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«Bufones del rey», por don Juan Valdano

En la España de Miguel de Cervantes y en esos grises años que siguieron a la derrota de La Invencible, cuando las ilusiones de grandeza se marchitaban muy temprano, gobernaban los Austrias. Para aquellos españoles que no partieron...

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En la España de Miguel de Cervantes y en esos grises años que siguieron a la derrota de La Invencible, cuando las ilusiones de grandeza se marchitaban muy temprano, gobernaban los Austrias. Para aquellos españoles que no partieron al Nuevo Mundo, los recuerdos de pasadas glorias punzaban en la memoria tanto como los fracasos presentes, la abundancia de antaño contrastaba con las tristes migajas de hogaño. Y sin embargo, aquel imperio que en esos mismos días en Flandes retrocedía ante el embate del hereje era también la España del Siglo de Oro, la España de Velázquez, Quevedo, El Greco y San Juan de la Cruz; la del presumido Duque de Olivares y otros oropeles, la de los Felipes, todos ellos monarcas de enriscados bigotes y mentón prognato.

En la aparatosa corte del rey Felipe IV pululaban los bufones, todos enanos y a más de enanos, idos algunos de ellos. Maribarbola, Nicolasillo Pertusato, Sebastián de Morra, Diego de Alcedo, Francisco Lezcano (el llamado Niño de Vallecas) son los nombres de algunos de estos hombrecitos “de placer”, tal como entonces se los conocía, y a quienes pintó Diego de Velázquez que, a la sazón, ostentaba el cargo de ujier de palacio. Y aunque esto que voy a decir parezca fantasía (y lo es, en verdad) pude amistar con uno de ellos, con Sebastián de Morra en concreto, hombre difícil de tratar por lo petulante y retorcido y a quien conocí por ese retrato suyo que hoy cuelga en una de las paredes del Museo del Prado. Gracias a que resbalé por cierta rendija del tiempo (algo inexplicable y semejante a un agujero negro del espacio cósmico) pude, para asombro mío, viajar al siglo XVII y entrevistar nada menos que a Morra en un patio del Alcázar, edificio que —como saben— ha siglos que fue derruido.

Esto de ser bufón o payaso en casa de un grande de España —dijo el enano con jactanciosa inflexión— no es tarea fácil. Sepa vuestra merced, que hay que derrochar mucho ingenio; estar siempre alerta y acertar en el tono. Al contrario y con frecuencia resulta ser oficio peligroso. No pocos chistosos acabaron guindados en un cadalso. La risa, cuando es oportuna, puede cambiar el destino de un hombre. Hay quienes no tienen estómago para digerir una broma. El verdadero bufón es mejor que el médico para las tristezas. Para reírse de los otros hay que burlarse primero de la desgracia propia. Os diré verdades que valen más que un Potosí: para ser sabio no precisa ir de manteísta a Salamanca ni doctorarse en teologías, sino aprender de los sinsabores que a uno la vida le depara. Y demás está decir que todo esto suena a paradoja: que un bufón como yo, alguien que suele derrochar insensatez con el solo objeto de arrancar una sonrisa a un rey aburrido, diga ahora y fuera de escena, que es hombre avisado y muy sesudo. Pero así se muestra siempre la vida: la verdad de ella no está en el escenario sino tras los bastidores, cuando despojados de sus máscaras y extinguidos los aplausos, los actores se miran a sí mismos.

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