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«¿A dónde vamos?…», por doña Susana Cordero de Espinosa

Jóvenes sin sombra de filosofía ni de poesía, sin una estrofa aprendida de memoria a cualquier edad, de las que al repetirse, nos permiten asirnos a lo que un día oímos, valoramos, amamos...

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Jóvenes sin sombra de filosofía ni de poesía, sin una estrofa aprendida de memoria a cualquier edad, de las que al repetirse, nos permiten asirnos a lo que un día oímos, valoramos, amamos. Sin recuerdo de aprendizajes profundos, apasionados. Leí hace años “Las preguntas de la vida”, de Fernando Savater, y sigo releyéndolo, eligiendo hoy este, mañana aquel capítulo. El libro sirve en España para alumnos de entre 16 y 18 años. ¿Son,esos muchachos, particularmente inteligentes? ¿Solo a ellos ha de exigirse pensar con profundidad? Me respondo que no, con dolor y convicción: son muchachos normales, con una buena primaria y mejor secundaria, con exigencia en casa —¡grave diferencia!— padres que estudiaron y leen, y aún aprenden, y se saben parte central en el aprendizaje de sus hijos y en cuanto se relaciona con las vivencias de los valores que fundamentan la vida. No es una sociedad perfecta, pero conoce que la única manera de avanzar individual y socialmente es educar a fondo, exigir de los profesores títulos obtenidos luego de arduos estudios, de concursos para ingresar al ámbito de los enseñantes; de pruebas, exigencias y cursos continuos. Eso tienen esos jóvenes que no tienen los nuestros, aun los pertenecientes a hogares de recursos medios y altos.

Una experiencia me mostró las carencias de muchachos de unos 17 años, cuyo maestro les pidió ‘entrevistarme’ sobre mi “Diccionario del uso correcto del español en el Ecuador”; ante cada pregunta, me advertían: “1ª. pregunta…, 2ª…” Induje, al seguir, que apenas habían abierto el libro, no entendían el porqué de su título ni el de su contenido. ¿Sabían qué es un diccionario, para qué sirve, qué clases de diccionarios existen? Procuré ayudarles, preguntándoles sobre sus intereses, sus estudios, su situación. Se asustaron. Entonces, les conté la breve y bella historia que García Márquez escribe para ‘Clave’ y repito en lo esencial: “Tenía cinco años cuando mi abuelo me llevó a conocer los animales de un circo […]. El que más me llamó la atención fue una especie de caballo maltrecho y desolado. “Es un camello”, dijo el abuelo. Alguien le salió al paso. Perdón coronel, este es un dromedario. El abuelo lo superó con una pregunta digna: —¿Cuál es la diferencia? No la sé, —le dijo el otro—, pero este es un dromedario.

El abuelo no era un hombre culto, […] pero toda su vida fue consciente de sus vacíos, y tenía una avidez de conocimientos inmediatos que compensaban de sobra sus defectos. Aquella tarde abatido me llevó a su oficina con un escritorio y un librero con un solo libro enorme. Lo consultó y entonces supimos él y yo para siempre la diferencia entre un dromedario y un camello. Me puso el mamotreto en el regazo y dijo: Este libro lo sabe todo y nunca se equivoca. Era el diccionario de la lengua, sabe Dios cuál y de cuándo; tenía en el lomo un Atlas colosal, y sobre él, la bóveda del universo. “Esto quiere decir —dijo mi abuelo— que los diccionarios tienen que sostener el mundo”. Y así es.

Este artículo apareció en el diario El Comercio.

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