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«Entre líneas», por Carlos Arcos Cabrera

Discurso de incorporación como miembro correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de Carlos Arcos Cabrera, pronunciado en el auditorio de nuestra Academia, el 23 de mayo de 2019.

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Inicio esta ponencia —que espero sea breve y concisa— con un profundo agradecimiento a quienes forman parte de la Academia Ecuatoriana de la Lengua por haberme aceptado como miembro correspondiente. Es un honor ser parte de una comunidad formada por personas a las que admiro por sus cualidades humanas e intelectuales y por sus aportes a la cultura desde diversos ámbitos. Resulta paradójico que, habiendo hecho vida académica durante veinticinco años, sienta que, por primera vez, voy a hablar ante un auténtico foro de académicos. También quiero agradecer a quienes, con generosa presencia, me han acompañado en el camino de la literatura y de la vida.

Mi intervención no será una sesuda reflexión sobre la lengua de Nebrija y Cervantes, la lengua de los extraños que llegaron a estas tierras por el sendero húmedo del mar, o sobre un autor o una corriente literaria, será un testimonio íntimo, permeado por la subjetividad.

La doctora Susana Cordero de Espinosa, en la carta en que me informaba acerca de mi nominación a la Academia, hacía mención a las ciencias sociales y a la literatura. En múltiples ocasiones me han planteado este tema. Hace poco, en un diálogo sobre Memorias de Andrés Chiliquinga con estudiantes norteamericanos, volví a escuchar la pregunta sobre la relación entre sociología y literatura que reiteradamente se hace presente cuando se lee o analiza mi obra literaria. Con seguridad no será la última vez que la escuche. Entre una y otra, en tensión, conflicto y una difícil complementariedad, al igual que el Hurin y el Hanan andinos, ha transcurrido mi vida intelectual. A este tema dedicaré mi ponencia.

Cuando aprendía a escribir, se estilaba el uso de dos cuadernos: los de una línea y los de dos líneas. Los de una línea eran gruesos. Eran los cuadernos que al final del trimestre ya estaban despachurrados y con las puntas de las hojas formando bucles que nadie podía deshacer y que para mí eran la ventana por la cual fugaban las tristezas y se filtraban los sueños y fantasías. Tenía la sensación de que en esos cuadernos podía desplazarme con cierta libertad entre las líneas. Los de dos líneas eran para caligrafía, para la letra menuda y precisa: eran los cuadernos del orden y de una cultivada perfección, en los que no podía haber errores y que permanecían cuidadosamente forrados.

Tiempo atrás quise volver a aquella escritura inicial: me hice de un canutero, unas plumas —encontrarlas fue todo un acontecimiento— y traté de escribir. Fue una experiencia relevadora sobre los lazos entre mis pensamientos, mi mano, el papel, el canutero y el secante. Acostumbrado al teclado de la computadora, la escritura adquirió un ritmo distinto, como si las ideas debieran estar plenamente concebidas antes de llegar al papel: un error, una duda no resuelta en mi pensamiento se transformaba en un horrendo tachado, en una indeleble mancha. Comprendí que estaba obligado a una mayor conciencia en el acto de escribir.

Escribir con tinta y canutero me hizo recordar la invitación de Leonardo Valencia para visitar la Casa de Montalvo en Ambato que me permitió tener en mis manos uno de los manuscritos de Los capítulos que se le olvidaron a Cervantes, al que llamamos manuscrito Albornoz pues había sido donado por esa familia. El manuscrito era impecable, la letra menuda, precisa, una escritura diáfana.

Mi experimento de canutero y tinta terminó en un fiasco: los dedos manchados, la página llena de borrones y la convicción de que aquella forma de escritura no era el prolegómeno de las modalidades modernas escribir, sino una forma sepultada por la tecnología, enclaustrada en el pasado, y, en consecuencia, irrecuperable.

