristas han desatado acciones violentas para forzar a sus gobiernos a asumir actitudes duras contra Occidente.

La mayoría de las luchas intraislámicas —Gaza, Líbano, Siria, Irak— también se inscribe en el choque de civilizaciones porque ellas surgen entre los grupos árabes en función de sus discrepancias en torno a la política internacional y, especialmente, a las relaciones con Israel y con Occidente.

En la mañana del 11 de septiembre del 2001 se produjeron en Nueva York y en Washington los más brutales e inhumanos atentados de la historia del terrorismo. Diecinueve comandos suicidas del fundamentalismo islámico secuestraron cuatro aviones comerciales, tres de los cuales los utilizaron como proyectiles, con pasajeros y todo, contra las torres gemelas del World Trade Center en Nueva York y contra el Pentágono de Washington, con un saldo de 3.248 muertos, más centenares de heridos. El cuarto se precipitó sin control, en medio de una lucha en la cabina entre pasajeros y secuestradores, sobre un terreno despoblado cerca de la ciudad de Pittsburg, en Pennsylvania, pero presumiblemente su objetivo era la Casa Blanca o el Capitolio.

Las torres gemelas se incendiaron y, a causa del calor —cerca de 3.000 grados centígrados—, se desplomaron. El mundo vivió horas de horror al ver las transmisiones de televisión en vivo y en directo. Primero apareció en la pantalla la torre norte incendiada y humeante en su parte alta. Eran las 08:46 horas de la mañana, 15 minutos antes del comienzo de la jornada de trabajo, pero ya con mucha gente dentro del edificio. Se explicó que un avión había chocado contra ella. Pero 18 minutos después vimos aproximarse un avión grande a baja altura y embestir a la torre sur, con la secuela de una gran explosión y fuego. No quedaba duda de que se trataba de una acción terrorista muy bien coordinada. Minutos más tarde la TVdifundió la información de que un tercer aparato comercial se había estrellado contra el edificio del Pentágono en la capital estadounidense y de que otro había caído en un campo deshabitado cercano a la ciudad de Pittsburg, entre Nueva York y Washington. Las cosas estaban claras: se habían atacado los símbolos del capitalismo y del poder militar norteamericanos.

Pocos días después las investigaciones del FBI concluyeron que fueron pilotos kamikazes islámicos, armados con cuchillos y dagas, los que secuestraron los cuatro aviones: un Boeing 767 de la empresa American Airlines, que partió del aeropuerto de Boston con 11 tripulantes y 81 pasajeros a bordo y que fue estrellado contra la primera torre; un Boeing 767 de la compañía United Airlines, que levantó vuelo en el mismo aeropuerto con 6 tripulantes y 56 pasajeros, lanzado contra la segunda torre; un Boeing 757 de la American Airlines que despegó del aeropuerto Dulles de Washington con 6 tripulantes y 58 pasajeros, que fue impactado contra el Pentágono; y un Boeing 757 de la United Airlines que decoló en Newark (New Jersey) con 7 tripulantes y 38 pasajeros, algunos de los cuales opusieron resistencia a los secuestradores, que cayó fuera de control en un campo despoblado cercano a la ciudad de Pittsburg, y cuyo destino probablemente era la Casa Blanca o el Capitolio de Washington.

Inmediatamente, el presidente norteamericano George W. Bush prometió “cazar” y sancionar a los terroristas dondequiera que estuviesen y cualquiera que fuera el costo humano, económico y militar. Las primeras sospechas del atentado recayeron sobre el multimillonario terrorista de Arabia Saudita afincado en Afganistán, Ossama Bin Laden, declarado desde hacía varios años como su enemigo público número uno por los Estados Unidos, cuya entrega “vivo o muerto” exigió el presidente Bush al gobierno talibán presidido por el mulá Mohammed Omar. Frente a la negativa de este a entregarlo, las fuerzas armadas norteamericanas bombardearon los objetivos militares en Afganistán. El gobierno afgano, después de una reunión de urgencia con más de mil sacerdotes y ulemas islámicos —doctores en cuestiones mahometanas—, lo mismo que grupos fundamentalistas en diversos países musulmanes, respondieron con la declaración de una “guerra santa” contra los Estados Unidos y sus aliados. Se aprovecharon del lapsus línguae cometido por Bush al denominar “cruzada” a su operación militar —con todas las ingratas connotaciones que este término tiene para los seguidores de Allah— para condenar desde las mezquitas de los países musulmanes esta “alevosa agresión contra el islam” y agitar una “guerra santa” contra los Estados Unidos. Los ulemas de Indonesia, el mayor de los países musulmanes, llamaron también a la yihad contra Occidente.

Los combatientes talibanes (palabra que proviene del persa telebeh, que significa “estudiante de religión” o “buscador de la verdad”) eran una milicia de primitivos y fanáticos integristas islámicos fundada en 1994 en la ciudad de Kandahar por Mohammed Omar Akhund, que desde 1996 ejerció el gobierno de Afganistán e impuso el más intransigente fundamentalismo religioso, con normas que penalizaron el uso de la televisión, prohibieron la música, cerraron las salas de cine, vedaron a las mujeres trabajar, estudiar, hablar en voz alta, descubrirse el rostro en la calle y elegir esposo —aunque si un hombre las deseaba se las podía llevar—; clausuraron los colegios femeninos, castigaron con la pena de lapidación la infidelidad conyugal de las mujeres, obligaron a los hombres a afeitarse el vello del pubis pero les prohibieron cortarse la barba so pena de terribles castigos infligidos por los guardianes de la moral, los homosexuales fueron masacrados a ladrillazos, a los ladrones se les cortaron las manos, estuvieron prohibidos los libros y las revistas no aprobados por la autoridad islámica. Desde la perspectiva social, el hecho de que se hubiera prohibido a las mujeres trabajar fuera de casa fue gravísimo en un país donde había una enorme cantidad de viudas que habían dejado las decenas de miles de hombres muertos durante las guerras civiles.

