«Francisco, el bienaventurado», microcuento por Jorge Dávila Vázquez

El hermano Anselmo trabaja en el jardín, sin muchas esperanzas. Es el principio de octubre y el otoño comienza a dorar las hojas, pero sus flores no se comportan como en primavera...

El hermano Anselmo trabaja en el jardín, sin muchas esperanzas. Es el principio de octubre y el otoño comienza a dorar las hojas, pero sus flores no se comportan como en primavera. Ha sembrado un cantero de tonos rojo y oro, y ahí sigue. De tiempo en tiempo, se detiene y ora. Sabe que Francisco agoniza en su celda. No es tan viejo como él, piensa, tendrá cuarenta años, frente a sus setenta. Lo mira alimentando a las aves que se comen todo lo que él siembra, vorazmente. Sonriéndole con bondad. «Son hijas de Dios, y hermanas nuestras. Tienen que vivir». Sí, pero por qué a costa de sus pequeñas cosechas de labriego convertido en hombre de religión, enclaustrado por decisión propia. ¿Por qué? Y Francisco, con las manos extendidas hacia el hermano viento, los hermanos árboles, las lejanas hermanas olas, le mira sonriente y se va.

De pronto, el cantero de flores rojas y amarillas se torna esplendoroso y empieza a extenderse hacia el horizonte, sin límite. Anselmo mira unos pequeños pies descalzos que van sobre la tierra florecida, vuelta ya interminable, y luego se fija en el raído hábito de Francisco. «Te has levantado a pisotear mis flores», piensa, pero se fija en que esas plantas no rozan sus coloridos sembríos, pasan a una leve altura de ellos, como el viento o los ángeles que le siguen. Baja la cabeza, conmovido. «Te vas Francisco, te has ido», dice para sí mismo, mientras escucha los cánticos en la celda, que se extienden hacia la capilla. «Te has ido, y viniste a despedirte, Francisco, hermano angélico. ¡Adiós!». Baja la cabeza, reza suavemente, y llora.

Tomado de la revista Casapalabra N.º 49.

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