Escribir se está convirtiendo cada vez más en algo mecánico. El software nos ofrece al instante la palabra reiteradamente usada, incluso frases enteras, y muchos errores se corrigen automáticamente, aunque no es inusual que nos lleve a otros errores o que los errores se conviertan en algo tan cotidiano que ya no se los vea como tales: la tecnología no solo está cambiando nuestras vidas, sino que es la partera de un nuevo lenguaje.

Mi vida intelectual ha transcurrido escribiendo entre líneas, distintas y contradictorias. En cierta forma, asocio las ciencias sociales —y, específicamente, la sociología— con el cuaderno de doble línea con su pretensión de orden y forma, en tanto que las desordenadas lecturas y escritura, la búsqueda de imágenes y palabras propias de la literatura las asocio con el cuaderno de una línea que me daba la libertad para hacerlo de cualquier forma, con mi letra patoja.

Al final de una adolescencia caótica en todos los sentidos, obras como El lobo estepario, de Herman Hesse; El extranjero, de Albert Camus; y Poemas humanos, de César Vallejo me enseñaron más sobre la vida que las sesudas pláticas de los maestros y de los adultos. Esto se enriqueció con la guía generosa de Benjamín Carrión, quien me orientó en la lectura de Cortázar, Borges, García Márquez y Vargas Llosa, entre otros. Fueron esas voces las que me llevaron un día, junto con Diego Carrión, a decidir emprender un viaje iniciático con mochila y a dedo. No teníamos más ruta que la que nos deparara el día, ni un destino fijado de antemano.

Llegamos a Santiago la noche en que triunfó Allende y Chile nos subyugó. El dedo caprichoso de la historia nos tocó, al igual que a miles de jóvenes latinoamericanos. Era el sueño colectivo de un futuro que estaba al alcance de la mano, una experiencia arrasadora ante la cual era imposible mantenerse al margen.

Allí, militancia política, marxismo y sociología se convirtieron en parte de todo. Una palabra las resumía: compromiso. En lo más íntimo, al optar por estudiar Sociología en el histórico Pedagógico de la Universidad de Chile, buscaba nutrir algo inevitable en aquel momento, la militancia política en la izquierda marxista y sus agotadores e interminables debates sobre la coyuntura y el futuro de la que entonces se llamó la «vía chilena al socialismo». Los pocos espacios para la duda y la incertidumbre los llenaba con la literatura. Era un refugio frente a una situación política avasalladora y cargada de presagios. Escribí poesía y un par de cuentos que fueron sabiamente entregados a la crítica devoradora del fuego.

Llegó septiembre del 73, que segó vidas cercanas y queridas, y muchas otras. En lo más íntimo, viví la dura experiencia del fracaso, de la derrota, del exilio desde un país que, sin ser el mío, me había adoptado como uno de los suyos. En el orden estrictamente intelectual, la trilogía sociología-marxismo-militancia se rompió. Debí asumir la sociología en la desnudez de su propia lógica: una disciplina académica con pretensiones científicas en la que el materialismo histórico era tan solo una más de las perspectivas en disputa para comprender la realidad.

Gracias a la apertura de Hernán Malo, ingresé al Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Pontificia Universidad Católica del Ecuador y me convertí en un joven profesor. Vivía entonces una inquietud sobre la que cobré consciencia mucho después: en la sociología buscaba una explicación racional a la irracionalidad de la vida, a mi desesperanza, a la derrota, a la violencia, al autoritarismo. Era una forma vicaria de entenderme y de entender lo que sucedía a mi alrededor.

Escribir desde la literatura y el acto mismo de leer literatura se convirtieron en una especie de pasión secreta que no podía amenazar el precario orden de mi vida. Dos años y medio después, viajé a México, que en la segunda mitad de los setenta concentraba a lo más destacado de la intelectualidad latinoamericana perseguida por las dictaduras, y que había encontrado refugio en ese país. Todo lo importante y significativo en términos políticos, académicos y literarios tenía como escenario a México y se manifestaba en una actividad cultural impresionante y sin parangón: conferencias, mesas redondas, conciertos y la publicación continua de libros y revistas. Por sobre las disputas teóricas y metodológicas que se daban en el aula y en los cenáculos de la izquierda se debatía sobre el estado autoritario, el socialismo real, pues ya no se podían esconder los horrores del estalinismo, el sentido mismo de la revolución: Octavio Paz hacía escuchar su voz en los artículos que publicaba en la revista Plural y luego en Letras libres. Los ensayos contenidos en El ogro filantrópico fueron claves. Más que como poeta, admiré a Paz como el ensayista que ponía en duda las interpretaciones en boga sobre la revolución mexicana, que hacía preguntas incómodas sobre nuestra identidad mestiza y que en Los hijos del limo explicaba con una lucidez que pocas veces se alcanza, la relación entre modernidad y literatura y que arroja luz sobre el vasto mundo social.