Ossama Bin Laden y su organización terrorista al Qaeda fueron declarados enemigos públicos de los Estados Unidos a raíz del primer atentado con un coche-bomba contra una de las torres gemelas de Nueva York el 26 de febrero de 1993, con un saldo de diez muertos y mil heridos, y de los atentados dinamiteros en las embajadas norteamericanas de Kenia y Tanzania el 7 de agosto de 1998, con un saldo de 258 muertos y miles de heridos. No obstante, Laden trabajó para la CIAen los años 80 durante la lucha de los guerrilleros afganos contra las fuerzas de ocupación soviéticas, aunque después se convirtió en un implacable enemigo de los Estados Unidos. Protegido por el gobierno fundamentalista talibán de Mohammed Omar, desde su madriguera en Afganistán, Laden planificó, financió y dirigió las sangrientas acciones terroristas contra los símbolos del poder financiero y militar de los Estados Unidos. Lo hizo en cumplimiento de su propia fatwa expedida en 1998: “Todo musulmán tiene el deber de matar a norteamericanos y a sus aliados”: y de sus palabras pronunciadas tres semanas antes de la hecatombe de Nueva York: “Haré algo espectacular que los americanos no olvidarán durante años”.

El régimen talibán se derrumbó el 12 de noviembre del 2001 cuando la ciudad de Kabul, sede del gobierno, fue ocupada por las fuerzas opositoras de la Alianza del Norte, compuesta por minorías étnicas, respaldadas logísticamente por los Estados Unidos. El jefe del gobierno, Mohammed Omar, salió hacia el exilio. La televisión difundió imágenes conmovedoras de los jóvenes que, libres ya de la férula tiránica, se afeitaban alegremente la barba; de las mujeres que se quitaban su burka y mostraban el rostro; de los almacenes que exhibían unos pocos y anticuados aparatos de radio y televisión dispuestos para la venta; de las casas que después de cinco años de silencio volvían a dejar escuchar música.

Importante hito en el curso de la confrontación de civilizaciones fue la violenta muerte de Ossama Bin Laden a manos de un comando de veinte soldados de elite norteamericanos —los temibles SEALS de la Marina— que a bordo de cuatro helicópteros tomaron por asalto en la madrugada del 1 de mayo del 2011 el gigantesco búnker del líder terrorista en el centro de la ciudad de Abbottabad en Pakistán, lo mataron y lo echaron al mar. El hecho produjo profunda conmoción en al Oaeda, cuyos dirigentes juraron venganza eterna contra Occidente. Cuarenta y cinco días más tarde el líder muerto fue sustituido por el egipcio Ayman al Zawahiri —más temido que su antecesor—, quien reiteró la declaración de “guerra santa” contra Estados Unidos, Israel y sus aliados, al tiempo que el portavoz talibán Ehsanullah Ehsan, al saludar el liderazgo de Zawahiri, dijo: “Nos vengaremos por la opresión de Occidente”. Y EE.UU. puso precio a la cabeza del nuevo líder de al Qaeda: 25 millones de dólares.

Todo esto era parte del choque entre las civilizaciones.

La lucha entre ellas parece originarse en la contradicción fundamental que se da entre la arrogancia y la agresividad expansiva de la tecnología occidental, fruto de la revolución electrónica, que ha asumido una suerte de “misión civilizadora”, y el islamismo con su vieja vocación imperialista y toda su carga de irracionalidad, atraso y dogmatismo, que mantiene a sus pueblos anclados en el pasado.

Con el triunfo del capitalismo occidental en la confrontación Este-Oeste —por haber sido más fuerte, mejor dotado para la lucha y más versátil para adecuarse a las nuevas circunstancias dictadas por la revolución tecnológica— se ha producido un proceso de “occidentalización” del mundo, que se manifiesta no sólo en las altas y sofisticadas expresiones de la tecnología sino también en la forma de organizar la sociedad, en su economía, en la nueva escala de valores éticos y estéticos, en las costumbres, en las pautas de consumo, en los modos de vestir y en muchos otros elementos de la vida cotidiana. Incluso, como afirma el español Modesto Seara Vázquez en su obra “La Hora Decisiva” (1995), “el vestido se va convirtiendo en un uniforme universal, siguiendo principalmente las modas que en forma convencional se designan como occidentales”. Están en camino de eclipsarse los valores de las viejas culturas de Oriente a pesar de sus hondas raíces en el pasado y se está formando un mundo homogeneizado por la fuerza avasalladora del capitalismo occidental que ha extendido por todas partes el poder de sus conocimientos científicos y tecnológicos y que ha modelado una forma de sociedad que tiende a volverse universal. La respuesta del fundamentalismo musulmán frente a la ofensiva cultural de Occidente ha sido la violencia. Se han multiplicado las acciones terroristas en muchos lugares. Y la lucha entre las dos civilizaciones ha quedado planteada en términos preocupantes.

Cuando abjuró de sus creencias islámicas, la política holandesa Ayaan Hirsi Ali —nacida en el seno de una familia islámica en Somalia— afirmó que “la idea de que el islamismo es una religión de paz no tiene fundamento alguno” puesto que “dos de cada tres guerras en el mundo se libran en nombre de esa creencia”. Por supuesto que sus cuestionamientos morales a Mahoma por su matrimonio a los 52 años de edad con Aisha bint Abi Bakr, que tenía 9 años, y de sus denuncias de las prácticas de mutilación sexual y los castigos que se imponen a las mujeres adúlteras en varios países africanos bajo el imperio de la sharia, le valieron amenazas de muerte que le obligaron a vivir oculta y permanentemente vigilada por guardaespaldas. En agosto del 2004 un cortometraje sobre la violencia contra las mujeres en las sociedades islámicas, realizado para la televisión de su país por el cineasta holandés Theo Van Gogh con el guion de Ayaan Hirsi Ali, produjo la fanática indignación de los musulmanes, como consecuencia de la cual Van Gogh murió asesinado el 2 de noviembre de ese año en una calle céntrica de Amsterdam por el islamista holandés, de origen marroquí, Mohammed Bouyeri, quien le clavó una puñalada en el pecho y luego lo degolló. Prendida por el puñal quedó una carta dirigida a Ayaan Hirsi Ali, escrita a nombre de Alá, en la que se amenazaba de muerte a los gobiernos occidentales, a los judíos y a los infieles.

