
El rutilante cine alemán de los primeros decenios del siglo XX fue el sustento del cine moderno norteamericano. Sin la UFA —sostiene Cabrera Infante— no habría Orson Welles, mentor del cine que originó la Nueva ola francesa y la Nueva generación italiana. La ascensión al poder de Hitler demolió el gran cine alemán y tres maestros, Ernst Lubitsch, Fritz Lang y Billy Wilder,escaparon del régimen fascista.
En Hollywood fundaron la escuela clásica de cine vibrante y móvil, atractivo al intelecto y a la sensibilidad, que consagró a la comedia y a ciertas claves del cine dramático clásico. Billy Wilder fue el más celebrado. Hiperactivo, perfeccionista, excéntrico; una furtiva melancolía sellaba su personalidad, filtrándose veladamente en sus filmes.
Su talento se develó pronto y los encargos le asediaron. Su viejo automóvil, que no le permitía el vértigo de la velocidad, fue cambiado por un descapotable del año capaz de “retar al viento”, como solía alardear.
Vivió en edificios lujosos y empezó a coleccionar arte que luego vendió en millones. Frecuentaba los mejores restaurantes y vestía como un maniquí ambulante. Trajes exclusivos y bastón que esgrimía cada ocasión que su infatigable camino no aplacaba sus zozobras.
Seres solitarios, abatidos, grises, anonadados por desgarros y trifulcas, circulan por sus filmes. Escenas trepidantes, vertiginosas. Líos de amores imposibles con finales ambiguos. Poder y pobreza. La breve, chapucera y risible condición humana: El apartamento, Una Eva y dos Adanes, El crepúsculo de los dioses, Testigo de cargo… La secreta y maravillosa tristeza de Billy Wilder en su vida y en su arte.
Wilder cautivó al mundo con su genio. Lo hizo rastreando los intersticios humanos, no solo con sus comedias, sino con sus creaciones dramáticas. “Quisiera creer en Dios para darle gracias, pero solo creo en Billy Wilder, él es mi verdadero Dios”, dijo Fernando Trueba al recibir el Óscar por su memorable Belle époque.
Este artículo apareció en el diario El Comercio.