Las semillas del conflicto interior estaban sembradas y, con ellas, la tentación de ensayar una mirada distinta sobre lo que me rodeaba, cautivado por Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, o por México y viaje al país de los tarahumaras, de Antonin Artaud, y por muchos otros.

Como estudiante becado, debí asumir el estudio de la sociología más allá de los iniciales nexos que en mi percepción y en mi vivencia tenía con la política y con la interpretación marxista dominante. En el balance de mis preocupaciones sobre la sociología, destacaría las discusiones innumerables y persistentes sobre el método, que no la han abandonado desde sus primeras formulaciones y continúan siendo un objeto privilegiado de análisis. El recuento puede ser tan abrumador como aburrido, de allí que me limite a señalar algunas de ellas, como las críticas sobre su carácter ideológico hechas desde el materialismo histórico, autodefinido como científico; la propuesta de Durkheim en Las reglas del método sociológico de estudiar los hechos sociales como cosas; los tipos ideales de Max Weber como una construcción teórica contra la cual contrastar la diversidad del mundo real; la audaz propuesta de Karl Mannheim en su memorable Ideología y utopía; la mirada desde el estructural-funcionalismo de Talcott Parsons y Robert Merton; y, en los últimos veinte años, la noción de campo de Pierre Bourdieu, Las nuevas reglas del método sociológico,de Anthony Giddens, publicada casi un siglo después de la obra de Durkheim, y la mirada desde la hermenéutica de Zygmunt Bauman en La hermenéutica y las ciencias sociales. América Latina no estuvo al margen y Orlando Fals Borda planeó la investigación acción como la vía para superar la prolongada disputa sobre objetividad y subjetividad y sobre la interacción entre el observador y el observado. Con los años, entendí que lo que caracterizaba a la sociología no era el objeto de estudio, la sociedad humana y sus instituciones, sino la agotadora búsqueda de un método que le diera el estatuto de ciencia, una actividad volcánica que no permite que se enfríe el magma de su intento de comprender la razón de su quehacer.

Hay otros aspectos que fueron marcando mi distanciamiento de la disciplina: por un lado, la construcción de un lenguaje especializado y, por otro, el surgimiento de un nuevo «estilo» académico en el que, en nombre de la rigurosidad científica, levanta innecesarias murallas a la comprensión de los que no se encuentren al tanto de aquel lenguaje y del nuevo estilo académico. Desde mi experiencia —y quiero señalar que es, ante todo, una vivencia subjetiva— este derrotero tuvo un efecto devastador: una disciplina que debía ayudar a entender el complejo mundo que nos rodea se convirtió en un diálogo cifrado entre los especialistas y sus textos; tendencia que se ha reforzado y alcanza un punto extremo en el que, en el marco de la especialización, se fragmenta aún más para construir una suerte de guetos lingüísticos y bibliográficos. Los debates de la sociología se asemejan a la imagen de un uróboro mordiéndose la cola, un círculo que poca relación guarda con lo que Hans George Gadamer denomina la espiral hermenéutica, que implica una cierta acumulación de conocimientos. Octavio Paz llamó a la sociología un cultismo, por el afán desenfrenado de dotarse de un método y de un lenguaje propios que le equiparara con las ciencias duras. Por cierto, que esto puede ser el efecto mismo de la cambiante realidad social construida por la humanidad.