En el 2008, con su cortometraje “Fitna”, el político y diputado holandés Geert Wilders, de acusados rasgos antimusulmanes, pretendió demostrar que el Corán es un libro de talante fascista, que inocula odio a sus seguidores y les incita a la violencia contra todos quienes se apartan de las leyes islámicas. El autor comparó el Mein Kampf de Hitler, que postulaba la eliminación de las “subrazas” en nombre de la superioridad de la raza aria, con el Corán de los musulmanes, que promueve la destrucción total de los pueblos que se resisten a abandonar sus creencias y a vivir con sometimiento a los dogmas del islamismo. Las empresas televisoras de Holanda y de otros países se negaron a emitir el cortometraje por temor a las represalias, pero Wilders acudió a Internet en marzo de ese año para divulgar su película.

La contraofensiva islámica no sólo se ha manifestado en acciones terroristas sino también en la movilización hostil de las comunidades musulmanas en el seno de las ciudades occidentales. Gravísimos actos de violencia se suscitaron en las calles de París en el año 2005 a partir de la muerte de un joven musulmán que era perseguido por la policía. Actos similares se reprodujeron en otras ciudades europeas. Lo cual ha generado en Europa y los Estados Unidos una verdadera obsesión por la “amenaza islámica” que procede especialmente de los guetos de inmigrantes árabes y de los barrios negros, donde habita la underclass norteamericana, en los cuales el grado de insatisfacción social y los índices de criminalidad son muy altos. El islamismo en los Estados Unidos se ha juntado con las reivindicaciones del negrismo contra el poder blanco y ha producido una mezcla explosiva. El movimiento de los black muslims, por ejemplo, predica el separatismo político de los negros y la vuelta al islam para que sean salvados por Alá y, en su posición de ruptura con la sociedad blanca, se ha propuesto crear el “poder negro”. En Gran Bretaña hay también una fuerte población musulmana de características contestatarias, asentada en la periferia de Londres, que proviene principalmente de Pakistán y la India. El joven intelectual Gilles Kepel, en su libro “Al Oeste de Alá”, sostiene la tesis de que en la fatwa dictada por Jomeini contra Salman Rushdie en 1988 por los “Versos Satánicos” fueron los políticos musulmanes de la India, de la corriente inspirada por Abu’l Alá Al-Mawdudi, líder del movimiento islámico más importante del subcontinente hindú, los que jugaron el papel más importante en la condenación del escritor inglés. En lo que a Francia se refiere, la comunidad musulmana, principalmente de origen argelino, obediente al Frente Islámico de Salvación (FIS) de Argelia, lanzó en 1990 lo que Kepel denominó la intifada de los suburbios con la mira de desarticular la sociedad francesa. Antes ya había planteado un conflicto de grandes repercusiones con las tres alumnas musulmanas francesas de origen marroquí que reivindicaban el derecho de portar la niqab —el velo que cubre el rostro y solo deja descubiertos los ojos— dentro de las aulas, o sea de vestirse de acuerdo con sus creencias religiosas, cosa que contradecía el laicismo del Estado francés establecido en sus leyes. En el año 2005 se repitieron los desórdenes con la quema de centenares de automóviles en las calles de París y de otras ciudades francesas.

South Park era un surrealista, animado, irreverente y satírico programa de televisión por cable en los Estados Unidos, en que sus directores Trey Parker y Matt Stone se burlaban de todo, en medio de su humor negro televisivo. Un día de abril del 2010 presentaron un programa cómico en que aparecía Mahoma disfrazado de oso. Inmediatamente recibieron la amenaza de muerte en la página web Revolution Muslim, de un pequeño grupo musulmán fundado en el 2007 en Nueva York, dirigido por Younnus Addulla Muhammad, en la que se les dijo que “acabarán como Theo Van Gogh por emitir esta serie”. El grupo predicaba la islamización del mundo entero, alababa el 11-S, propugnaba la eliminación física de Israel y se oponía a la hegemonía de Occidente.

Un inquietante intento terrorista se suscitó en Times Square —el centro de la ciudad de Nueva York— en la tarde del 2 de mayo del 2010. Por la advertencia de un excombatiente de Vietnam, la policía pudo localizar y desactivar un coche-bomba cargado de materiales explosivos e incendiarios, estacionado en la calle 45 y Broadway, en el lugar más céntrico y concurrido de Nueva York, por el que transitan diariamente millones de personas. El lugar fue inmediatamente cerrado por casi nueve horas. Los numerosos teatros situados en Times Square fueron clausurados, aunque otros se acogieron al lema farandulero de que “el show debe continuar” y no interrumpieron sus funciones. Un grupo islámico reivindicó por internet la autoría intelectual del frustrado atentado, como represalia por la muerte de dos líderes de al Oaeda en Irak días antes. En la noche del día siguiente, el musulmán pakistaní Faisal Shahzad —ciudadano norteamericano por naturalización, con residencia en Connecticut— fue detenido por agentes del FBI a bordo de un avión comercial que se aprestaba a partir del aeropuerto internacional John F. Kennedy con destino a Dubai. Islámico, de 30 años de edad y exempleado de una empresa consultora, Shahzad admitió haber montado los explosivos en su Nissan Pathfindery haber aparcado el coche-bomba en Times Square para su explosión. Confesó que meses antes fue entrenado en el manejo de explosivos en un campamento de Waziristán, fortaleza de los talibanes y de al Oaeda en Pakistán. El servicio de inteligencia norteamericano estableció que trabajaba para el grupo Tehrik-e- Taliban de Pakistán, del que se sospechaba que mantenía oculto a Ossama Bin Laden. Azam Tariq, portavoz de los talibanes pakistaníes, declaró: “Nos sentimos orgullosos de Faisal. Hizo un trabajo valiente”.

Muchos observadores de la historia piensan que es imposible modernizar las sociedades de Oriente sin “occidentalizarlas”. Yo me adhiero a ese punto de vista, puesto que la tecnología de última generación es hoy un patrimonio de Occidente. Lo cual vuelve inevitable que junto con los conocimientos tecnológicos penetren los valores o desvalores de la cultura occidental. Ese es el problema. Las sociedades orientales sufren una profunda división entre quienes han adoptado la cultura occidental y quienes han seguido adheridos a la cultura indígena. Esa confrontación ha llevado en algunos casos a reacciones violentas para restaurar los primitivos regímenes culturales —como la que ocurrió en 1979 con el triunfo insurreccional del movimiento fundamentalista guiado por el ayatolá Ruhollah Jomeini contra el Shah de Irán— o a represalias terroristas desatadas sobre los países occidentales.

