Cuentan que se fue a vivir en Europa. Que se acogió a una disciplina oriental, aquietando los disturbios de su tumultuoso carácter. Marcelo Aguirre (Quito, 1956) era la encarnación de la rebeldía y su subversión la concretaba con su arte demoledor. Por 1979 exhibió dibujo ‘cerrado’.
Ciscos, carboncillos, lápices, hurgando en un submundo urbano plagado de seres desastrados y errabundos. Una luz glacial atravesaba estos personajes. La luz del silencio, la soledad, la mudez del infortunio. Figuras alargadas que daban la sensación de paliar su asfixia, yuxtaponiéndose en revoltijos desgarrados.
Nunca hubo en Aguirre intereses literarios, sociales o políticos; solo su profunda, desoladora angustia por exponer al ser humano tal cual es, inserto en un sistema perverso.
En su muestra de 1982 definió actitudes, masacró el dibujo, abigarró texturologías, desparramó líneas, anguló figuras, afinó los colores, esencializando su discurso, resuelto por la impronta de su violentismo. La simplificación de las imágenes, el manejo de luces y penumbras, la superposición de distancias, la ubicación de elementos, remitían a Edward Hopper, implacable registrador de la incomunicación humana.
Los paisajes de Aguirre lucen devastados, son el reino de la soledad, los pájaros se tornan señales luctuosas y la luz se oculta, azorada, en franjas oscuras. Testigo de cargo de su tiempo, Aguirre parte del ser humano y vuelve a él en un ejercicio convulso, luego de operar incontables vivisecciones y regodearse en sus miserias. Sus rostros (o cabezas) son memorables. Con sevicia hurga en el vacío del ser humano, en su histrionismo y estulticia, en su nimiedad y penurias, y en varios aniquila el submundo de la política y del poder. Uno de esos rostros, ‘Transeúnte’, mereció el Premio Marco, 1994, el más importante que un artista ecuatoriano recibiera en el siglo XX. Todo el asco que expele la corrupción se concentra en esta cabeza de cuello y corbata, mientras listones en forma de x humillan el rostro. La carcajada glotona, desafiante, insaciable, expresa la corrupción que nos desborda y deshumaniza.
Óleos, carboncillos, crayones, lápices, esculturas, integran su histórica hazaña visual, que produce sensaciones conmocionantes. El hombre inviolable, hacedor de la vida y de la muerte del Renacimiento, ha caído. Queda solo su verdad y cuán ínfima es y cuánto duele. Íngrimos, desvalidos, solos, vamos los humanos hacia el principio del fin. El doble que lleva por máscara nuestro rostro. El rostro que se difumina y transmuta en una risible, lamentable mueca ¿de dolor, amor, horror, tedio? El demonio, el orate, el solitario, el payaso, el desnudo. Ese no soy yo. Ese soy yo. Martirio y carcajada estólida. Al volver el rostro, queda el silencio; también me he ido de mí mismo.
‘¿Qué queda? El olor de una faz invisible/ un brazo quizá o una rama en el viento que pasa,/ una nube sobre su tallo de pensamientos/la tierra está sola y los pájaros pueden cantar’.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.