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«Viento del espíritu (II)» (Bruno Sáenz Andrade)

Guardado por la sombra y estas cuatro paredes, / ceñida la volátil atención a las páginas cansadas de los libros, / escucho —sale afuera la punta de la oreja— / el vuelo sin amarras, sin piedad, sin destino, / del viento de las cumbres / de la arista de piedra...

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Guardado por la sombra y estas cuatro paredes,
ceñida la volátil atención a las páginas cansadas de los libros,
escucho —sale afuera la punta de la oreja—
el vuelo sin amarras, sin piedad, sin destino,
del viento de las cumbres, de la arista de piedra.
Mi oído no retiene sino a medias el tajo, el zarpazo del puma,
el plumaje de cieno, la paciencia del ala voraz del carroñero,
los quejidos sin tregua del pajonal y el hielo;
el grito del profeta, igualmente animal,
igualmente de lava, de afilada obsidiana,
que trueca en la montaña los presagios del hombre por la mudez del Cielo.
No he aprendido a arrancar de la pronunciación de los iluminados,
de su arduo balbuceo, el oculto sentido.
No hay soplo o mano amiga.
¿Quién ha de levantar la losa de mi tumba?
Mis temores se miden con la incierta, insidiosa vocación de la letra.
A su pesar, el tímpano sigue tras el llamado,
la invitación del ángel, el silencio magnánimo
oculto entre los pliegues y el batir de tambores de la obscena borrasca.
(¡Oh, terquedad del alma! ¡Oh, intratable coraza!

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