El atraso científico y tecnológico de las sociedades árabes es tan profundo que, según el Informe sobre el Desarrollo Humano en el Mundo Árabe formulado en el año 2003 para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) por científicos sociales árabes, en las últimas dos décadas del siglo XX el conjunto de los países árabes apenas registró 171 patentes de invención reconocidas internacionalmente, mientras que, por ejemplo, Corea del Sur registró 16.328 patentes en el mismo período y la empresa Hewlett-Packard de los Estados Unidos registra un promedio de once patentes cada día. En el año 2006 solo había en el mundo árabe 18 ordenadores por cada mil habitantes y apenas el 1,6 por ciento de su población tenía acceso a Internet.

Alvin y Heidi Toffler apuntan que, “mientras que los árabes constituyen el 5 por ciento de la población mundial, los países árabes solo publican el 1,1 por ciento de los libros que ven la luz en el planeta”, y que “sólo fueron traducidos anualmente 4,4 libros por cada millón de personas en el mundo árabe en los primeros años de la década de 1980” en tanto que “el índice correspondiente a Hungría alcanzaba los 519 libros y en España era de 920 (“La revolución de la riqueza”, 2006).

Hasta finales del año 2011 los pueblos islámicos —integrados por 1.322 millones de personas asentadas en 55 países de mayoría musulmana— apenas habían obtenido un premio Nobel en Literatura (Najib Mahfooz), uno en química (Ahmed Zewai) y dos en la Paz (Mohamed Anwar EI-Sadat y Yaser Arafat), mientras que en el mismo período los judíos —o personas de origen judío que ostentaban otras nacionalidades en razón de la diáspora—, que en total sumaban 14 millones de personas, habían conquistado: 52 premios Nobel en Medicina, 51 en Física, 28 en Química, 23 en Economía, 12 en Literatura y 9 en la Paz.

El gran problema de esos pueblos es la educación. Bien dijo Ayaan Hirsi Ali, cuando abjuró del islamismo: las sociedades islámicas viven bajo los esquemas morales del siglo VI, en que nació el mahometismo. Los islámicos meten a las mujeres en una jaula, que no sólo es física sino también mental. Ellas “no pueden escapar de la ignorancia y los hijos que educan, incluso los varones, crecen igualmente ignorantes”. Eso explica el aterrador atraso del mundo musulmán. Solamente Turquía, gracias a la revolución laica y modernizadora de Mustafá Kemal Atatürk en 1923 —el kemalismo— que abolió el sultanato, implantó la república, suprimió el islamismo como religión de Estado e introdujo el laicismo en la educación, pudo liberarse parcialmente de la esclavitud religiosa y mental impuesta por el Corán. Y algo parecido ocurrió en Egipto con el nasserismo de los años 50, que modernizó y secularizó el Estado bajo el liderazgo de Gamal Abdel Nasser, primero, y de Anwar El Sadat, después. Estos dos países musulmanes dejaron atrás la teocracia islámica y pudieron avanzar hacia la modernidad.

Este panorama desolador ha producido en los países islámicos un profundo sentimiento de humillación. Sus dirigentes tienen plena conciencia de que hay un penoso desfase entre el pasado esplendor de sus pueblos —inventores del álgebra y los algoritmos, que son las fuentes originarias de la moderna revolución digital de Occidente— y el estado de depresión científico-tecnológica, política, económica, militar y emocional en que están sumidos actualmente. Recuerdan que durante la Edad Antigua hubo centros avanzados de estudios filosóficos y teológicos en el Oriente; que en el año 70 a. C. se fundaron la academia de Palestina y la de Babilonia, donde se redactó el Talmud; que posteriormente la universidad egipcia de al-Azhar (fundada en El Cairo el año 970 por los fatimitas, o sea por los descendientes de Fátima, la única hija de Mahoma) enseñaba la religión islámica; y que en la misma época se estableció la universidad de Qarawiyin de Fez en Marruecos. Con tales recuerdos, les resulta deprimente ver su clamoroso atraso científico y tecnológico actual. Incluso les molesta ver surgir y adelantarse en los últimos tiempos civilizaciones a las que el mahometismo consideró inferiores: la china, la cristiana, la judía, la hindú. Por eso la palabra “humillación” es la que con más frecuencia se pronuncia en los sermones de los clérigos musulmanes, en las fatwas de sus líderes religiosos y en las proclamas de sus dirigentes políticos. El periodista y escritor norteamericano Thomas Friedman hace notar en su libro La Tierraes plana (2006) que en el discurso de despedida como primer ministro de Malasia el 16 de octubre de 2003, Mahathir Mohamen pronunció cinco veces la palabra “humillación” ante la cumbre islámica que lo escuchaba.

El rey saudí Abdullá sintetizó magistralmente la situación en su discurso inaugural de la cumbre mundial islámica celebrada en La Meca a comienzos de diciembre del 2005. Dijo que “destroza el corazón de un creyente ver cómo esta gloriosa civilización ha caído desde la altura de su gloria al barranco de la debilidad y cómo su pensamiento ha sido secuestrado por malvadas bandas criminales que extienden el caos por la Tierra”.

El terrorismo y la violencia, más que hijos de la pobreza, hijos son de la humillación. Muchos episodios de la historia humana, así en la política interna como en las relaciones internacionales, se explican por la humillación. Ella es, sin duda, uno de los ingredientes fundamentales de la confrontación violenta entre las civilizaciones.