Lenguaje propio y estilo académico también dieron cuenta de una expresión de enorme trascendencia en nuestro quehacer intelectual: el ensayo. Destacados pensadores latinoamericanos, desde una reflexión muy libre —que no es lo mismo que arbitraria— se propusieron comprender y explicar los grandes problemas de nuestras sociedades recurriendo a fuentes filosóficas, históricas, literarias, antropológicas y sociológicas. Para el nuevo modelo académico, el ensayo ha pasado a ser una expresión precientífica de la reflexión sobre la sociedad y sus instituciones, ha perdido terreno y finalmente corre el riesgo de pasar a la historia de los géneros frente a disciplinas o ciencias sociales que buscan un estatuto similar al de las ciencias duras y la certeza explicativa de procesos sociales. ¿Lo han conseguido? No lo sé. Si hoy releo las páginas de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, encuentro más pistas e inspiración para comprender los problemas de nuestra identidad que los encriptados estudios sobre el tema. Leo las reflexiones de Arturo Andrés Roig y entiendo las vicisitudes del pensamiento latinoamericano. Y en los mismos términos podría referirme a otros ensayistas. No puedo dejar de mencionar las sugerentes y ricas reflexiones sobre la modernidad barroca de Bolívar Echeverría.

Quizá el ir contra la corriente y plantear los grandes temas desde un punto de vista tal que despierta un amplio interés expliquen la difusión que es su momento tuvieron obras como Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, o de manera más reciente La modernidad líquida, de Bauman, o la verdadera fascinación que hoy ejercen los ensayos de Bolívar Echeverría sobre los jóvenes pensadores. Es más filosofía que sociología.

Con el tiempo, algo se agotó en mi vínculo con la disciplina en que me había formado. Un día no pude más y me paralicé. Me costaba cada vez más pensar en términos de los textos académicos. En mi espíritu se libraba una lucha que llegó a ser agotadora entre dos formas de mirar la vida, dos formas de pensar, dos formas de relacionarme con el lenguaje.

Sandor Marai, en Memorias de un burgués, cuenta que llegó un momento, siendo aún joven en que experimentó como si fuera una revelación el impulso irresistible de dedicarse a la literatura, un mandato interior del cual no se puede escapar. «Cada escritor —dice Marai— tiene que comprender un día cuál es su destino, pero solo puede comprenderlo por sí mismo.» ¿Vocación o destino? Al leer La ética protestante y el espíritu del capitalismo, de Max Weber, me llamó la atención el riguroso análisis de dos términos: vocación y profesión. La vocación es un llamado interior que conduce a profesar: profesar una fe, tener una profesión. La profesión es dar un testimonio. Por otro lado, Jorge Luis Borges, cuando recibió el premio Cervantes, dirigiéndose al Rey Juan Carlos dijo: «Los poetas y los reyes debemos cumplir un destino, los políticos deben inventarse uno y, en consecuencia, están obligados a mentir». ¿Vocación o destino? Llegó un momento en que el mundo de las certezas en que se había desenvuelto mi vida intelectual se resquebrajó, crujió a mis pies y colapsó.

En este punto debo hacer una confesión que espero no salga de estas cuatro venerables paredes a fin de preservar su respetabilidad. La intensidad del conflicto interior me llevó a una búsqueda incierta, sin guía alguna. Muchas veces sentí que no había salida. La vida se encargó de ponerme en el camino de un hombre llamado Bartolomé Chimbo, yachag de Rucullacta, territorio de los antiguos quijos, hoy conocidos como naporunas. Una noche en que conversábamos bajo un cielo lleno de estrellas, un cielo palpitante, me dio a beber ayahuasca, el vino de las almas muertas. Aún no encuentro las palabras adecuadas que expresen lo que aquella noche aconteció en mi vida. La razón y la conciencia no pudieron resistir las miríadas de imágenes que llegaron hasta el centro de mi ser, las voces de aquellos que he amado y la memoria de mi propia existencia. La culpa, el dolor, las alegrías todo alimentaba el fuego de la vida y me extinguí en la más absoluta oscuridad. Entendí ya no con la razón, sino con la totalidad de mi cuerpo y de mi espíritu que había llegado la hora de mudar. ¿Revelación tardía? En los meses que siguieron a aquella noche me dediqué a escribir lo que sería mi primera novela: Un asunto de familia. No fue sencillo pues debía evitar deslizarme por el camino largamente recorrido de explicar una realidad real y abandonar tempranamente la ficción. Debía evitar volver al cuaderno de dos líneas y persistir en escribir en el cuaderno de una línea. Los hábitos intelectuales operan silenciosamente, se convierten en prácticas inconsciente a la hora de pensar y escribir.

