Texto de la conferencia pronunciada por don Francisco Proaño Arandi durante la celebración del Día del Idioma Español, el 27de abril de 2022.
Quizá sea un despropósito hablar del Día del Idioma Español a cuatro días de su celebración, pero es que esa fecha cayó en sábado y nunca será tarde para exaltar y reflexionar sobre algo tan importante y crucial como la lengua, es decir, la palabra.
Es casi una perogrullada decirlo, mas no cabe duda que el lenguaje constituye el ser humano mismo y hasta podría afirmarse que el hombre, la especie hombre como tal, emerge en el instante que alcanza el lenguaje articulado. “El Homo sapiens sapiens surge en una pequeña zona del centro-sur de África. Con él aparece el lenguaje hablado”, nos cuenta el eximio violonchelista mexicano Carlos Prieto, miembro honorario de nuestra Academia, en su bellísimo libro Cinco mil años de palabras.[1]
De manera específica se ha declarado el 23 de abril como Día del Idioma Español, con el aval de la propia Organización de las Naciones Unidas, circunstancia que ha motivado, incluso, un mensaje del Secretario General, Antonio Guterres. En tal fecha, y no por mera coincidencia, se celebra también en muchos países el Día del Idioma y, en casi todos, el Día del Libro, rememorando el fallecimiento de dos figuras cumbres de la literatura universal, Miguel de Cervantes y William Shakespeare, acaecido el del primero el 22 de abril de 1616 y el del segundo, el día 23 de ese mismo mes y año. Un día luctuoso para las letras, pues también tuvo lugar la muerte de otro personaje insigne: el Inca Garcilaso de la Vega.
Muchos años después, en una fecha similar, el 23 de abril de 1936, fallecería una escritora importante, la venezolana Teresa de la Parra, compañera sentimental por algún tiempo, en el París de los años veinte del siglo pasado, de nuestro gran prosista, Gonzalo Zaldumbide.
El Día del Idioma Español se celebra desde 1702, un idioma que, hay que decirlo, es hoy la segunda lengua en importancia en el mundo y la tercera más hablada. Habida cuenta de la existencia de casi 600 millones de hispanohablantes, cifra que implica el 8 por ciento de la humanidad.
Se ha dicho, con razón, que el idioma fue lo más prodigioso que dejó en América la conquista española. Solo el idioma, el rico romance castellano nacido en la península ibérica, y no obstante que llegaba en labios de los bárbaros conquistadores, trajo el espejismo de una promesa, devino fragua donde se han forjado las más asombrosas experiencias verbales: las de Juana Inés de la Cruz, Juan Montalvo, José Martí, Lezama Lima, Rubén Darío, o Borges, para citar a unos pocos entre otros grandes protagonistas de tan maravillosa aventura.
La lengua de Castilla, en el Ecuador, ha alcanzado cotas de gran virtuosismo, esto es, de excelencia artística, en muchos de nuestros más representativos escritores, desde la Colonia a nuestros días. Hemos citado ya a uno, el más eximio hasta la fecha: Juan Montalvo. Pero al mismo tiempo, y dado que nos encontramos en un riquísimo escenario multicultural y plurilingüe, ese idioma, traído de allende los mares, se verá envuelto en fecundas y casi mágicas metamorfosis, incluyendo aquellas que ya se producían desde el propio siglo XVI en el habla y la escritura de la metrópoli, es decir, tanto en el nivel fonético como en el de la literatura.
El gran lingüista y gramático ecuatoriano Humberto Toscano, prematuramente muerto en España, cuando apenas contaba cuarenta y tres años, nos habla en su libro El Español en el Ecuador de esos cambios, tanto en nuestro país, como en el amplio espectro hispanoamericano. “Uno de los grandes cambios que sufrió el idioma inmediatamente después de la conquista del Ecuador fue la transformación fonética que se realizó entre los siglos XVI y XVII”, dice Toscano[2]. Y añade: “En el siglo XVI van desapareciendo poco a poco las vacilaciones de timbre de las vocales inacentuadas. El lenguaje de Santa Teresa, que huía de los cultismos o daba forma vulgar a los pocos que empleaba, que escribía como hablaba en afán de sencillez y prenda de humildad, que nunca releía sus escritos para mejorarlos, es una fuente preciosa para conocer el habla hidalga de Castilla la Vieja en el siglo XVI”. Una experiencia similar ocurriría en Quito, si bien ya muy entrado el siglo XVII: el de la mística quiteña Gertrudis de San Ildefonso, seguramente influida por el magisterio de Santa Teresa. Dice de su escritura Hernán Rodríguez Castelo: “Pocas veces en la obra es el contraste entre estas dos maneras de prosa tan flagrante como en los comienzos: nunca es más simple y fresco el escrito de Gertrudis —allí están los pasajes autobiográficos que hemos citado—, y nunca es fray Martín (el director espiritual de la monja) más culterano…”[3]. Y páginas más adelante no deja de anotar el crítico la presencia de quiteñismos y aún de quichuismos en la prosa de dicha monja clarisa, síntoma de cómo, incluso en escritos de índole mística, empezaba a transfigurarse la lengua conquistadora con la influencia ineludible del habla terrígena y local[4].