No parece haber la posibilidad real de combinar la modernización con la preservación de los valores básicos de la cultura indígena, como piensa el profesor Huntington. Los intentos de conciliación entre la modernización y los prejuicios islámicos parecen condenados al fracaso. Eso pretendieron ya en la segunda mitad del siglo XIX algunos reformadores orientales —como Jamai al-Din al-Afghani o Muhammad Abduh— para adoptar la ciencia y la tecnología modernas en las culturas islámicas, pero el intento fue vano. Esta no parece ser una fórmula viable. No veo factible modernizar las sociedades musulmanas sin occidentalizarlas puesto que la inserción tecnológica produce inevitablemente cambios muy importantes en la organización social. No hay manera de “tomar prestados” conocimientos, ideas, técnicas, productos, instituciones y elementos de otras civilizaciones y al propio tiempo mantener intocada la cultura de la sociedad receptora.

Ni aun en las elites de los países árabes ricos en petróleo —Bahrein, Kuwait, Omán, Catar, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos—, cuyas economías, controladas por pequeños y cerrados círculos de príncipes y empresarios privados, han crecido desorbitadamente en los últimos años por los altísimos precios del crudo petrolero, ha sido posible esa conciliación. A sus cajas fiscales han ingresado anualmente miles de billones de dólares y han formado descomunales reservas monetarias —parte de las cuales ha ido a parar en forma de depósitos a refugios fiscales seguros en los Estados Unidos y en Europa—, pero su bonanza económica y la creación de modernos bancos y centros de servicios financieros manejados por reducidas elites vinculadas con los gobiernos no han podido superar el atraso político de sus regímenes semifeudales, envueltos en encendidos fanatismos religiosos, cuyos sistemas educativos siguen produciendo demasiados expertos en asuntos islámicos y demasiado pocos profesionales en altas tecnologías. El resultado ha sido la acentuación del dualismo socioeconómico de tales sociedades, con un centro de actividades financieras modernas e internacionalizadas, de corte occidental, y una amplia periferia rezagada de quehaceres económicos primitivos y desintegrados del sistema central.

En abril del 2007 el diario The Wall Street Journal y la revista Fortune Magazine en agosto 6 de ese año, al formular la lista anual de las personas más acaudaladas del mundo, mencionaron que cuatro de los seis gobernantes más ricos pertenecían a países árabes: el rey Abdullah bin Abdulaziz de Arabia Saudita con 21 mil millones de dólares de fortuna, el sultán Muda Hassanal Bolkiak de Brunei con 20 mil millones, el jeque Khalifa bin Zayed al Nahayan de los Emiratos Árabes Unidos con 19 mil millones y Shayj Mohammed bin Rashid Al Maktoum de los Emiratos Árabes Unidos con 16 mil millones.

La revolución de las comunicaciones y del transporte está creando la “aldea global” y unificando la cultura. Es muy difícil mantenerse al margen de este proceso. Basta pensar que cada vez más la gente consume los mismos productos, lee los mismos libros, mira las mismas películas y atiende los mismos programas de televisión por satélite. Es decir: participa de la misma cultura irradiada principalmente desde Occidente.

Esto me conduce a concluir que la modernización lleva implícita la occidentalización. No puede separarse lo moderno de lo occidental en términos de ciencia y tecnología. La tecnología moderna es occidental. Esto lo saben bien los líderes de las sociedades no occidentales y ese es uno de los motivos de sus preocupaciones y de su hostilidad contra Occidente.

El mundo, sin duda, soporta dos profundas divisiones: una horizontal y otra vertical. La primera, de naturaleza económica, separa a los países ricos, expansivos y dominantes del norte de los países atrasados y empobrecidos del sur. Es la confrontación norte-sur. La segunda, de naturaleza cultural, abre una profunda brecha entre la civilización occidental y la civilización islámica. Es la confrontación de civilizaciones.

José Luis Rodríguez Zapatero, Presidente del Gobierno Español, en su discurso ante la 59a Asamblea General de las Naciones Unidas el 21 de septiembre de 2004, planteó la “alianza de civilizaciones” entre Occidente y el mundo árabe musulmán con el propósito de romper la perversa dinámica de confrontación. “El objetivo fundamental —dijo el líder español— es profundizar en la relación política, cultural, educativa, entre lo que representa el llamado mundo occidental y el ámbito de países árabes y musulmanes” a fin de combatir el terrorismo internacional por una vía que no sea la militar.

Esta iniciativa, inscrita en el marco del alegato en favor de un orden internacional más justo y pacífico, pretendía alertar al mundo sobre los riesgos de que el anunciado y temido “choque de civilizaciones” pudiera hacerse realidad y afectara seriamente la paz y la estabilidad internacionales. Buscaba generar un clima de respeto mutuo entre culturas y civilizaciones en un mundo en que las naciones y los Estados son cada vez más interdependientes y tienen muchas cosas comunes que defender y afianzar.

El planteamiento fue ratificado en el discurso que pronunció el jefe del gobierno español ante la cumbre de la Liga de los Estados Árabes el 22 de marzo del 2005, a cuyos líderes pidió que colaboraran en este empeño. Por supuesto que Rodríguez Zapatero, en su afán de persuadirlos, se vio precisado a lanzar una mentira táctica: “no hay incompatibilidad alguna —dijo— entre la democracia y el mundo árabe, como nos recuerdan los procesos electorales celebrados más recientes en Irak y Palestina, a pesar de las muchas dificultades que a veces concurren para su celebración … ” La verdad es que las teocracias islámicas son las más retrógradas y antidemocráticas de la Tierra y sus regímenes económicos los más agudamente feudales e injustos, en los que unos cuantos jeques son dueños de vidas y haciendas y en los que las ideas de libertad, igualdad, constitucionalismo, Estado de Derecho, republicanismo, paridad de sexos, elecciones, separación de iglesia y Estado, tolerancia religiosa y laicismo —que son los principios que informan a la democracia— no tienen la menor aceptación.