Ese no fue el único foco de preocupación y de temor. Reiteradamente me pregunté qué dirían mis colegas académicos con nombres consagrados en sus respectivos campos, al verme autor de una novela. Imaginé que se preguntaban: ¿Qué se trae este tipo entre manos? La literatura no es para gente seria y responsable que debe dar cuenta de los grandes problemas sociales que abruman a los ciudadanos, a las sociedades y al mundo. Como afirma uno de los personajes de Rodrigo Fresán: «Un escritor, en la mayoría de los casos, no sirve para nada salvo para sí mismo».

Por otro lado, me arriesgaba a entrar en el mundo complejo, competitivo, del campo literario, para usar la expresión de Pierre Bourdieu, con sus criterios de consagración, reconocimiento y prestigio, con sus dominadores y dominados, con sus tramas de poder, sus sacerdotes y acólitos: un campo vedado para los no iniciados. ¿Cómo un realista empedernido, un sociólogo incapaz de elevarse sobre los toscos hechos de la realidad y de las explicaciones causales se atreve a publicar una novela?

Finalmente, venciendo mis fantasmas publiqué en 1997 Un asunto de familia con una horrible portada verde en cuyo centro se veía una víbora con la cabeza color rojo sangre. Lo hice a la manera de antaño en edición de autor. Me dio valor el testimonio de Alfredo Pareja Diezcanseco que recoge Francisco Febres Cordero en El duro oficio del escribidor sobre cómo publicaron las primeras obras los del grupo de Guayaquil. Yo no era un joven bisoño, era un hombre, y publicar implicaba ingresar en un mundo desconocido. Aquella novela corta, intensa, de una temática audaz cayó —al igual que el autor— en tierra de nadie. No podía ser de otra forma. La novela no dejó rastro alguno. Fue como si no hubiese sido publicada, excepto por una corta reseña en una revista especializada en temas económicos. Sin embargo, algo decisivo había ocurrido en mí: me había convertido en el solitario habitante de un territorio ubicado entre dos fronteras y eso me hizo sentir libre: era a la vez un descarriado y un intruso. Entendí que literatura y libertad estaban profundamente unidas. Eran parte de la misma experiencia. El lenguaje, que de acuerdo con Cortázar tiene la doble función de permitir expresar y a la vez limitar la expresión literaria, se convirtió en la herramienta de mi liberación interior. Fue la primera vez en mi vida que me sentí en capacidad de vivir por igual sueños y pesadillas, y de enfrentar la fragilidad de la existencia, encarnándome en otros seres y ser, a la vez, yo mismo. No me arrepiento de la decisión de publicarla, más bien en las noches de insomnio, eventualmente me pregunto por qué no lo hice antes. Pregunta vana pues la vida tiene sus propios ritmos.

