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Artículo de Cecilia Velasco sobre «Las secretas formas del tiempo», de don Diego Araujo

Compartimos con ustedes el artículo que doña Cecilia Velasco escribió sobre la más reciente novela de don Diego Araujo Sánchez, «Las secretas formas del tiempo», publicada por Editorial Rayuela.

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Imagen tomada de la web de Alfonso Reece

«Las secretas formas del tiempo: el caleidoscopio», por Cecilia Velasco

He leído la novela de Diego Araujo Sánchez varias veces y en diversos momentos de su escritura. Lo he hecho complacida y afectada. He leído con lápiz en mano para retener información, especialmente relacionada a fechas y a los varios nombres que aparecen a lo largo de sus casi doscientas setenta páginas.

Me referiré a los aspectos de esta obra del estudioso, académico, fabulador e intelectual Diego Araujo que me parecen más destacables.

Reiteración y trauma

Como se sabe, el contenido y el continente, el fondo y la forma, se hallan inextricablemente unidos. La novela de Diego Araujo no pudo ser escrita de otro modo. No es ornamental la reiteración al describir el momento climático en que es asesinado con machete y a tiros el presidente García Moreno, el santo o el tirano, sino que se articula desde consideraciones estructurales, ideológicas y éticas. ¿Por qué una y otra vez, desde diversos planos, contemplamos el magnicidio? ¿Por qué la repetición? Intentaremos unas respuestas.

En primer lugar, debido a la naturaleza traumática del magnicidio, era necesario hablar de eso. Desde la psicología y el psicoanálisis en particular se destaca la necesidad de que el sujeto enuncie su dolor como una manera de procesarlo. El trauma suele venir una y otra vez a nuestra mente, y genera una serie de intensas reacciones emocionales, y, en el caso de Las secretas formas del tiempo, parece inevitable revisitar la herida social que significa el crimen de un presidente que ha dejado traumas en la conciencia histórica.

Por otro lado, la reiteración en el crimen sirve, acaso, para mostrarnos la imposibilidad de conocer la verdad por más que hablemos de ella. A pesar de que el lenguaje y el narrar tratan de hacer inteligible la intensa experiencia humana, la verdad parece escaparse de nuestras manos. La verdad, entonces, se parece más a lo que vemos a través de un caleidoscopio que de un microscopio. La realidad es esperpéntica y de alguna manera irreductible. De ahí que el dibujante o fotógrafo prodigioso de estas formas haya optado más por mínimos y magníficos close-up, en lugar de abarcadoras visiones panorámicas. En mi opinión, cada relato del homicidio es la pieza de un infinito rompecabezas. Al ensamblarse una con otra, tal vez no se forme un todo armónico.

Polifonía versus omnisciencia

En Cien años de Soledad, de Gabriel García Márquez, hay innumerables fusilamientos. Los Arcadios, José Arcadios, Aurelianos, pero también los de otros bandos, una y otra vez se hallan inermes y temblorosos ante el pelotón. Son varios, pero también se trata del mismo hecho bárbaro en el que ha triunfado la venganza sobre la justicia. En el caso de la novela de Araujo, el lector se halla frente a un único acto criminal narrado desde diversas voces y personas gramaticales y a través de diversos registros de la lengua.

Encuentro fascinante dar lugar a la polifonía en lugar del narrador omnisciente que lo sabe todo y habla por todos. Aquí, en estas páginas, encontramos las palabras propias de los quiteños de antaño, los ruegos, las exclamaciones y las maldiciones. Frente a la ubicuidad casi bíblica de García Márquez, tenemos en la novela de Diego Araujo relatos narrados desde una pluralidad de voces que no son necesariamente coincidentes y que se expresan desde percepciones intensamente subjetivas. Eso es decidor desde el punto de vista de una concepción histórica y, por otro lado, pone al lector en contacto con hablas regionales que constituyen una delicia desde el punto de vista tanto sonoro como semántico.

Quito de las revueltas

Para seguir con la referencia a la magna novela del famoso Gabo, por sus páginas desfilan las madres, esposas e hijas que piden piedad a los poderosos por sus hombres condenados. En Las secretas formas del tiempo contemplamos lo mismo. Deben sumarse, además, las lamentaciones entre amigos por los presos y asesinados y por la sangre derramada, que es mucha, más que la sola del presidente García Moreno. Los personajes masculinos construidos por Diego Araujo a partir de aquellos históricos de la realidad extraliteraria no son soldados ni sensuales hombres caribeños, sino intelectuales y reflexivos hombres de una Quito ilustrada y deliberante.

Las secretas formas del tiempo, de Araujo, pone en la ficción el trasunto de la historia política del Ecuador, que no es y a lo mejor ni ha sido jamás una isla de paz. No solo que vemos la capacidad quiteña para el complot, las bullas, revueltas y revoluciones, sino que descubrimos que los actos violentos y homicidas pueden ocurrir, que una cierta naturaleza violenta no nos es tan ajena. Rayo mata a sangre y fuego y muere a sangre y fuego. Quien a machete mata, a tiros muere. La lucha política, a menudo, en una sociedad elitista y con escasa tradición verdaderamente democrática y pocos controles para los poderosos solo puede terminar en sublevaciones que cuentan con sus propios boicots. La trama deja entrever un tema doloroso: el fracaso de la política y de las ideas.