La propuesta del presidente español recibió inmediatamente el respaldo del primer ministro de Turquía y líder del Partido Islámico de la Justicia y del Desarrollo, Tecep Tayyip Erdogan; de la Liga Árabe; de la Organización de la Conferencia Islámica, y del Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, quien formó un Grupo de Alto Nivel para trabajar en la aproximación y buen entendimiento entre las civilizaciones, encabezado por el español Federico Mayor Zaragoza, presidente de la Fundación Cultura de Paz y exdirector general de la UNESCO, y por el jurista y ministro turco Mehmet Aydyn, e integrado por: Mohamed Khatami, expresidente de Irán; Sheikha Mozah, presidenta de la Fundación para la Educación, Ciencia y Desarrollo de la Comunidad de Catar; Ismail Seregeldin, presidente de la Biblioteca Alejandrina de Egipto; Mohamed Charfi, exministro de educación de Túnez; Andre Azoulay, asesor del rey Mohammed VI de Marruecos; Moustapha Niasse, ex primer ministro de Senegal; Desmond Tutu, arzobispo de Ciudad del Cabo en Sudáfrica; Hubert Vedrine, exministro de Asuntos Exteriores de Francia; la historiadora inglesa de las religiones Karen Armstrong; el profesor Vitaly Naumkin, presidente del Centro Internacional de Estudios Políticos y Estratégicos de la Federación Rusa; el profesor norteamericano John Esposito, fundador y director del Centro para el Entendimiento Musulmán-Cristiano de la Universidad de Georgetown; el rabino norteamericano Arthur Schneier, presidente de la Fundación Appeal of Consciente; el uruguayo Enrique Iglesias, secretario general de la Comunidad Iberoamericana; el profesor brasileño Cándido Mendes, secretario general de la Academia de la Latinidad; la doctora pakistaní Nafis Sadik, asesora especial del secretario general de las Naciones Unidas; Shobana Bhartia, directora del Hindustan Times de Nueva Delhi; y Ali Alatas, exministro de Relaciones Exteriores de Indonesia; y el profesor Pang Guang, director de la Academia de Ciencias Sociales de Shanghai.

La propuesta del líder socialista español tuvo también temprana resonancia en América Latina. Por iniciativa del presidente brasileño Luis Ignacio Lula se reunieron en Brasilia del 10 al 12 de mayo del 2005 veintidós representantes de la Liga Árabe —de quienes cinco eran presidentes— y doce de América del Sur —de quienes siete eran presidentes— con el propósito de crear una “alianza de civilizaciones”, que entrañara una cooperación financiera sur-sur, y de repudiar la tesis del choque de civilizaciones.

Después de intensas reuniones, consultas e investigaciones, el informe del Grupo de Alto Nivel fue presentado al secretario general de la ONU el 13 de noviembre del 2006. A todo lo largo de su texto fue evidente el uso muy cuidadoso del lenguaje para evitar susceptibilidades de lado y lado, en un admirable ejercicio de equilibrio emocional frente a un tema tan emotivo y complejo. Después de señalar que “la historia de las relaciones entre culturas no se limita a una historia de conflictos y enfrentamiento” sino que “también se asienta en siglos de intercambios constructivos, fértiles cruces y coexistencia pacífica”, atribuyó el conflicto entre Occidente y los grupos musulmanes, principalmente, a la manipulación religiosa de ciertos líderes islámicos. Consideró que no es realmente la religión el factor del conflicto cultural sino “la explotación de la religión por los ideólogos con la intención de atraer a la gente hacia su causa”. Es esta conducta, según afirman los comisionados, la que “ha creado la impresión errónea de que la religión propiamente dicha está en la raíz del conflicto intercultural. Por tanto, es fundamental deshacer malentendidos y aportar una valoración objetiva e informada sobre el papel de la religión en la actualidad. Es cierto que puede estar emergiendo una relación simbiótica entre religión y política en nuestros días, cada una influyendo sobre la otra ( … ) Las plataformas abiertamente religiosas de algunos movimientos contemporáneos esconden ambiciones políticas que se apropian de la religión con fines ideológicos”.

Agregó el documento que “en muchos lugares del mundo se ha explotado la religión para justificar la intolerancia, la violencia e incluso el acto de quitar la vida. Recientemente, se ha cometido un número considerable de actos de violencia y terrorismo por parte de grupos radicales en los ámbitos marginales de las sociedades musulmanas. Debido a estos actos, el islamismo es considerado por muchos una religión inherentemente violenta. Las afirmaciones en este sentido son, en el mejor de los casos, manifiestamente incorrectas y, en el peor, maliciosamente motivadas. Hacen más profundas las divisiones y refuerzan la peligrosa animadversión entre las sociedades”.

Al hacer el diagnóstico de la situación, el informe sostuvo que los graves quebrantos que “sufre una gran parte del mundo musulmán no pueden atribuirse solamente a la intervención extranjera. Por todo el mundo musulmán se está escenificando un debate interno entre fuerzas progresistas y reaccionarias sobre una serie de cuestiones sociales y políticas, así como sobre las interpretaciones de las leyes y tradiciones islámicas. En términos simplificados, pero evidentes, la resistencia a los cambios en algunas sociedades musulmanas se encuentra en la raíz de su posición desfavorable en comparación con otras sociedades que avanzan rápidamente en la edad contemporánea. Parece que los musulmanes son cada vez más conscientes de que el autoritarismo y el conformismo que han caracterizado a muchas de sus sociedades en el pasado son desventajas muy grandes para ellas en un mundo cada vez más integrado e interdependiente”.

Los autores del informe aclararon que con el término “fundamentalismo” —del que dijeron que fue acuñado en Occidente por los cristianos protestantes— se designa imprecisa y frecuentemente a los “movimientos que se sienten agredidos por la marginalización de la religión en la sociedad secular y pretenden reinstaurar su papel central”, movimientos que “a menudo reclaman una vuelta a las raíces de la tradición religiosa y a la observancia literal de los textos y principios básicos, independientemente de los factores históricos”. Tales movimientos “no son consustancialmente violentos. Lo que tienen en común es una profunda decepción y temor respecto de la modernidad secular, que muchos de ellos perciben como intrusiva, inmoral y vacía de contenido profundo”.

“El extremismo y el terrorismo —rezaba el informe— no están motivados únicamente por interpretaciones exclusivistas de la religión, como tampoco son los actores estatales los únicos que se valen de ellas. De hecho, las motivaciones políticas seculares fueron responsables de algunos de los más horribles regímenes de terror que se recuerdan, tales como el Holocausto perpetrado en Europa, las represiones estalinistas en la Unión Soviética y los más recientes genocidios de Camboya, los Balcanes y Ruanda, todos los cuales fueron perpetrados por el poder estatal. En resumen, un somero vistazo al siglo XX indica que el extremismo y los actos terroristas no han sido monopolio de un único grupo, cultura, región geográfica u orientación política”.