Las dudas no desaparecieron, pero ya no tenían la fuerza paralizante de antaño. Poco tiempo después inicié la redacción de lo que sería mi segunda novela Vientos de agosto,que debió haber mantenido su título original, La ciudad de mi padre. Es la historia de una ciudad que el azar llamó Riobamba y que podía haberse llamado de cualquier otra forma. Si lo hubiese encarado desde el cuaderno de dos líneas, desde mi antigua disciplina, habría sido el intento de explicar el auge y caída de una élite con cifras de población, datos sobre el pasaje y la carga del Ferrocarril del Sur, la propiedad de la tierra, la migración, el colapso económico, etc. Habría sido el complemento de un artículo que publiqué a comienzos de los años ochenta, en la revista Cultura del Banco Central, bajo el título El espíritu del progreso: los hacendados en el Ecuador del novecientos. El artículo tuvo muy buena acogida y confrontaba la tesis marxista de terratenientes ignorantes y conservadores versus agroexportadores modernizadores. Pero no había vuelta atrás. Opté definitivamente por narrar una historia desde la mirada de Pompeyo Pastrana, el joven colombiano que huía de la violencia de su país, y en la que se relatan los amores y desamores, las alegrías, tristezas y sueños de un grupo de familias. Creo que fui mucho más consciente del acto de escribir y de los retos de una novela. Concluido el manuscrito, lo presenté a Oswaldo Obregón, que decidió publicarlo en el prestigioso sello Planeta que él dirigía. Fue el mayor regalo que pudo merecer un escritor tardío que había tomado la decisión de abandonar la sociología, intruso en la literatura y habitante de la tierra de nadie. Aquella novela nació con una muy buena estrella. Las reseñas, lo comentarios y la crítica fueron muy positivos: ¿cómo olvidar las palabras de Alejandro Moreano, en el semanario Tinta Ají; las de Diego Cornejo —otro de los novelistas tardíos—, en el diario Hoy; las de Milagros Aguirre, en El Comercio; o el detallado estudio de Michael Handelsman, entre otros. Oswaldo Obregón había enviado la novela al concurso anual del Municipio de Quito. Yo no lo sabía. Un día de diciembre, para mi sorpresa, me enteré de que había sido reconocida con el prestigioso premio Joaquín Gallegos Lara. Luego, debido a la iniciativa de Javier Vásconez, la novela pasó a formar parte de dos colecciones de literatura ecuatoriana: Alfaguara, España y la de la Ilustre Municipalidad de Guayaquil.

En Memorias de Andrés Chiliquinga enfrenté un reto inusual: una lectura contemporánea y desde una nueva perspectiva, Huasipungo, de Jorge Icaza. Tomé el nombre de su principal personaje, lo convertí en un dirigente indígena que es invitado a Estados Unidos, y que, en la obligación de tomar un curso en la Universidad de Columbia, debe leer Huasipungo. Yo mismo y Andrés Chiliquinga, tocayo y pariente del personaje de Icaza, comprendimos literariamente el cambio radical que ha experimentado el país desde cuando Icaza publicó su obra, tanto en la autopercepción del mundo kichwa como en el de la novela como género. Una y otra dimensión son reinterpretadas en la lectura del joven Andrés Chiliquinga. Escribir Memorias fue cimentar la profunda experiencia liberadora que para mí representa la literatura.

Memorias tuvo una historia editorial curiosa. Cuando la presenté a Annamari de Piérola, en ese entonces Gerente Editorial de Santillana, propuso publicarla en la colección Alfaguara Juvenil. Sus argumentos eran sólidos, aunque no me convencieron del todo. Sin embargo, dadas las dificultades que para publicar tiene un escritor en el país, acepté su propuesta. Si bien el enfoque y temática de Memorias son universales, tenía el temor de que su circulación se restringiera a los lectores jóvenes. La novela se consagró como una de las más leídas entre jóvenes estudiantes y a la fecha ha alcanzado diez ediciones en cinco años. La buena fortuna —pues en literatura también existe la buena fortuna— quiso que uno de los primeros ejemplares cayera en manos de ese extraordinario escritor y crítico que es Leonardo Valencia. Leonardo hizo un comentario decisivo en su columna de opinión de El Universo y una lectura que iba más allá de la toma de posición en torno a realismo, indigenismo y vanguardia y destacó de la consciencia novelística que sustentaba la novela. Memorias se abrió campo y llevó a que Santillana la incluyera en el sello Alfaguara adultos y que fuera leída desde diversos puntos de vista. Ninguna novela, menos una que a la vez que se confronta y se mimetiza en una narrativa que señoreó durante décadas la literatura del país, puede estar libre de polémica y por allí suenan dos críticas: una que plantea que es una especie de neoindigenismo y otra que afirma que se trata de una «apropiación cultural» y, como tal, indebida. Una y otra son lecturas prejuiciadas que desdicen de la amplia libertad con que se debe encarar la lectura de una novela, comprendiendo su lógica, superando la lectura utilitaria, tal como lo plantea Leonardo Valencia en su ensayo Moneda al aire. Las dos formas de crítica son negaciones: la primera en tanto desconoce la ruptura, lo nuevo; la segunda pues quiere que la literatura reduzca la ficción a la voz autorizada de quien es representante de una cultura, de quien posee una identidad determinada, antes se trataba de que aporte a la construcción de la nación, ahora a preservan una identidad. Solo se podría escribir en la voz de un otavaleño si se es miembro de esa comunidad lingüística, solo se puede hablar desde la voz de un personaje femenino si se es mujer. Esta es tal vez la mayor amenaza a la ficción literaria. Ya no será ficción, será a lo sumo una autobiografía. Una variedad de la crítica desde la de la «apropiación cultural» se hizo también a mi novela Saber lo que es olvido,donde las protagonistas son mujeres.

