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«Betancourt», por don Marco Antonio Rodríguez

Acuarela abstracta es lo primero que buscó. Aire y luz: las sustancias de este género, agua luminosa. Luego, a través de la pintura, nos revelará la verdad de su mundo...

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Niñez y adolescencia de Miguel Betancourt (1958) transcurrieron en Cumbayá, espacio que aún no se había convertido en zona poblada. Tierra y aire transparentes. Celebración del silencio, el aroma y los colores de tiempos inmemoriales. Allí el artista absorbió el paisaje andino que pervivirá en su retina. El cerro Ilaló se levanta en este lugar. Cuenta la leyenda que el Ilaló es macho y el Cotopaxi hembra, desde siempre se amaron volcánicamente y la manera de expresar su amor era lanzándose piedras y lava. La gama de rojos en la obra de Betancourt relampaguea como arteria abierta de esos montes tutelares, mostrando sus variaciones: amores, olvidos, soles, ocasos…

Residente en Quito, fue su cercanía con Oswaldo Moreno —ese maestro de la vida y el arte— la que gravitó en su oficio. En casa de Oswaldo conocí a Betancourt. Su talento creador se mostraba a través de sus ojos vivaces que develaban intrepidez y ansia de saberes. (Algo que resume su excepcional obra es la denodada averiguación de los elementos que sirven a su creación: historia, estéticas, biografías, literaturas, viajes, y un oficio proverbial que no declina).

Acuarela abstracta es lo primero que buscó. Aire y luz: las sustancias de este género, agua luminosa. Luego, a través de la pintura, nos revelará la verdad de su mundo, su secreta naturaleza, mito y magia. Su originalidad es una deriva del modo en que recrea la realidad, de su anhelo por fundirse en la cultura de sus orígenes y en el registro minucioso de tradiciones heterogéneas. Disolución y continuismo. Meditación, pensamiento y resoluciones plásticas únicas. Nuestras raíces pugnando por su universalización.

Cada ciclo de Betancourt es un advenimiento clausurado: virtud cardinal de su arte. Sus series se bastan a sí mismas, guiándonos al fondo de la realidad. Todo empieza, todo retorna, y vuelve a empezar en su obra. La civilización andina es invención perpetua. El mestizaje no solo es alianza de la región aborigen y cristiana, sino una inextinguible trama. Betancourt fusiona distancias, urde en la duplicidad de los reflejos. Tienta en los enigmas. Enhebra los signos de lo prehispánico y lo barroco. Circulación brusca de la luz.

En sus ciclos Betancourt persigue su mundo en soportes de cartulina, lino, lienzo, cáñamo, asediando motivos como arquitectura urbana, naturaleza y diversidad. Visiones que crean. Exaltación. Arte exploratorio, rastreo, caza y dominio de las cuestiones que lo atosigan, pero que de inmediato libera. No existe sosiego en su obra, solo luz honda y móvil, lámpara votiva de sus obsesiones. Aprehensión del ‘instante dominante’ de un relatorio sin finales. Germinación, florecimiento, apoteosis del duelo con la verdad del arte que se resuelve en el instante en que es asimilada. “Materia/ que gira:/ hélice de luz/ sobre sí misma/ que huye/ más allá de los bordes/ que va a caer/ del otro lado/ del espacio”: el arte visual de Betancourt.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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