El informe reconocía implícitamente el hondo desnivel científico y tecnológico que separaba al mundo desarrollado occidental de los pueblos musulmanes. Afirmaba que, “en los últimos siglos, la evolución política, científica, cultural y tecnológica de Occidente ha influido en numerosos aspectos de la vida de las sociedades islámicas, y muchos musulmanes han deseado emigrar a los países occidentales debido en parte a las libertades políticas y las oportunidades económicas que ofrecen”.

Como parte del diagnóstico de la situación, el informe se refirió a acontecimientos históricos más o menos recientes que han emponzoñado la relación de Occidente con el Oriente Medio: “la partición de Palestina por las NNUU en 1947, que contemplaba la creación de dos Estados —Palestina e Israel— con un estatuto especial para Jerusalén, llevó a la creación del Estado de Israel en 1948, dando origen a una serie de acontecimientos que sigue siendo hasta la fecha una.de las más tortuosas en las relaciones entre las sociedades occidentales y musulmanas. La persistencia de la ocupación por parte de Israel del territorio palestino y de otros territorios árabes, y el no resuelto estatuto de Jerusalén, ciudad santa para musulmanes y cristianos, además de judíos, se han mantenido con el aparente consentimiento de los gobiernos occidentales, lo que es una de las causas fundamentales de resentimiento y de cólera en el mundo musulmán hacia el mundo occidental. Esta ocupación se ha percibido en el mundo musulmán como una forma de colonialismo, y ha llevado a la extendida convicción, verdadera o falsa, de que Israel actúa en complicidad con Occidente. Este resentimiento y estas percepciones se han visto exacerbados recientemente por las desproporcionadas acciones de represalia de Israel en Gaza y el Líbano”.

Otro hecho importante que consignó el informe fue que el “Oriente Medio emergió como una fuente vital de energía, esencial para la prosperidad y el poder. Las potencias de la Guerra Fría rivalizaron para influir en los países más estratégicos y ricos en recursos de la región a través de frecuentes intervenciones militares y políticas, que contribuyeron a frenar su desarrollo”.

En realidad, entre los años 30 y 50 del siglo XX se descubrieron, en rápida sucesión, gigantescos yacimientos de petróleo en el Oriente Medio, que superaron con mucho los que a la sazón se explotaban en los Estados Unidos, México e Indonesia. Y los costes de su extracción eran mucho menores que en Occidente. Por lo que ese petróleo barato no tardó en invadir los mercados del mundo, generar un superávit y, consecuentemente, bajar los precios. En los años 70, el barril de petróleo crudo se cotizaba en 1,30 dólares, o sea siete veces menos que en los años 20. Y los países que lo producían no tardaron en alcanzar una gran influencia en la política internacional.

“La invasión y ocupación soviética de Afganistán en 1979 — matizó el documento— abrió otra línea de confrontación. Como parte de la política occidental de apoyo a la oposición religiosa para contener el comunismo, los EEUU y sus aliados, entre los que se incluían algunos gobiernos musulmanes de la región, potenciaron a la resistencia afgana, los mujahedin, forzando finalmente la retirada soviética en 1989. Después de un periodo de inestabilidad, el régimen talibán tomó el control del país y dio apoyo a Al Qaeda, fomentando una profunda hostilidad hacia Occidente y desatando una cadena de acontecimientos que marcarían el comienzo del nuevo milenio. Los ataques terroristas perpetrados por al Qaeda en los EEUU en septiembre de 2001 fueron casi universalmente condenados, con independencia de la religión o de la política”. Pero “estos ataques fueron utilizados después como una de las justificaciones para la invasión de Irak, cuya relación con aquellos no ha sido nunca probada, alimentando en las sociedades musulmanas la percepción de una agresión injusta por parte de Occidente”. Y continuó el informe: “Por otra parte, los ataques violentos contra la población civil en Occidente, incluidos los atentados suicidas, los secuestros y la tortura, han desembocado en una atmósfera de sospecha, inseguridad y miedo en Occidente”.

Uno de los debates internos del mundo musulmán que más directamente ha afectado las relaciones con las sociedades occidentales ha sido el de la “yihad”, o “guerra santa”. Explicó el informe que “la noción de “yihad” es muy rica, con numerosas acepciones que van desde la lucha entre el bien y el mal en el interior de cada individuo (a la que a menudo se llama en el islam la jihad “mayor”) a la lucha con las armas para defender a la propia comunidad (la jihad “menor”). Este término es utilizado cada vez más frecuentemente por los extremistas para justificar la violencia (…) Cuando los medios de comunicación y los dirigentes políticos occidentales prestan atención y un mayor eco a estas exhortaciones a la violencia de las facciones radicales, la noción de “jihad” pierde los múltiples significados y las connotaciones positivas que tiene para los musulmanes, y queda asociada sólo con sus significados más violentos y negativos que erróneamente se han atribuido a este término”.

En la misión, casi imposible, de centrar una opinión objetiva sobre el tema del choque de civilizaciones —pero opinión que, al mismo tiempo, no hiriese al mundo islámico—, el Grupo de Alto Nivel sostuvo que “el miedo a la dominación por Occidente es tan fuerte y extendido que el apoyo a los movimientos de resistencia se da incluso entre personas que no comparten las ideologías políticas o religiosas de estos grupos en un sentido más amplio, o entre personas a las que preocupan los efectos a largo plazo que su eventual ascendiente tendría sobre las libertades políticas o sociales”.

De donde desprendió el consejo de que habría que “incitar a los grupos de resistencia a perseguir sus fines mediante la participación no-violenta en los procesos políticos”, ya que “para los grupos terroristas globales, un “choque de civilizaciones” es un slogan bienvenido y potente para atraer y motivar a una red difusa de operativos y de seguidores”.