Concluyo: Memorias de Andrés Chiliquinga me ha llevado a dialogar con muchos jóvenes estudiantes de colegio. En una de aquellas ocasiones, una chica me preguntó por qué escribo. No tuve una respuesta. La pregunta me rondó durante un buen tiempo. Diamela Eltit, la escritora chilena de estilo único y poderoso dice a través de uno de sus personajes: «Escribo para no morirme de vergüenza». Nadie está libre de enfrentar alguna vez en la vida la humillación, la vergüenza, el odio y el amor, así como el error en la vida privada y en la pública. Tomamos las decisiones con la información, los deseos y las pulsiones del momento. Solo después podemos entender si fueron acertados o equivocados y así hay que asumirlos: en tanto, la vida ya ha sido vivida.

He pensado mucho en esas palabras y me pregunto ¿Por qué escribo? Respondo: Escribo para vivir, para sentirme libre, para poder indagar en mí mismo, en el mundo, en las palabras, en las imágenes y allí descubrir límites insospechados que intento superar. Cada novela es una aventura incierta. Sin brújula, sin una carta de navegación que nos diga la ruta a seguir; escribo para luchar contra la sensación opresiva de la finitud que caracteriza nuestras vidas. Poder ser Andrés Chiliquinga, o Carmen, la esposa de Felipe Sabogal de El invitado, o Pompeyo Pastrana, o María Clara Pereira, o el gato salvaje urbano de Para guardarlo en secreto, o el hombre que escribe en las tabillas de barro, es una forma de ser alguien más que este hombre pasajero que en esta noche especial se dirige a ustedes. Parafraseo a Roberto Bolaño: Los escritores mueren, los lectores mueren, los críticos mueren y los libros, excepto unos afortunados, también mueren en tanto que otros a los que se creía muertos, resucitan. Leo y escribo para tener más de una vida, escribo para no morir, aunque sé que eso es un imposible. Espero en secreto que una frase, un fragmento de un párrafo sobreviva a la precariedad de la vida; que una voz anónima repita como si fuese Homero, aún sin saberlo, que unos navegantes tomaron «el húmedo sendero del mar», o que en un momento de profunda desesperación declame: «Hay golpes en la vida, tan fuertes, yo no sé…», o que al querer escapar de los lazos del amor diga junto al poeta: «Amo el amor de los marineros que besan y se van…», que una oleada de libertad lo lleve a exclamar: «Siéntate al sol. Abdica / y se rey de ti mismo»; o que ante la finitud de la existencia repita: «Espacio, me has vencido. Ya sufro tu distancia. / Tu cercanía pesa sobre mi corazón.» O que una noche cualquiera, una voz cargada de años comience una historia con palabras antiguas: «En un lugar de La Mancha…».

La literatura también es magma volcánico pero las rocas que forma son invisibles. Unas desaparecen, en tanto que otras permanecen en la memoria insondable. Y vuelven. Y vuelven. Y no nos abandonan.

Carlos Arcos Cabrera

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