Es evidente la interinfluencia entre las lenguas aborígenes y el español dominante, sobre todo en lo fonético, en la entonación. Toscano y sucesivos lingüistas han estudiado el proceso, particularmente con el idioma quichua o quechua que, como efecto de las necesidades de la evangelización, derivó en el que mayor número de hablantes tuvo y tiene hasta ahora. De las lenguas pre-quichuas, su impronta se encuentra más que nada en la toponimia, esto es, en las designaciones de lugares específicos.
“En el español vulgar de la sierra (ecuatoriana) han penetrado fonemas quichuas” —dice Toscano— y, a su vez, “el vocabulario quichua ha sido enormemente influido por el castellano”[5]. Señala, además: “La inmigración española estuvo constituida al principio casi exclusivamente por hombres. La mujer india representó, por tanto, un papel importantísimo en el hogar del conquistador o del colono. Cuando no era la compañera, era la criada”[6]. Ello explica la profusión de términos de origen quichua en muchos aspectos, como el gastronómico.
Prodigioso resulta el fenómeno de las llamadas seudomorfosis, de las que existe un número significativo. Se trata de acepciones cuyo sentido, no su fonética, es igual en uno y otro idioma, aunque la pronunciación resulte totalmente distinta. Toscano trae a cuento algunos ejemplos: “hablar” significa, tanto en español como en quichua, tanto “decir” o “hablar”, como “regañar” (en quichua, rimana; “hablar atrás” es murmurar, huassa rimana, en quichua; llevar, puede entenderse tanto como “llevar” o “traer”, igual sucede con la palabra quichua apamuna. Y así, con otros vocablos[7].
La literatura ecuatoriana, más exactamente, la escritura literaria, participó, a lo largo de las etapas colonial, independentista y decimonónica, de las vicisitudes experimentadas por el idioma en la madre Patria. El culteranismo, todavía vigente en el siglo XVIII, fue arduamente combatido por Espejo, pero como sucedió en el caso de la monja Gertrudis de San Ildefonso, no siempre quienes escribían se adaptaban por completo al dogma prevaleciente, a más de que de modo inevitable se filtraban en el texto purista giros y entonaciones propias del entorno criollo.
La generación de los años treinta constituyó un giro de independencia frente al canon europeísta vigente hasta principios del siglo XX. Sin embargo, los escritores de esa importante promoción se cuidaron casi siempre de yuxtaponer los términos quichuas o mestizos frente al texto español. Esto fue sobre todo evidente en el llamado indigenismo, surgido en el seno del realismo social de denuncia, la corriente hegemónica de aquellos años, 1930-1950; una suerte de visión externa por parte del narrador con respecto a los personajes indígenas y al lenguaje de estos, más allá de la buena intención de denunciar las deplorables circunstancias socioeconómicas de ese pueblo. Era inevitable esa externidad, esa dicotomía entre lenguaje del autor —perteneciente a lo que Ángel Rama denominaba la “ciudad letrada”— y el lenguaje de los personajes indígenas. No obstante, en años posteriores al período de vigencia del indigenismo y del realismo social, han aparecido algunas obras que, abordando la realidad económico-social y cultural del indio, han ensayado la posibilidad de una escritura que, dialéctica y estructuralmente, combine o fusione las hablas del español dominante y del quichua. Una suerte de neoindigenismo o antiindigenismo. Cabe destacar al menos dos experiencias que, en mi criterio, resultan paradigmáticas: una, en el ámbito de la poesía, Boletín y elegía de las mitas, extenso poema de César Dávila Andrade, y, en la narrativa, la novela Por qué se fueron las garzas, del escritor otavaleño Gustavo Alfredo Jácome. La primera obra, de 1959; la segunda, de 1979.
La ensayista francesa Danielle Pier señala, hermanando en sus propuestas al peruano Manuel Scorza y al ecuatoriano Gustavo Alfredo Jácome, que ambos ofrecen “una creatividad literaria que se sale de los caminos trillados: la riqueza de invención, lo poético, la emoción y una multitud de hallazgos generadores de sentido que refuerzan (sin embargo) la denuncia”. “Con la escritura audaz de Jácome —agrega—, un paso más es dado hacia el `noveau roman`. Pero con los dos (Scorza y Jácome), estamos lejos del indigenismo tradicional y la literatura andina de tema indio adquiere una indudable originalidad”[8].