Nueva novela histórica

Sabía poco de Roberto Andrade, Abelardo Moncayo, Quintiliano Sánchez, Cornejo, Polanco, personajes históricos del Ecuador. Sabía nada de Juana Terrazas, una revolucionaria que odiaba la tiranía. En mi cabeza, estaba el levantamiento de Daquilema, menos sangriento de lo que en estas páginas se narra. La lectura de Las secretas formas del tiempo constituye una manera inteligente y amena, pero no simple, de narrar capítulos de la historia del Ecuador y de posibilitar el ingreso en lugares entrañables de la ciudad de Quito y en sus secretos milenarios. Un ingreso descarnado que implica hondura.

No quisiera decir que se trata de una historia novelada, aunque se sostenga sobre una investigación histórica sólida. Quienes se han referido a la nueva novela histórica, dicen que sus autores, para tomar una distancia de la historiografía oficial, “recurren a la abolición de la “distancia épica” (expresión de Bajtín): con la narración en primera persona, el uso del monólogo interior o de diálogos coloquiales, desaparece la distancia entre el pasado histórico y el presente; los mitos nacionales se ven deconstruidos y degradados; los héroes, que en el proceso educativo sirven como símbolos de ciertos valores fundamentales para la sociedad, en la visión novelesca, llena de humor e ironía, tienen que bajar de su pedestal”.

No me parece que la novela de Araujo tenga todas estas características ni que deba tenerlas, pero busca problematizar las versiones del magnicidio y ofrecer otras posibles interpretaciones. Por otro lado, debido a la presencia del personaje protagonista, se tiende un puente entre el pasado y el presente y los registros coloquiales contribuyen a una visión desacralizada de la historia. Juzgo poderosa la presencia del personaje Terrazas y su diálogo con las mujeres de la vida alegre, así como la postura ética que la novela alberga de entender otra moral femenina, la de la libertad y el placer, la de la lucha política —en la que los amantes son solo instrumentos para la causa—, alejada de valores tradicionales como la abnegación femenina y el sacrificio.

Lo contemporáneo

Los guiños que se ofrece a los lectores sobre referentes reales del presente, como la impugnación de alguna verdad sostenida por la investigadora y crítica literaria María Elena Barrera, la canción de Margarita Laso que suena en alguna reunión social, el montaje del intento de asesinato del expresidente Correa , el crimen atroz del joven Chambers en el sector de Guápulo contribuyen a ratificar la idea de que es necesario y responsable leer el pasado desde los pies puestos en el presente y, desde una idea optimista, que no ingenua, el planteamiento de transformar lo que no es irremediable desde posturas filosóficas y vitales valientes.

La novela concluye, en el presente, con la amenaza pandémica que nos ha tenido subsumidos en una silenciosa agonía. La extorsión a que es sometido el padre de Lucía como historiador y cronista de la ciudad por parte de mafiosos permite contrastar el pasado decimonónico, no exento de reflexiones filosóficas, éticas y políticas profundas, con un presente áspero, violento, desalmado, tal vez más desasido de ideales.

La lengua literaria

No puedo dejar de destacar la escritura cuidadosa, la minuciosidad con el lenguaje, la corrección —en tiempos en los que se publica con descuido, incluso en grandes casas editoriales—, así como un nivel descriptivo notable de la naturaleza, y agilidad para narraciones que implican vértigo y acción.

Aquí, la inolvidable écfrasis de la fotografía de Gabriel García Moreno. ¿Es artístico el objeto descrito o lo es su descripción?

En la primera foto, el Presidente muerto descansa sobre una doble estera y una manta. Las piernas estiradas, el pantalón arrugado, los pies desnudos; la camisa blanca con restos de sangre; la boca entreabierta, los ojos cerrados y la apariencia serena del rostro pálido chocan con la herida en el lado izquierdo de la cabeza, una gran abertura del hueso parietal y los hematomas. Resguardan el cuerpo yacente seis soldados con los fusiles asentados en el suelo y los espadines levantados. Cuatro ponen sus ojos en el cadáver lacerado; dos, en la cámara. Entre los guardias aparecen las siluetas difuminadas de tres mujeres y varios hombres de sombrero, que contemplan curiosos el cadáver. A la derecha, una balaustrada y, arrimado a una rústica columna redonda de madera, un niño con sombrero y el puño de su mano en la boca, que ve temeroso el cadáver, y atrás, otros individuos. En la segunda fotografía, en primer plano el cuerpo del mandatario. Las heridas en manos, brazos, cabeza contrastan con el rostro sereno. Por la boca parece que se escapara un leve murmullo de dolor.

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