Ante la muerte de un ser querido, solemos aferrarnos a esa última ocasión en que lo vimos con vida, y más tarde, a manera de incordio o reproche, volvemos constantemente a esos instantes que tal vez fueron apenas segundos u horas, pero que también podrían haber sido días, meses o años incluso, según el caso, en que alguien que amábamos o apreciábamos había desaparecido sin que nosotros lo supiéramos.
Está claro que la felicidad total no existe, pero si lo reducimos todo al tiempo en que nos sentíamos completos, cuando aún creíamos que no nos faltaba nadie, quizás podríamos rescatar y acumular pequeños fragmentos de lo que ha sido nuestra vida en plenitud; y cada vez que alguien se nos va, esos momentos se dispersan hasta que nos invade la soledad.
Hace unos días, de pronto, recordé a Antonia, una mujer luminosa con la que sosteníamos largas e interesantes conversaciones sobre la vida, y, en especial, sobre lo que deberíamos esperar tras la muerte. No nos habíamos visto en mucho tiempo, pero en ese momento sentí la necesidad de contarle sobre un caso en el que vengo trabajando hace un par de años. Pensé entonces que a ella le encantaría ayudarme a seguir ciertas pistas que se habían desvanecido con los años o las huellas que se habían borrado y que hoy necesitamos descubrir entre la bruma espesa del tiempo. Recuerdo que era un viernes cuando le escribí un mensaje a su teléfono comentándole sobre el caso en cuestión. Le pedí que apenas pudiera me llamara. El martes siguiente, al ver que no tenía respuesta pero que había leído ya mi mensaje, me disponía a marcar su número y, en ese momento, como si la hubiera invocado, me devolvió la llamada. Respondí diciéndole que me había leído la mente, pero al otro lado de la línea solo escuché un llanto apagado. Segundos después, cuando mencioné su nombre, una voz juvenil, entrecortada, me dijo: “Soy su hija, mi madre murió hace varios meses…”.
Anna me contó lo que fueron los últimos días de Antonia, una mujer que transmitía siempre paz y serenidad, que vivía pendiente de la gente que le rodeaba, que se desvivía por su familia y que tenía una fe ciega en la vida después de la muerte; pero, sobre todo, que comprendió tras su enfermedad que su lugar ya no estaba aquí, porque el planeta había entrado en un caos que demandaba su presencia y la de otras personas como ella en un espacio distinto.
Recordé que Antonia me había contado sobre las grandes catástrofes en las que muere mucha gente de forma imprevista o repentina, que provoca en el universo una suerte de confusión que solo se aplaca cuando esas almas en fuga logran encontrar el lugar y el camino que les corresponde. No me fue difícil imaginar que, en medio de la pandemia que azota al planeta, Antonia ya no podía estar de nuestro lado, pues se iba a necesitar de su fuerza, comprensión y entereza, de su luz intensa, en medio de todo este desconcierto. A la memoria de Antonia Schmidt-Kakabadse.
Este artículo se publicó en el diario El Comercio.