Como podemos ver, a través de estos pocos ejemplos, el español en América, que sigue siendo indudablemente la lengua hegemónica, sigue mostrando signos de enorme vitalidad, pero como la lengua viva que es, no está exenta, en el habla cotidiana, en la literatura, en todas las instancias de la existencia de nuestros pueblos, a múltiples metamorfosis, a prodigiosas interinfluencias que día a día no dejan de enriquecerlo, tornándolo, por ello mismo, en espejo insustituible de la multiforme, desproporcionada y mágica realidad del mundo latinoamericano.
Siendo como es, el 23 de abril, no solo el Día del Idioma Español, sino el Día del Idioma a nivel universal, cabe una reflexión frente a la trágica coyuntura histórica que vive la humanidad en estos días precisos, cuando no concluidas aún las terribles secuelas derivadas de la pandemia del Covid-19, un nuevo peligro de extinción se cierne sobre nuestras cabezas, cual es la injustificada invasión perpetrada por la Rusia de Putin en Ucrania. Peligro de extinción puesto que Putin y sus secuaces no han dejado de apelar a la posibilidad de utilizar el arsenal nuclear que, por desgracia, poseen.
Es precisamente allí donde nuevamente la palabra, que puede y debe reflejar e impulsar siempre, por su origen mismo, el desarrollo armónico y libre del ser humano, alcanzando cada vez cotas más altas —en la literatura, el arte, la música—, evidencia, una vez más en la historia, su radical ambigüedad: la posibilidad de que en labios indignos de su condición humana sirva para la opresión, la injusticia, la destrucción y finalmente la muerte. En el prólogo del libro de Carlos Prieto que hemos citado, el gran escritor mexicano, Carlos Fuentes, remarca ese dilema subyacente del lenguaje: “Manifestarse como acción o como reflexión. Ser a la vez vehículo de creación y de destrucción”.
Estudiosos del lenguaje, como el español Álex Grijelmo, autor de varios libros sobre el tema, nos hablan del poder seductor (o tal vez corruptor) de las palabras, lo que vuelve a estas, eventualmente, una verdadera arma, como una granada o una bala.
En los inicios de su agresión a Ucrania, el dictador Putin dijo que había que atacar al gobierno de Kiev, porque se trataba de una banda de drogadictos y nazis. Con esas solas palabras, falsas sin duda, el autócrata, hoy culpable de innumerables crímenes de guerra, sentaba las bases de una operación bélica que amenaza las bases mismas de la civilización.
Apoyado en anteriores investigaciones, Grijelmo analiza el proceso que condujo a la consolidación del totalitarismo nazi mediante el uso deliberado y sistemático del lenguaje y la seducción de las masas, lograda precisamente a través de las palabras, y retoma, al respecto, los estudios hechos por el investigador austriaco Karl Kraus, en los años mismos del ascenso de la dictadura nazi, sobre la estructura íntima del discurso totalitario de entonces. “Kraus descubrió —señala— los vínculos entre un falso imperfecto del subjuntivo y una mentalidad abyecta, entre una falsa sintaxis y la estructura deficiente de una sociedad, entre la gran frase hueca y el asesinato organizado”. “Si hubiéramos acometido un análisis más atento del lenguaje de los nazis —expresa otro estudioso citado por Grijelmo— habríamos podido detectar la llegada del fascismo a Europa y del nacionalsocialismo en Alemania. Se habrían podido advertir ambos —añade— con la progresiva corrupción y barbarización del lenguaje precisamente en la polémica política”. Jean-Pierre Faye, en su libro Los lenguajes totalitarios, al que alude Grijelmo, señala que “el nacimiento y desarrollo de una nueva jerga precede a las fórmulas para una toma del poder”, mediante un “proceso de creación de (lo que denomina) la aceptabilidad[9].
Es interesante centrarnos en lo que implica aquello de la relación “entre un falso imperfecto del subjuntivo y una mentalidad abyecta”, totalitaria. Esa relación no implica sino el falseamiento de la realidad y de la historia, con una finalidad proterva: la seducción de las masas, o, en otras palabras, la subordinación de la sociedad a los intereses del poder en una perspectiva falsaria y totalitaria. En la era que estamos viviendo, la de la posverdad, toda la fanfarria verbal utilizada por los nazis y por Hitler y su ministro de propaganda, Goebbels, resulta análoga a la de Putin: la sustitución de la verdad por lo que no es, pero que aparenta serlo. El ideólogo ultranacionalista y de extrema derecha ruso, Alexandr Dugin, consejero y amigo íntimo de Putin, ha llegado a expresarlo: “La verdad es una cuestión de creencia. Los hechos no existen”. ¿Cuál es esa creencia o, en otros términos, posverdad? Según Dugin, Rusia, nación euroasiática, debe reconstituirse como poder hegemónico mundial y en esa ruta, Ucrania, es un obstáculo y un peligro a ser eliminado.