Con estos antecedentes y consideraciones, el Grupo postuló que había que ir hacia una “alianza de civilizaciones”, para lo cual recomendó una solución justa y sostenible, tanto de los conflictos que creaban desconfianza y resentimiento en los pueblos musulmanes, que en ese momento eran los conflictos afgano, iraquí y árabe-israelí, como de los ataques terroristas de grupos musulmanes contra poblaciones civiles en muchos países. “Es preciso —decía el documento— que “Israel no solo acepte sino también facilite la creación de un Estado palestino viable”.

Los líderes árabes deben superar la idea de que la fundación del Estado de Israel fue un acto de agresión contra el pueblo palestino y dar paso a un sistema de convivencia pacífica entre los dos Estados. Para ello recomendaron los comisionados “la elaboración de un Libro Blanco que analice el conflicto palestino-israelí de una manera desapasionada y objetiva, dé voz a las versiones de cada una de las partes, revise y diagnostique los éxitos y fracasos de las pasadas iniciativas de paz, y establezca claramente las condiciones que deben darse para hallar una vía de salida de dicha crisis (—) Ese esfuerzo otorgaría mayor peso a quienes buscan una solución justa a dicho conflicto y debilitaría a los extremistas de ambos lados, que así dejarían de ser los campeones de una causa de la que han conseguido apropiarse por haber quedado esa historia sin narrar o haber sido deliberadamente ignorada por la comunidad de naciones”.

El Grupo de Alto Nivel hizo un llamamiento a la reanudación del proceso político, incluida la convocación de una conferencia internacional sobre el proceso de paz del Oriente Medio, en la que deberían estar presentes todos los actores relevantes. Dado que “uno de los factores que contribuyen a la polarización entre las sociedades musulmanas y occidentales y al crecimiento del extremismo en dichas relaciones es la represión de los movimientos políticos en el mundo musulmán”, es de interés de las sociedades islámicas y de las occidentales que “los partidos gobernantes en el mundo musulmán proporcionen el espacio necesario para la plena participación de los partidos políticos no violentos, tanto religiosos como seculares”, es decir, para que se establezca el pluralismo político en los países del Oriente Medio, dentro del marco de “un respeto pleno y consecuente del derecho internacional y de los derechos humanos” y el destierro de la tortura y otros tratos inhumanos o degradantes.  Enfatizó el documento que “la libertad de religión y la libertad de culto son derechos fundamentales. En consecuencia, se debe dedicar una especial atención al respeto de los monumentos religiosos y los lugares sagrados, pues tienen un significado que se encuentra en el núcleo de la identidad religiosa individual y colectiva. La violación y profanación de los lugares de culto puede dañar gravemente las relaciones entre las comunidades y aumentar el riesgo de que se desencadene una violencia generalizada ( … ) Uno de esos problemas es la repercusión del discurso incendiario que a veces utilizan los líderes políticos y religiosos, y el destructivo efecto que ese lenguaje puede tener, cuando lo difunden los medios”.

El acceso a Internet de los países atrasados del mundo musulmán —para superar la denominada brecha digital— fue uno de los objetivos propuestos por el Grupo como condición para que pudieran ellos “participar plenamente en lo que se está convirtiendo en la principal forma de acceso a la información y de interacción intercultural en el mundo”. Añadió que “la Organización de la Conferencia Islámica (OCI) debería tomar la iniciativa fijando para sus Estados miembros un objetivo ambicioso pero posible (a saber, que en 2020 cada aula de enseñanza primaria, secundaria y universitaria del mundo musulmán disponga de ordenadores con acceso a Internet) y reuniendo a las empresas tecnológicas, inversores y demás socios que puedan contribuir al logro de este objetivo”.

Finalmente el Grupo de Alto Nivel recomendó la formación de asociaciones, en el marco de la Alianza de Civilizaciones, con organizaciones internacionales que compartieran sus objetivos: la Unión Europea, la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), la Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura de las Naciones Unidas (UNESCO), la Organización de la Conferencia Islámica (OIC), la Liga de Estados Árabes, la Organización para la Educación, la Ciencia y la Cultura Islámica (ISESCO), Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU) y la Organización Mundial del Turismo (OMT).

Sin duda, uno de los desafíos de la política internacional de los próximos años será impedir que los conflictos entre civilizaciones se conviertan en guerras importantes, o sea lograr una “coexistencia pacífica” entre las civilizaciones.

La propuesta española, planteada a raíz del 11-S y de otros sangrientos actos terroristas islámicos en Europa, tuvo como antecedente remoto la invocación de un “diálogo de civilizaciones” hecha en 1977 por el intelectual marxista francés Roger Garaudy —convertido al islamismo— y, más recientemente, la propuesta del presidente de Irán, Mohammad Khatami, en la última década del siglo anterior, de abrir un “diálogo de civilizaciones” para superar la división ideológica entre cristianos y musulmanes. Khatami habló de un “diálogo respetuoso” entre las diversas ideologías, religiones y sistemas de valores para vencer la intolerancia, la desconfianza mutua y los arrogantes intentos de imponer los principios de una civilización sobre las demás. La ONU, como respuesta, proclamó que 1998 era el Año del Diálogo de Civilizaciones, proclama que fue ratificada por la Asamblea General de la Organización Mundial el 20 de octubre del 2005, a raíz de la propuesta del presidente del gobierno español, con un llamado a la comunidad internacional para promover la cultura de paz entre las civilizaciones.

Los designios tan altruistas como utópicos del presidente Rodríguez Zapatero de impulsar la alianza entre civilizaciones partieron, sin duda, de la herencia cultural de España, con hondas raíces árabes, que da a su política exterior una relación especial con los países de esa procedencia y que le imprime un mayor grado de tolerancia a sus ideas y prácticas, aunque no todos los españoles comparten esta opinión, puesto que las dos culturas tienen muy poco en común y discrepan radicalmente en las concepciones de libertad religiosa, democracia, laicismo estatal, derechos de la mujer, tolerancia sexual, pena capital contra las mujeres infieles, etc., etc. De cierta manera, Miguel de Unamuno recogió este sentimiento cuando dijo alguna vez que, “sobre los árabes, tengo una profunda aversión por ellos, apenas creo en la llamada civilización árabe y considero que su paso por España ha sido uno de los más grandes infortunios que hemos sufrido”.

Dr. Rodrigo Borja Cevallos.
Septiembre 20, 2012.

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