Hemos presenciado y escuchado esa parafernalia verbal en los preparativos de la invasión a Ucrania, cuando refiriéndose a la acumulación de tropas en la frontera ruso-ucraniana nos decían que solo se trataba de ejercicios militares y nada más. Luego dijeron, al desencadenarse la invasión, que no era más que una operación militar para proteger los derechos humanos de los ruso-ucranianos. Una jerga similar fue la usada en los casos de Chechenia y Osetia del Sur. El pueblo ruso, de nuevo y como siempre a lo largo de su historia, es engañado por un nuevo totalitarismo, sujeto pasivo de un renovado operativo de seducción de las palabras, en nombre del nacionalismo, la demagogia y el sueño mesiánico, siempre peligroso como todos los mesianismos, de reconstituir lo que antaño fuera el gran imperio, primero zarista y, luego, soviético.
Resulta risible que una parte de la izquierda mundial apoye a Putin o lo justifique, engatusada por esa masiva tergiversación del lenguaje, en términos de posverdad, y en la línea del consejero intelectual del sátrapa ruso, el filósofo de extrema derecha que hemos mencionado: Alexandr Dugin.
Frente a toda esta estulticia que, por desgracia, se encarna en el infinito sufrimiento del pueblo ucraniano y en la indignación de la humanidad, es imperativo devolver a la palabra su rol civilizador, su papel radicalmente interpelante y comprometido con la dignidad, la libertad, la tolerancia. No puedo dejar de recordar en estos momentos lo que uno de los grandes moralistas del siglo XX, el Premio Nobel portugués José Saramago, dijo en una memorable entrevista:
“…ninguna razón —y menos la de Putin diría yo— puede sustentarse si no parte, si no arranca de un principio: el respeto por el otro. Y eso lo tengo clarísimo. Y si hay algo que es fruto de la razón, es la ética, pero si la razón no sirve a la ética, se convierte en un arma destructiva. Creo que, de entrada, tenemos un problema ético: el problema en la ética de la existencia. Desde luego que a muchas personas les da risa hablar hoy de ética. Pero yo creo que hay que volver a ella. Y no a la ética represiva. No tiene nada que ver con la moral utilitaria, práctica, la moral como instrumento de dominio. No. Es algo más serio que eso: el respeto por el otro. Y eso es una postura ética, y fuera de eso yo no creo que tengamos alguna salvación”[10].
Releyendo estas palabras de Saramago, aquello de que si la razón no sirve a la ética, se convierte en un arma destructiva, es imposible no recordar la célebre aguafuerte de Goya en la serie de los Caprichos, la que tituló El sueño de la razón produce monstruos, una de las requisitorias visuales más contundentes contra la modernidad y sus falencias.
Frente a sucedidos injustificables como la agresión de Putin y otros flagelos —la corrupción, el autoritarismo, la violencia—, sustentados en la falsificación y abuso de la palabra, ¿tendremos una posibilidad de salvación? La palabra, el idioma que en este día celebramos y reivindicamos como instrumento de encuentro y cultura, ¿podrá aún abrirnos el camino hacia una nueva edad, acorde con lo que el ser humano ha buscado, esperanzado y eternamente preterido, desde el principio de los tiempos?
Creo, sinceramente, que la respuesta a esta pregunta puede ser esencial, si no definitiva.
[1] Prieto, Carlos (2010). Cinco mil años de palabras. Tercera edición. México: Fondo de Cultura Económica, p. 29.
[2] Toscano, Humberto (2014). Reedición de la Academia Ecuatoriana de la Lengua de El Español en el Ecuador. Quito: Academia ecuatoriana de la Lengua, p. 30.
[3] Rodríguez Castelo, Hernán (1980). Literatura en la Audiencia de Quito Siglo XVII. Quito: Edición del Banco Central del Ecuador, p. 383.
[4] Rodríguez Castelo, Hernán. Ob. Cit., p. 396.
[5] Toscano, Humberto, Ob. cit., pp. 38, 39.
[6] Toscano, Humberto, Ob. cit., p. 38.
[7] Toscano, Humberto, ob. cit., p. 41.
[8] Pier. Danielle (1996). Resumen de su tesis Indigenismos literarios y reformas agrarias en las obras de Jesús Lara, Manuel Scorza y Gustavo Alfredo Jácome, traducción de A. Darío Lara. Quito. Memoria No. 5-6-7 de la Sociedad Ecuatoriana de Investigaciones Históricas y Geográficas del Ecuador (SEIHGE), Producción Gráfica, 2010.
[9] Grijelmo, Álex (2011). La seducción de las palabras. México: Punto de Lectura, pp. 137, 138.
[10] Saramago, José (2003). “Soy un comunista hormonal”. Conversaciones con Jorge Halperin. Buenos Aires: Ed. Capital Intelectual S.A., p. 58.